«OIGA, periodista, ¿Cuándo van a escribir en Rebelde sobre un buen servicio?», me preguntó un transeúnte, mientras caminaba hacia la diana parqueada, junto al Colón del malecón baracoense, donde esperaba mi tropa de Senti2Cuba.
«Cuando me encuentre uno que lo merezca», respondí en tono lo más neutro posible, porque acababa de tener unas palabras con la despachadora de una cafetería que no quiso soltar el celular para informarme el precio de un producto, puesto a una distancia imposible para mi escasa visión. Ante mi insistencia en interrumpir su cháchara preguntó con acritud: «¡¿Usted es ciega?!», y, sin ganas de explicar mi derecho a ser atendida dignamente, respondí: «Y usted, ¿fue educada?», y le di la espalda, no niego que con la intención de que viera en mi pulóver el nombre del diario que me acoge hace 25 años.
Seguro por eso el transeúnte me identificó, pero me tomó incómoda ese día, porque desde la jornada anterior había pasado por varias situaciones desagradables en eso de los servicios, así que su pregunta no me resultaba casual.
No las contaré aquí porque cada uno de ustedes debe tener su propio rosario de disgustos al respecto. Solo espero que, como yo, no queden sin reaccionar ante tal atropello, porque si alguien me maltrata es su culpa, pero si yo me callo, soy cómplice de lo que me pasa y lo que pasa a miles más, por alimentar esa
impunidad, gemela de la desidia y la falta de amor por un oficio que sí es de los más antiguos del mundo.
Ah, pero, de lo ocurrido en el Oro Negro del kilómetro 141 de la autopista, sí voy a hablar, porque el abuso fue doble y porque no veo otra forma de evitar que le pase a alguien más.
Resulta que en la ida paramos allí para refrescar, y como aún tenía MLC en la tarjeta entré a curiosear. De lo repoquísimo que ofertan, me interesé por una jalea de cerezas, perfecta para sumar al Desayuno de Campeones: un agasajo colectivo para quienes subiríamos al Yunque el domingo siguiente.
Fui la única cliente ese día, comentaron. Pagué por transferencia y puse el número de confirmación que una de ellas me dictó. El mensaje con el ID no llegaba ni a su teléfono ni al mío. Les expliqué que al ser bancos diferentes es bastante común y las cajeras siempre encuentran una forma de solucionarlo… pero ese viernes el tiempo pasaba, la guagua pitaba, la jefa tampoco entendió razones, y aunque demostré el descuento, la jalea se quedó ahí. Y mis 4.75 también.
Una semana después, a la vuelta, era otro turno y la muchacha no sabía qué hacer: llamó a la de aquel día y según ella no habían tenido tiempo (o ganas) de comprobar el asunto. Una dependienta de más experiencia le sugirió quedarse con la foto de mi pantalla como prueba y darme el producto, pero la joven no cedió porque el problema no era de ella, decía.
«Vaya al banco y reclame», dictaminaron ambas veces, como si el fallo fuera mío y no de su pésima gestión. ¡Qué lindo! ¿Y cómo el banco va a saber que no me dieron el producto? Hasta pudiera hacerme la viva y reclamar otras compras, porque el banco está ahí, de inocente, para suplir errores de un servicio ajeno…
¡Claro que no me pienso quedar dada! Pedí el estado de cuenta por correo, encontré el dichoso ID, y en cualquier momento me aparezco de nuevo a 150 kilómetros de mi casa, a reclamar lo que es mío y de todos: respeto para la clientela, que por lo que ellas mismas dijeron, es bien escasa en ese lugar. ¡Y hay de quien diga que se acabó el producto o el tiempo venció!
De todas formas, lo prometido es deuda, y la mía con aquel lector también cuenta. Dos días después de aquel descalabro fuimos atendidos en varios establecimientos de Baracoa con exquisita cordialidad: El Cocal, El Caribe, playa Yumurí, los campismos El Yunque y Duaba, la casa de la Reina del Cacao… incluso en Las Baleares de Holguín, donde una joven pareja aceptó prepararnos algunas cajitas vegetarianas y cobrarlas a precio de cariño, sin ganancia para sus bolsillos.
¡Y ni hablar de los mimos del personal de Transporte Escolar, desde la dirección nacional y la de Guantánamo hasta los expertos y generosos choferes de los tres medios empleados para desandar lomas, ciudades y carreteras!
Por gente así es que no desisto de la vocación martiana de creer en la utilidad de la virtud… Y por gente como la que desatiende demasiados mostradores de todo el país es que me aferro a otro concepto guevariano: la única lucha que se pierde es la que se abandona.