Me ruega mi joven jefe de Información, Raciel Guanche Ledesma, que salude los 60 años de Juventud Rebelde, así como lo hizo una década atrás por los 50 Ricardo Ronquillo, entonces subdirector de este diario, y clarividente incansable que lo prestigió con su irreductible sueño de un periódico más agudo y comprometido con Cuba, desde la cercanía vindicatoria del sentir ciudadano.
Me pide Raciel que hable de nuevo sobre mi Juventud Rebelde, el que me he fabricado desde que llegué a esta redacción, gracias a su entonces director Jacinto Granda, una borrascosa mañana de octubre de 1986. El periódico que habito, con alegrías y tristezas, con certezas e inconformidades. Con sentido de pertenencia y a la vez objetividad distanciada. Con amor y desamor.
Y leyendo aquel «Mi Juventud Rebelde» del 21 de octubre de 2015, descubrí que podría rescribirlo desde las vísceras sentimentales, cabalgando sobre lo publicado entonces. Es que, al terminar la lectura de aquella confesión, me sorprendió la vigencia de aquel alegato en lo que sigo sintiendo hoy por el diario de la juventud cubana. Lo que continúa es casi textual, con algunos remozamientos, de lo publicado en 2015:
No voy a empapar de alabanzas mi compromiso con Juventud Rebelde, en donde, según todo indica, voy a dejar mis últimos planteos y palabras, cuando me vaya de la profesión o de la vida. No rasgaré mis vestiduras ni desdeciré de quien me acogió con los brazos abiertos y tanto me ha transferido y soportado.
Esa mañana de 1986 en que pacté con Juventud Rebelde entre el olor a plomo de los linotipos, el insustituible nervio de aquella inquieta redacción, el Gallego Ricardo Sáenz, me abría los caminos.
El olfato instintivo de aquel periodista trepidante me encomendó conversar con unas personas que estaban en la recepción del periódico allá en Prado, frente al Capitolio, para denunciar el dramático desenlace de un remolcador que las aguas iban cubriendo sin rescate alguno desde el día anterior, a los ojos de todos, incluidas las autoridades del puerto de La Habana.
Con su cigarrito nervioso, el Gallego me envió al rescate de esa información, junto al fotorreportero Luis Mariano Batista. Y horas después, aparecía el hundimiento de la responsabilidad y el respeto en la primera plana de aquella edición que atardecía en La Habana.
Ese fue mi estreno, con «muraleja positiva», una suerte de premio visible en el mural, que el Consejo de Redacción otorgaba en cada edición a los mejores trabajos de sus periodistas, con fundamentación del lauro.
Desde entonces, aquí he gozado y he sufrido, con todos los motivos y géneros periodísticos. En los grandes salones y los rincones solitarios y humildes del país, tomándole el pulso a la realidad con estos ojos míos, sin pedir tanto permiso. Enviado especial por algunos rincones del mundo muchos años atrás, y «quedado especial» en los intestinos del país con el tiempo. Indisciplinado hacedor de trabajos por encargo, que también se negaba a secundar tesis que no compartía, aunque vinieran de arriba, y a escribir de lo que no estaba convencido.
Reconozco que las sucesivas direcciones me han respetado profesionalmente y han permitido que escriba con voz propia muchas veces; igualmente me han censurado de tajo en otras, y hasta me han mutilado palabras muy elocuentes.
A tiempo también comprendí que hay que hacerse respetar, en la escritura y en la vida, para que lo respeten a uno. Ni más ni menos en esta redacción siempre se han debatido y dirimido los dilemas y problemas de la prensa cubana, sus logros y poquedades; sus altos vuelos y sus alas mutiladas.
En Juventud Rebelde me embriagué de una redacción con alma que podría extraviarse si seguimos enviando textos desde la casa. Allí he hecho y he perdido grandes amigos. He aprendido del talento ajeno y de los chascos. He recibido lecciones de humanidad, y de rencores y reservas, como en cualquier sitio. Pero han primado la natural convivencia y el desenfado, la sinceridad y la transparencia.
Aquí he escrito mis géneros preferidos: la crónica y el comentario. He aventurado juicios, me he buscado mil problemas por no ser complaciente y me he rebelado cuando intentan administrar mi pensamiento. Además, he defendido con pasión cuestiones de principio, sin concesiones ni fanatismos.
Pero nada ha sido más apasionante que la columna Acuse de Recibo, esa expedición con la gente, esa devoción ciudadana de la cual no he podido ni podré zafarme, gracias a su gestor, que confió en mí: el director de entonces, Rogelio Polanco Fuentes.
Con sus luces y sombras, con sus arrestos y poquedades, con sus voces gallardas y sus silencios imperdonables, Juventud Rebelde ha marcado mi profesión y mi vida. Tanto, que transito constantemente del berrinche a la alegría, de la decepción a la esperanza.
Ya no estaré aquí algún día, pero espero que los jóvenes de este diario dejen lastres atrás, y se comprometan desde el periodismo revolucionario con esas dos palabras filosas e incitantes: Juventud Rebelde.