Sin métodos anticonceptivos, sin amparo efectivo a los derechos humanos y sin medios para eludir la violencia patriarcal, exacerbada en contextos de beligerancia, ¿qué pueden hacer para evitar ser violadas o usadas como canje para obtener promesas de comida?
Toda guerra es una guerra
contra la infancia.
Eglantyne Jebb,
activista pro derechos humanos
CUESTA creer que la última y más intensa etapa del genocidio de Israel en Gaza haya completado dos años este 7 de octubre, sin atisbos serios de una solución digna para la población palestina, y que haya gente en las redes y los medios de todo el orbe justificando esa falta de humanidad por parte del ejército invasor, cuyo trasfondo estratégico es claramente racional en sus apetitos territoriales, mientras las polémicas étnicas o de derechos religiosos son, a estas alturas, mero maquillaje para confundir a la opinión pública.
La realidad resulta desoladora para la población gazatí a décadas vistas (incluso si se firmara la paz hoy mismo), no solo por las más de 76 000 vidas segadas a base de bombardeos y metralla; sino, además, por el calculado salvajismo de los ocupantes, que apelan a todo tipo de crímenes para quebrar a un pueblo que en 70 años no lograron doblegar.
A tono con la línea de esta sección, hoy hablamos del impacto de esa impune campaña bélica de Tel Aviv y sus aliados sobre las mujeres de Gaza, diana principal de los sionistas porque, al dañarlas a ellas con sus hijos y nietos, apuestan a borrar el futuro de esa nación, mancillar su cultura y dinamitar sus raíces, no solo las ramas de la resistencia militar.
Más del 70 por ciento de las víctimas de estos dos años
(68 000 muertos, 170 000 heridos, 10 000 desaparecidos bajo
los escombros y un número impreciso de secuestrados en cárceles clandestinas) son mujeres y menores de edad. Esto habla claro del propósito genocida de lo que llaman «guerra», como si los oprimidos estuvieran en igualdad de condiciones para pelear.
Sin obviar el drama de los fallecidos (familias enteras en una sola noche, y apellidos borrados de su genealogía), pensemos en el más de un millón de gazatíes que sobrevive malamente al desgaste intencional por epidemias, lesiones, terror, hambre y sed, incrementado con el cerco obstinado a cada intento de llevarles recursos de primera necesidad y la destrucción deliberada de toda fuente de vida: industrias, cultivos, hospitales, viviendas, panaderías, convoyes de ayuda humanitaria, pozos, redes eléctricas, carreteras…
El 80 por ciento de la población fue desplazada, incluso más de una vez, a la fuerza o con engaños, y a duras penas logró refugiarse del calor veraniego o el intenso frío invernal en tiendas de campaña improvisadas (otro blanco favorito de los aviones israelíes), sin sistema de saneamiento, sin privacidad, sin apenas ropa para cambiar sus harapos alguna que otra vez en estos 730 días.
Imaginen el bochorno de centenares de miles de mujeres que han pasado 24 ciclos menstruales sin apósitos u otros medios para cuidar su higiene y salud reproductiva, y valoren la precariedad de unos 180 partos diarios promedio, atendidos sin el mínimo de recursos para garantizar la subsistencia de esas madres, la mayoría desnutridas y sin posibilidad de amamantar a sus bebés o alimentarse ellas a corto o mediano plazos. ¡Y aún quedan cerca de 50 000 gestantes!
No asombra, pero duele, que las tasas de mortalidad materna e infantil en la Franja estén entre las más altas del mundo, y, sin embargo, no hay estadísticas fiables porque ya apenas queda gente capacitada para reportarlas, en tanto el personal de salud, los organismos internacionales y la prensa son sádicamente perseguidos, asesinados, mutilados… lo que sea para distorsionar los resultados de otro crimen de guerra que vive la humanidad en sus pantallas en tiempo real, como si fuera una ficción sangrienta de Hollywood.
Ni siquiera puede estimarse
otro indicador importante, el riesgo de muerte materna (que se calcula según la fecundidad del país porque una misma mujer puede exponerse varias veces, contando los abortos): hoy las probabilidades de morir en Gaza son abismales y no respetan edad o condición de salud, pero los agresores impiden a los representantes de Naciones Unidas entrar al territorio a confirmar esas masacres, y es más fácil saber cuántas bombas caen día por día o cuánto «aportan» los buitres de la OTAN a ese negocio, que cuándo fue la última vez que cada infante, anciano, embarazada o enfermo gazatí recibió un plato de comida caliente o durmió sin miedo a no ver el sol de otra jornada.
En las redes hemos leído acérrimas críticas a mujeres palestinas que se casaron con sus cuñados al enviudar (en esta y otras escaladas anteriores del conflicto), como dictan sus costumbres ancestrales, para no separarse de sus hijos y lograr alimentarlos, y a las que se embarazan y paren en tales escenarios de hacinamiento e inmundicia.
¡Ni que estuviera en sus manos evitarlo! Sin métodos anticonceptivos, sin amparo efectivo a los derechos humanos y sin medios para eludir la violencia patriarcal, exacerbada en contextos de beligerancia, ¿qué pueden hacer para evitar ser violadas o usadas como canje para obtener promesas de comida?
Sumen a eso la agonía de perder hijos, padres, hermanos, vecinos, y saber que es cuestión de tiempo que les toque a ellas también, porque no hay sitio seguro para nadie a ninguna hora: ni entre la multitud que espera algo de comida en la carretera por semanas, ni bajo el techo de un escuela, convento u hospital. Ni siquiera en el mar, donde hasta los niños son cazados si intentan jugar o pescar para sobrevivir.
A esta extrema violencia en sus variantes física, sexual, económica y salubrista, se suma la innegable visión machista en ámbitos sicológicos y simbólicos, impuesta por el enemigo deliberadamente y multiplicada por hombres de la propia nación, quienes desahogan con las mujeres y las niñas en el espacio doméstico (y sus pésimos sucedáneos en este período de desplazamiento forzado) su frustración al no cumplir el mandato patriarcal de proteger, proveer, expulsar al enemigo…
Muchas políticas y prácticas
impulsadas hace lustros por los sionistas apuestan a esa percepción de vulnerabilidad familiar y «debilidad» sistémica
de los hombres palestinos, para socavar su orgullo y ahondar su desesperación, pilares del desarraigo y el éxodo de la tierra que otros ambicionan; y esa tensión desemboca en situaciones de más intimidación interpersonal e intrafamiliar, replicado, incluso por varones adolescentes en ausencia de sus mayores.
Ese es el panorama desesperanzador de las mujeres y su prole en un territorio más pequeño que la ciudad de Matanzas donde se concentra el mayor potencial bélico en uso del orbe, con posibilidades de aumentar día por día y con armas, incluso prohibidas en convenciones internacionales por su potencial destructivo contra la población e infraestructuras civiles.
Y quienes aún creen que Israel «se defiende» y el exterminio de dos millones de personas es un castigo merecido por la osadía del movimiento Hamás en octubre de 2023, deberían leer los reportes de las agencias de la ONU que verifican la situación de esas mujeres antes de esa fecha, cuando ya era precario su acceso a alimentación, vivienda digna, empleos o servicios de salud sexual y reproductiva, violarlas era una táctica ilegítima de control muy extendida y su salud mental estaba en crisis por las continuas redadas, vejaciones y limitaciones impuestas por el ejército ocupante, no solo en Gaza, sino también en Cisjordania.
Encuentros
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