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27 de Noviembre: Mártires tiernos

Es imprescindible recordar los pormenores del crimen para comprender la historia de una nación fraguada con la sangre de sus hijos

Autor:

Juventud Rebelde

Cuadro que recuerda el momento del fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Fueron fusilados de dos en dos, de espaldas y con los ojos vendados, cerca de la fortaleza de La Punta, la tarde del 27 de noviembre de 1871. Todos eran inocentes y ninguno sobrepasaba los 21 años; se les acusó de haber profanado, en el cementerio de Espada, la tumba del periodista reaccionario español Gonzalo Castañón.

Así cada noviembre acostumbramos a describir estrechamente los terribles sucesos del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, ese acto que zarandeó no solo el nervio de Cuba y que llevó a José Martí a escribir uno de sus poemas más hondos: A mis hermanos muertos, una de cuyas estrofas muchos cubanos repiten de memoria.

Sin embargo, cualquiera advierte que la tradicional rememoración de cada año deja sueltos detalles trascendentales que permitirían entender mejor la magnitud de aquel crimen.

Ni siquiera en las escuelas de Medicina del país, en las que generalmente se realiza una dramatización de los acontecimientos o hay un pase de lista con el nombre de los mártires, se hacen muchas referencias, por ejemplo, a los dos juicios sumarios a los que fueron sometidos aquellos alumnos, a las causas reales del asesinato o a la manera bárbara en que se enterraron los ocho cuerpos.

Esos y otros pormenores deben recordarse no solo en el onceno mes del año, sino siempre. Son imprescindibles para comprender la historia de una nación fraguada con la sangre de sus hijos y en la lucha contra desproporcionadas fuerzas externas.

Respuestas

Una pregunta que no se ha respondido mucho: ¿Quién era Gonzalo Castañón? Un periodista español, director y propietario del diario integrista La Voz de Cuba, muerto a tiros en enero de 1870 en un hotel de Cayo Hueso, Estados Unidos, por el criollo Mateo Orozco. Llamaba insistentemente en sus artículos, iniciados con la frase «¡Sangre y fuego!», al exterminio de los cubanos y agraviaba constantemente a las mujeres de la Isla.

La supuesta irreverencia a su nicho fue tomada como bandera por las autoridades coloniales y por el tristemente célebre Cuerpo de Voluntarios de La Habana para condenar a aquellos jóvenes alumnos del primer año de Medicina. Entonces el Capitán General era Blas de Villate, el sanguinario Conde de Valmaseda, y su segundo el general Romualdo Crespo.

Otra interrogante necesaria: ¿Qué delitos graves o menos graves cometieron esos muchachos? Absolutamente ninguno.

El relato se ha contado otras veces. Cuatro días antes del fusilamiento, un grupo de estudiantes de Medicina, ante la ausencia del profesor de Anatomía del anfiteatro de clases, se dirigió a una plazoleta cercana, ubicada frente al camposanto de Espada; allí algunos retozaron y pasearon con el carro de transportar los cadáveres a la sala de disección. Los historiadores han establecido que quienes jugaron inocentemente en esa fecha fueron Ángel Laborde y Perera (17 años), Anacleto Bermúdez y González de Piñera (20), José de Marcos Medina (20) y Juan Pascual Rodríguez (21). El más joven, Alonso Álvarez de la Campa, de solo 16 años, arrancó una flor del jardín.

Después el celador del cementerio, Vicente Cobas, presentó una denuncia ante el gobernador político de La Habana, Dionisio López, en la que se culpaba al grupo de primer año en pleno de haber rayado el cristal de la tumba de Castañón.

El 25 de noviembre de 1871 unos 45 jóvenes del primer año de Medicina fueron sacados de su aula, arrestados y acusados, en inusual juicio sumario, no solo de haber rayado el cristal del sepulcro. Se llegó a decir, incluso, que habían roto el ataúd y hasta sacado los huesos del difunto.

El digno y decoroso militar Federico Capdevila, defensor de los estudiantes de Medicina, quien se negó a deshonrar su espada y la puso al servicio de los inocentes. En ese primer proceso, al parecer celebrado el 26 de noviembre y cuyos jueces resultaron oficiales españoles, participó como defensor de los estudiantes el capitán Federico Capdevila, quien será eternamente recordado por su actitud digna.

Sin haber encontrado prueba alguna de culpa, el tribunal no impuso penas severas a los acusados. Sin embargo, una turba de voluntarios, que lanzó los más grandes oprobios a Capdevila, reclamó sangre a toda costa y un nuevo consejo de guerra. La revuelta de la soldadesca, que gritaba a toda voz «¡Viva España, muerte a los traidores!» hizo retroceder a las autoridades colonialistas, las cuales ordenaron arbitrariamente un segundo juicio, celebrado horas después, con otros «magistrados», entre los que se incluyeron oficiales del mismo cuerpo de voluntarios.

Además de los cinco jóvenes que jugaron frente a la necrópolis, fueron sentenciados a muerte otros tres, escogidos al azar entre otros 30 alumnos: Eladio González y Toledo (20 años), Carlos Augusto de la Torre y Madrigal (20), y Carlos Verdugo y Martínez (17).

Este último ni siquiera se encontraba en la capital el día de los acontecimientos. Mientras, Eladio cayó en el fatal sorteo a última hora, en el lugar de Esteban Bermúdez, hermano de Anacleto. En ese caso, decidieron, por «piedad» no matar a dos «piezas» de un mismo matrimonio.

Los cadáveres fueron enterrados en los extramuros del cementerio de Colón, en una fosa común, sin cruz ni lápida, y sin permitir que sus familiares acudieran a llorarlos.

¿Por qué fueron realmente asesinados? No hace falta estudiar mucho para determinar que resultó un crimen político, como diría Carlos Manuel de Céspedes. Querían acallar el espíritu de rebeldía de la juventud cubana, señaló en otros términos el Padre de la Patria.

«Habían sido inmolados —como apuntó el historiador Fernando Portuondo en Historia de Cuba 1492-1868— por haber nacido en Cuba, por ser jóvenes y por dedicarse al estudio, lo que era bastante para merecer que los integristas los catalogasen entre los enemigos del régimen de opresión e injusticia que imperaba en la Isla».

Además de los ocho, otros 30 fueron condenados a penas entre seis meses y seis años de cárcel. Entre ellos se encontraba el conocido amigo de Martí, Fermín Valdés Domínguez, quien años más tarde desempeñaría un rol importante en la reivindicación de sus compañeros.

Con esta «prueba» la colonia española pretendió mostrar su «fuerza» en un momento en que la guerra contra el Ejército Libertador se le tornaba complicada y las ideas independentistas cobraban auge en toda Cuba.

Con el morir, la vida

Cada año los estudiantes marchan hacia el mausoleo de La Punta y allí realizan una guardia de honor a los héroes. Foto: Roberto Morejón Si hubo alguien que luchó por mantener viva la memoria de los estudiantes de Medicina ese fue Fermín Valdés Domínguez. Hizo que un hijo del mismísimo Gonzalo Castañón revisara la tumba de su padre y declarara la verdad: esta no había sido jamás profanada.

En 1887 el amigo de Martí localizó el lugar exacto donde yacían enterrados sus compañeros y logró que estos se exhumaran y colocaran en una caja de plomo soldada por seis lados, la cual se situó inicialmente en el panteón de la familia Álvarez de la Campa. Luego los restos reposarían eternamente en un mausoleo erigido en la necrópolis de Colón.

Valdés transmitió al Apóstol de la independencia cubana las vivencias de aquellos mártires tiernos, que no batallaron en la manigua, pero se convirtieron en símbolo, sobre todo porque encararon la muerte sin temblar. Y el alma del Héroe Nacional se estremeció en lo íntimo.

Martí dedicaría varias piezas de oratoria y notas periodísticas a estos jóvenes ultimados en la flor de sus días. El célebre discurso Los Pinos Nuevos fue pronunciado precisamente el 27 de noviembre de 1891 en el Liceo Cubano de Cayo Hueso.

Y en el periódico Patria, dos años después, remarcó que el episodio había dejado una gran lección: «la que levanta el ánimo y se recuerda con más gozo, es la capacidad del alma cubana, de aquella misma porción de ella que parece tibia u olvidadiza o inerme, para alzarse, sublime, a la hora del sacrificio, y morir sin temblar en holocausto de la Patria».

Pero ya tempranamente, en 1872, había publicado en España A mis hermanos muertos, poema que se debe releer para sondear esos sentimientos de amargura y dolor. Y para descubrir el simbolismo de aquel noviembre que fertilizó después.

De sus estrofas, una se ha impregnado en la memoria de miles de cubanos, porque parece construida para la eternidad: Un mármol les negué que los cubriera / ¡Y un mundo tienen ya por sepultura! / ¡Y más que un mundo, más! / Cuando se muere / En brazos de la patria agradecida, / La muerte acaba, la prisión se rompe; / ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!

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