Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Gracias por provocar

Debemos agradecerles a ciertos abanderados imperiales si nos ponen a pensar cómo el orgullo de ser cubanos se muestra en nuestras calles y plazas, más allá de los actos políticos y las fechas históricas. Lo decisivo no es lo que hagan nuestros adversarios, sino lo que hagamos nosotros

Autor:

Iroel Sánchez

En una nación que fue primero pensada, soñada, antes de institucionalizarse, sabido es que las banderas que nos representaron en los albores no fueron adquiridas en una tienda, sino cosidas en el hogar por manos de mujeres cubanas. Tampoco fue por vía comercial como llegaron las escarapelas a los sombreros de los mambises que muchas veces, semidesnudos, combatieron en desiguales condiciones frente al colonialismo español. Al igual que las pequeñas banderas construidas alrededor de las chapillas de los soldados que regresaban a la Isla después de combatir contra el apartheid en África, fueron elaboradas motu proprio.

A pesar de su escasez de vestuario, no hay noticias de un mambí vestido con uniforme español, arropado en la bandera peninsular o utilizando la rayada indumentaria con que vestían los cubanos que combatían al lado de las tropas coloniales.

Siempre me ha llamado la atención cómo el naciente Ejército Rebelde se empeñó en poseer, desde los momentos en que aún era un pequeño núcleo nómada, sus propios uniformes, brazaletes y bandera, que eran trasladados hacia la Sierra Maestra, junto a las municiones y medicamentos, pasando enormes vicisitudes, luego de ser elaborados en la más absoluta clandestinidad. Eran los mismos con que salieron a las calles de Santiago de Cuba los combatientes liderados por Frank País el 30 de noviembre de 1956.

O cómo en momentos de gran escasez, los alfabetizadores, que en número de cien mil recorrieron Cuba, contaron con un único tipo de farol, uniforme, bandera y hasta himno, que ahora es revisitado de forma burlona por algún reguetonero de efímera recordación, a lo que agregaría que en los años más duros del período especial los niños y adolescentes cubanos, muchas veces apoyados en la solidaridad de una familia hacia otra, no dejaron de asistir a sus escuelas uniformados.

Pero igualmente es notable la ausencia entre nosotros, incluso en momentos económicos más boyantes, de lo que mi amigo Omar Valiño suele llamar «la industria de la mierdita» y que tan importante es como reproductora en la vida cotidiana de elementos simbólicos. Omar suele asociarla al espectáculo del béisbol, que en el nuevo contexto ha perdido su carácter masivo y recreativo para estudiantes y trabajadores, al realizarse la mayor parte de los juegos en horario laboral y no nocturno, por razones de ahorro energético, mientras en los mismos horarios la energía en forma de agua, electricidad y gas manufacturado se paga con tarifas domésticas subsidiadas por quienes practican actividades algo menos sanas y sustancialmente menos populares, por caras y exclusivistas, en los cada vez más numerosos bares privados de la capital. Es absurdo oponerse a los bares, incluyendo los privados, pero no es fácil comprender la lógica de restringir la energía de la recreación para muchos, mientras la reciben subsidiada quienes lucran con ella en beneficio de unos pocos.

Teniendo el privilegio de una rica cultura e historia y una industria audiovisual que logró décadas atrás construir imágenes icónicas, incluyendo las dirigidas a la niñez, la presencia de nuestra identidad en la visualidad cotidiana es extremadamente pobre. Más cuando esta no se limita a los símbolos nacionales, y tiene que ver con la disponibilidad y asequibilidad de productos que en determinada época lograron proyectos como Telarte, poniendo en la calle elementos portadores de cubanía con elevado nivel estético. En ese sentido, la viabilidad económica de casos exitosos como el de las sombrillas ilustradas con obras del Museo Nacional de Bellas Artes, comercializadas por Artex con un amplio diapasón estético, merece estudio; es el único producto industrial portador de cubanía que ha logrado ser hegemónico entre nosotros.

Creo que en la memorable serie de Rudy Mora, Doble juego, hay un momento en el que la maestra invita a sus alumnos a ver el Ballet Nacional en el Gran Teatro de La Habana. Todos llegan con sus mejores galas, pues nunca han acudido a semejante lugar, y van reuniéndose en las afueras del coliseo, hasta que llega el último —un adolescente que suele tener un comportamiento muy negativo, abusador e insensible— y vemos cómo todos se miran entre el asombro y la burla hasta que la cámara nos muestra porqué: el recién llegado viste de pies a cabeza con la bandera estadounidense.

De entonces acá no he vuelto a ver en el audiovisual cubano un tratamiento semejante —por intencionado e inteligente— que sí ha sido más sistemático en asociar la guayabera —prenda nacional cubana— a la corrupción y el dogmatismo.

Sin embargo, el pasado Primero de Mayo, al conocer de la ejecución de una provocación política con la bandera norteamericana, previa al multitudinario desfile de los trabajadores, por un individuo que, según el diario Granma «está desvinculado laboralmente, que en el año 2002 fue sancionado a cinco años de prisión por un delito de robo con fuerza, y en este momento se encuentra pendiente de juicio por un delito de receptación agravada», pensé en cómo la realidad, en hecho que recuerda cuando la congresista norteamericana Ileana Ros-Lehtinen envolvió al niño Elián González en la enseña de las barras y las estrellas, adelanta y supera la ficción hasta colocar las cosas en su lugar.

Esta vez, el sistema de publicaciones financiado desde el exterior para promover el regreso de Cuba al capitalismo reaccionó de un modo que supera al de la congresista cubanoamericana: uniendo su voz a la «preocupación» expresada sobre el exconvicto por el State Department y lo más recalcitrante de la mediocracia miamense, convirtiendo en víctima heroica de la «guerra ideológica» del Gobierno cubano al delincuente que en «pueril y romántico alarde» logró explicitar con su provocación la conexión entre delincuencia común, anexionismo y contrarrevolución.

Tal vez hubiera sido pertinente, al igual que sucedió con el brillante aporte de la congresista de ultraderecha que recientemente anunciara su retiro, llevar a un spot televisivo el performance del payaso de turno, o convertirlo en un personaje humorístico que encarne los valores que quiso representar.

Pero aun sin esas acciones, es de agradecer la contribución del abanderado imperial si nos pone a pensar cómo, más allá de los actos políticos y las fechas históricas, el orgullo de ser cubanos se muestra en nuestras calles y plazas. Porque una vez más, lo decisivo no es lo que hagan nuestros adversarios, sino lo que hagamos nosotros.

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