Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Aquel olor a pólvora y monte

Decenas de familias cubanas estuvieron envueltas en la limpia del bandidismo en el Escambray, en esta ocasión JR recuerda la impronta de una prole matancera

Autor:

Hugo García

MATANZAS.— Siempre recuerdo aquellos largos y raros collares de distintas semillas que estaban dentro de una gaveta del viejo escaparate de caoba de mi abuela paterna Ramona Díaz de León.

Allí atesoraba sus reliquias, junto a una Virgen de la Caridad del Cobre fundida en bronce. Había un olor extraño, quizás a monte y pólvora mezclados, que jamás he vuelto a percibir en mi vida.

Nunca le pregunté por qué conservaba esas fotos antiguas, esos collares, algunas cartas amarillentas y una pequeña bolsita como amuleto, que no permitía que nadie tocara.

Con el paso del tiempo escuché que eran de mis tíos Julio y Elio García, quienes estuvieron luchando contra los bandidos en las montañas del Escambray. Todo parecía muy lejano.

Ahora vuelvo a mirar esas fotografías y comprendo que no aquilaté con la vehemencia merecida la historia de estos hombres.

En una de esas fotos tomadas en el Escambray en 1961 veo a mi abuela Ramona ubicada al centro; rodeada por sus nietas Julita, Caridad y Vilma, las hijas de mi tío Julio, con su esposa Caridad Moreno. A su derecha están Julio, de pie, Elio, agachado, y Arturo es el primero sentado con camisa a cuadros.

Mi abuela está de pie y no es por gusto. Está erguida junto a sus hijos, como diciéndoles: Pa’ lante, que hay que acabar con esos criminales.

El título de este trabajo pudo ser otro, sin dudas, pero preferí elogiar a esta familia campesina y a mi abuela, nacida en 1902, admiradora de Martí, Che, Raúl y Fidel, capaz de viajar muchas horas en tres ocasiones desde Matanzas hasta el Escambray espirituano, no para doblegar a sus hijos sentimentalmente, sino para darles fuerzas al igual que al resto de los combatientes.

ESCAMBRAY EN LA MEMORIA

«Fuimos tres veces en un carro que tenía mi tío Pablo Díaz, pero solo una vez los pudimos ver, porque no era fácil la comunicación y aquella zona era peligrosa, todo estaba militarizado», recuerda Arturo, mi padre.

«Nunca nos quedamos, salíamos de madrugada desde Matanzas y regresábamos el mismo día ya caída la noche, eran muchas horas de viaje», evoca Arturo.

Mi abuela era ama de casa, una mujer fuerte y trabajadora. Sabía del peligro que acechaba a los milicianos en aquellas montañas. Las noticias de los crímenes cometidos por los bandidos llegaban con celeridad.

En esos parajes montañosos había violencia, los alzados eran despiadados, por lo que cercarlos se hacía vital para debilitar sus fuerzas, eliminar los mensajeros y suministros desde las ciudades.

El 5 de enero de 1961 toda Cuba se conmocionó por el atroz asesinato del maestro Conrado Benítez y el campesino Eleodoro Rodríguez. El brigadista de 18 años de edad vivía en Pueblo Nuevo, la misma barriada de mi familia. Así que podemos imaginar cuánto dolor invadía al pueblo y cuánta preocupación tendrían los familiares de los combatientes.

NADIE SE RAJÓ

«Nicolás Aragón y Julio García iniciaron la formación de las Milicias Campesinas, a las que me incorpore con 22 años. El ocho de enero de 1961 nos llevan para la Escuela Politécnica (hoy Álvaro Reynoso), donde nos vacunaron y dieron preparación militar para la limpia del Escambray. Ya se hablaba de los alzados, pero las comunicaciones no eran como ahora, en aquel tiempo era casi de boca a boca. En mi barrio solo había un televisor y pocos radios, así que te imaginas», cuenta Elio.

«El 8 de febrero salimos en una caravana de camiones por el sur, después de Cienfuegos llegamos a un lugar llamado Guajimico, en el Escambray. Fui el segundo jefe de escuadra, del primer pelotón, de la primera compañía del Batallón 203. Enseguida avanzamos por un trillo, en fila india, subiendo un lomerío. La misión era cuidar a los campesinos en medio del monte. La escuadra tenía nueve hombres y nos apostamos en los exteriores de las casas, en forma de rectángulo.

«Teníamos que cuidar a esos campesinos para evitar que los alzados les robaran o los asesinaran. Los primeros días custodiábamos las casas de noche, porque de día la intensidad era menor ya que los alzados se movían menos. De noche era peligroso por el monte tupido, pero cubríamos los alrededores de un área bastante grande.

«Nunca supe de quién fue la idea de irnos a ver al Escambray, llegaron de sorpresa, mi mamá, mi hermano Arturo y mi cuñada Caridad Morejón y mis tres sobrinas», asiente Elio.

«Aquello estaba militarizado, no sé cómo pudieron subir hasta el campamento, incluso llegó la hora del almuerzo y hablamos con los campesinos y le compramos un puerquito que freímos; tampoco sé cómo mi hermano Julio supo de la visita y logró unirse al grupo. No nos permitían a dos hermanos estar en una misma compañía para evitar que en un enfrentamiento murieran varios de una misma familia.

Elio recuerda además los acontecimientos cotidianos de aquellos días:

«En una de las casas había un hombre mayor enfermo, y siempre estábamos al tanto de su evolución. A veces desde la carretera mandaban un aviso para que bajáramos con los niños, casi un kilómetro, porque se les iba a dar alguna fiestecita, oportunidad en que les regalaban algunas ropas y juguetes, siempre bajaba con ellos junto a algún familiar, eran cuatro o cinco niños, dos de ellos en edad escolar.

«Los días pasaban sin ninguna alteración. Aparte de la comida que nos daban comíamos muchas jutías, los campesinos no se las comían porque decían que eran ratas grandes.

«Un día como a las tres de la tarde se muere el campesino enfermo. Pensamos que al funeral seguro vendrían muchos familiares y vecinos de todas partes del lomerío como es costumbre y eso nos haría vulnerables en cuanto a controlar la situación.

«Bajé hasta la carretera donde estaba el Estado Mayor, la comandancia del Ejército Rebelde. Le pregunté a un Comandante qué hacer. Me orientaron que les dijera a los familiares que encargaran el servicio funerario y que el Ejército Rebelde lo pagaría, porque todavía en esa época se pagaba ese servicio.

«En medio del dolor la familia Labrada, así se apellidaba, se alegró y emocionó a la vez, porque eran pobres, muy pobres. Por la noche se aparecieron con el ataúd loma arriba. El velorio fue toda la noche. La gente llegaba a caballo y se llenó toda la casa y sus alrededores.

«Para atender a todos los visitantes tuvieron que matar y freír dos cochinos, porque allí lo único que había era café. A cada rato en la madrugada venía un familiar con trozos de masas de puerco para la tropa. Al otro día por la tarde fue el entierro en el poblado de La Sierrita, a más de un kilómetro de distancia. Yo fui al entierro, bajamos al occiso en la caja amarrada a unas cañas bravas. Al regreso, un hombre me detiene, era el funerario para que le firmara los comprobantes para poder cobrarle el servicio a esa familia.

«Las tres viviendas de la familia Labrada, en el lomerío de Guajimico eran casuchas construidas de piedras y barro, sin puertas ni ventanas, solo cortinas».

Con respecto a la indumentaria recuerda: «Los collares los vendían los propios campesinos y tenía un fusil M 52, mientras que en el bolso de la careta antigás guardaba mi mazo de tabacos Cazadores, que se los encargaba a los guajiros cuando iban a la tienda. En la guerra no todo el mundo tira tiros, está el cocinero, el enfermero, camillero, chofer… Andábamos con la ropa de civil, tenía dos o tres pantalones de trabajo y dos camisas. Dormíamos en hamacas.

«En la guerra pasa de todo, soldados que se quedan dormidos en la posta como una vez que le quité el fusil a la posta dormida y se vino a enterar al otro día; o cuando regresó un soldado de la guardia y vino sin el fusil, que luego no lo encontrábamos entre la maleza.

«En las lomas de Guajimico estuvimos un mes. Después nos trasladaron en camiones para la zona de Rancho Consuelo, cerca de Trinidad, donde nos dieron una ración de alimentos. Dormimos la primera noche y al otro día salimos en horas de la tarde.

«Subíamos lomas de difícil acceso, llegamos casi de noche al sitio donde nos quedaríamos. Ya se nos había acabado el agua y entonces, muertos de sed, alguien se encuentra un charquito de agua en una laja de roca, y eso fue un hecho bendecido. También encontramos una pequeña siembra de caña y le metimos mano. Era la zona de Topes de Collantes.

«Nos ordenaron que no nos moviéramos de ese lugar, teníamos que resistir hasta que el cerco concluyera. Un día un miliciano logró capturar un verraco, y antes de que se muriera le cortaron los testículos para que no apestara, la suerte que había muchas jutías silvestres; luego encontramos unos manantiales.

«A los siete días bajamos. Nos dieron de comida arroz y bistec de res en salsa, y cuando oscureció nadie estaba en las hamacas, todos tenían diarreas. Aquello se puso feo, la madrugada entera todos con diarreas. Al amanecer nos montaron en los camiones, a cada rato la caravana paraba y decenas de milicianos se tiraban para los herbazales y montes. No quedaba nadie encima de los camiones.

«Pasamos Trinidad, llegamos al poblado de Condado y luego a Méyer, donde recibimos atención médica y nos dieron un día de descanso debido a lo débiles que estábamos. Al otro día avanzamos como parte de un cerco. En Méyer permanecimos hasta finales de marzo. Después supimos que se trataba de la Operación Jaula, con la cual se capturarían los bandidos y desarticularían las bandas en el Escambray.

«De pronto nos levantaron, todos de lo más contentos, pero cuando llegamos a Amarillas, en Calimete, habían alzados en un monte, y nos ordenaron peinar ese campo. Recuerdo que encontré un caldero enorme con arroz acabado de cocinar en el centro de un montecito de marabú; los rodeamos y los capturamos a todos.

« Allí uno no se podía acobardar y si a veces aprecié a algunos medio acobardados, lo cierto es que de mi compañía nadie se rajó».

EL PELIGRO ACECHABA

«En enero de 1961 fui acuartelado para recibir preparación militar y atención médica para participar en la limpia del Escambray como jefe del pelotón 4, de la tercera compañía del Batallón 203, que estaba bajo el mando de Nicolás Aragón. El 8 de febrero salimos en camiones hasta un lugar conocido como Guajimico, donde nos concentraron y al otro día nos ubicamos a una distancia de cinco kilómetros de un lugar conocido como Loma Boba, para colocar una escuadra en la casa de un campesino y otra en una vaquería, por un período de un mes aproximadamente», cuenta Julio García Díaz.

«Después nos trasladamos para la zona de Rancho Consuelo. Al otro día nos entregaron una pequeña ración de alimentos consistente en una lata de leche, una de salchicha y un bollo de chocolate, para resistir siete días en los montes de Topes de Collantes», cuenta Julio.

«La situación era difícil, la irregularidad del terreno y la copiosidad de la vegetación obstruían la visibilidad, por lo que había que andar con mucha cautela, porque el peligro siempre acechaba.

«Fuimos para Méyer y con mi pelotón peinamos la zona de la finca Lumbre. En ese lugar entablamos combate con parte del grupo del cabecilla Osvaldo Ramírez, tomándole siete prisioneros, entre ellos uno de sus capitanes. Todos estos prisioneros, sus pertenencias y un fusil M1 lo entregamos al Comandante Juan Almeida en la jefatura de Méyer, en marzo de 1961.

«De ese lugar nos trasladamos para la zona de Amarillas, donde permanecí por espacio de una semana peinando potreros, era peligroso porque los alzados se acostaban en la hierba para ver el movimiento de los milicianos, había que sacarlos a base de candela».

Estos hombres reiteran que proceden de una familia humilde y defensora de las conquistas revolucionarias, encabezada por sus padres Ramona y Anselmo, y seguidos por sus siete hijos: Julio, Arturo, Enma, Elio y Pedro Osvaldo, además de Emilio y Roberto, que eran choferes y en sus camiones transportaban a los combatientes.

Ambos hermanos, Julio y Elio, participaron en la gesta de Girón, y ostentan con orgullo varias condecoraciones, pero entre sus reliquias más queridas guardan con celo la de Combatiente de la Lucha Contra Bandidos.

Pie de foto: Ramona ubicada al centro; rodeada por sus nietas Julita, Caridad y Vilma, las hijas de mi tío Julio, con su esposa Caridad Moreno. A su derecha están Julio, de pie, Elio, agachado, y Arturo es el primero sentado con camisa a cuadros.

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