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Los cuentos de Casal

Este fragmento de cuento forma parte del libro Ámbito de Hipermestra, que obtuvo, recientemente el Premio de la Crítica Literaria 2006

Autor:

Juventud Rebelde

A comienzos de la primavera de 2003 me encontré casualmente con una antigua amiga que hacía años no veía —en realidad, muchos años, desde las aulas universitarias— y que ahora ha llegado a dirigir una editorial. Conversando acerca de los insólitos avatares de un editor, me contaba esto:

Un día, a principios de año, al llegar a su oficina temprano en la mañana, encontró, como de costumbre, esa elevada torre de originales que alguien —casi siempre los propios autores— habría traído con vistas a valorar para su posible publicación. Mirando al azar entre los legajos, llamó su atención un grupo de papeles mal sujetos por una vieja presilla de muelle, como las que usan todavía los despedidores de las terminales de ómnibus urbanos para anotar quién sabe qué preciosos datos sobre los horarios de salida y entrada de los vehículos. Estaban mecanografiados: alguien se había sentado en una vieja máquina de escribir y había dactilografiado —pero ¿todavía existe esa palabra?— las minuciosas cuartillas de papel larguísimo, un poco amarillento en los bordes, y las habían cosido por el margen izquierdo con un grueso cordel marrón. Sobre la portada de cartulina casi blanca, una flamante pegatina verde decía: «Dulce: aquí te dejo estos inéditos de Casal de los que te hablé. Como este año se cumplen aniversarios redondos de nacimiento y muerte, me imagino que te convenga publicarlos ya», y una firma ininteligible.

Mi amiga encontró algunas incongruencias en la nota: no recordaba haber hablado con nadie acerca de inéditos de Casal, la vetusta ancianidad de los papeles contrastaba con la radiante juventud de la pegatina que los acompañaba.

Me dice que estuvo indagando. Me dice que no hay manera de saber quién dejó aquello allí. Me dice —y la noto ya un poco exaltada— que ella no se llama Dulce y que la única Dulce que halló en otra editorial se niega absolutamente a recibir aquellos apócrifos —se atrevió a llamarlos apócrifos, me dice— e incluso llegó a insinuar que esa broma de mal gusto partía de mi amiga. «Estás exagerando», le dijo.

Un editor es esa persona que se pasa la vida diciéndoles a los autores que su texto no es publicable pero que sueña con encontrar, alguna vez, un libro genial, descubrir un autor de excepción, editar el libro del siglo. Y ella es una editora seria. No es amiga de bromas; menos, con la literatura cubana; menos, con Casal. Por otra parte, si ella fuera a inventarse un apócrifo, me dice, inventaría algo verosímil, algo que la gente pudiera creerse y no esos cuentos que Casal nunca escribió, porque todo el mundo sabe que Casal no escribió cuentos, salvo las dos o tres crónicas a las que pudiera concedérseles un cierto carácter fabular, muy difuminado, pero cuentos, me dice, lo que se dice cuentos...

Y luego, me dice, serían cuentos realistas, de ese realismo finisecular de La casa del poeta, o naturalistas, como Tristeza del alcohol, o relatos románticos y lacrimógenos como Una madre, o pesimistas e ingenuos como El primer pesar, y no estas historias absurdas, paródicas, minimalistas, y extrae de su portafolios una carpeta, y de la carpeta un sobre y del sobre un file, y del file unos papeles mal sujetos por una presilla de muelle.

—Léetelos y después me dices. —Me dio un beso en cada mejilla, saltó sobre el ómnibus que ya casi arrancaba y me dejó plantada en la acera con estos papeles que yacen todavía sobre mi mesa de trabajo y que nunca llegué a destruir.

Debería hacerlo ahora. No encuentro otra manera de librarme de ellos y, mientras los conserve, voy a pasarme la vida preguntándome si en verdad son apócrifos; si será remotamente posible que Casal escribiera algo así y, en todo caso, cómo podrían autenticarse, porque son papeles viejos, pero no tan viejos, no tienen ni medio siglo; o, aceptado su carácter apócrifo, quién dedicó su tiempo a esa broma estúpida; y quién es Dulce; y por qué mi amiga no responde al teléfono, no me recibe en su oficina, evade la conversación sobre el asunto, como si yo estuviera hablando de algo incomprensible para ella, y sonríe, satisfecha seguramente de haber salido de esos papeles, de haber descargado esa horrible responsabilidad en otro —en mí—, y me dice deberías teclear esa novela y traérmela bien impresa, y me asegura que está interesadísima en leer «mi historia», y regresa a esa reunión tan importante de la que salió un minuto, solo un minuto, porque a mí ella no puede dejarme esperando allá afuera, imagínate...

Son doce cuentos, o como quiera que se llamen esos textos donde alguien se anima a contar en unas pocas páginas una historia más o menos hilvanada y coherente. En las primeras hojas encontré, por supuesto, los relatos que Casal solía publicar en La Habana Elegante y que dejan sentir al lector, casi físicamente, ese tránsito del romanticismo al modernismo, esa mezcla de ingenua sensiblería con brillante frivolidad por donde transitan El velo y Los funerales de una cortesana; también estaba aquel capitulillo de folletín, titulado El viaje a Venecia, que apareció originalmente a comienzos de septiembre de 1886 en El Fígaro; y, desde luego, esos relatos un poco truculentos, de gusto naturalista, como El hombre de las muletas de níquel y El amante de las torturas.

Llegué a pensar, al principio, que mi amiga desesperaba por poca cosa. Casi ninguno era un cuento propiamente dicho, eran artículos, crónicas, pequeños ensayos de reflexión filosófico-moral con un pretexto fabular, a veces más acentuado. Nada para alarmarse. Claro que no eran inéditos, se conocieron en su día en las principales publicaciones de la época y luego se recogieron alguna vez, especialmente en la Edición del Centenario de las Prosas de Casal.

Pero ya hacia el final del legajo hallé tres historias diferentes. No se apartaban en principio de esas crónicas de corte biográfico con que el poeta rellenaba apresuradamente los pliegos que le daban de comer. Algo, sin embargo, desentonaba. Uno de ellos —doce cuartillas, en la apretada letra de una Remington, con casi sesenta líneas ominosamente acumuladas en cada página— contaba una extraña historia de amor. Se trataba de una aventura galante del conde de Santovenia, que ya había referido —recordé— en la croniquilla Los antiguos nobles en el extranjero. Pero en aquella ocasión Casal había relatado apresuradamente el viaje de estudios del joven conde, su estancia en el colegio de Windsor, su traslado a París, su intensa vida galante, su encuentro con la Argentina, cortesana de moda en el París de entonces, la precipitada fuga de los tórtolos, el retorno del hijo pródigo al seno familiar, un segundo encuentro con la bella perdida, el viaje de los amantes a Suiza, su desapego final y la definitiva recuperación del conde para su familia y para la sociedad a la que pertenecía a través del conveniente matrimonio con la hija de los duques de la Torre.

En el artículo se notaba —es verdad— una sutil ironía en la parca enunciación de la historia con final feliz, pero en el extenso relato que tengo ahora ante mis ojos Casal insiste en los detalles. Al comienzo parece una de esas historias frívolas cuyo punto de atracción es aquel despliegue de lujo verbal con que los modernistas llegaron a hastiar la literatura. La noche de París, sus luces como joyas en el terciopelo del cielo nocturno, la púrpura y el oro en el teatro iluminado, las perlas, el nácar, los rubíes, el ébano y el sándalo en los colores y perfumes de la cortesana, todo lo que uno espera encontrar en un texto modernista y que ha leído en Prosas Profanas y en Ismaelillo, me llevaron a pensar en un ejercicio quizá realmente casaliano, quizá inédito.

Poco a poco se desvanecía esa ilusión. Insensiblemente el lenguaje se endurecía, el relato perdía en laboriosas descripciones lo que ganaba en densidad de la atmósfera y en intensidad dramática. El primer encuentro amoroso se encarnizaba en detalles donde el idioma dejaba de precisar sus adjetivos, sus sustantivos más sonoros y enjoyados, para encenagarse en verbos de acción, adverbios bestiales, hasta que el lector más entrenado deja de pensar en el lenguaje, se absorbe en la sucesión de los eventos que conforman un encuentro erótico explícito, configurado en violentas imágenes, donde el silencio de los amantes pesa sobre el vientre del que lee. A partir de entonces, la trama avanza hacia zonas de extraviadas pasiones que no se describen, porque son de aquellas que no suelen tolerar una traducción verbal. Solo es posible conjeturarlas a partir de los hechos, descritos de manera minuciosa, impersonal, descarnada: profundo sadismo, antropofagia, dependencia de dos personas que han descubierto en sí mismos y en la pareja un abismo que no conocían, pero que los fascina en su profundidad. El primer encuentro con la primorosa duquesita de la Torre viene a ser el resultado de un primer choque con el horror: casi al borde de la muerte por asfixia, en medio de un profundo trance erótico, la Argentina abandona al maltrecho conde de Santovenia, que es rescatado entonces por su familia. Conocer a la joven, seducirla, imaginarla azotada, transfigurada por el dolor y el placer, soñar su piel blanquísima atravesada por las profundas estrías del cuero y el metal, temer por ella que, en su inocencia, se entregaba confiada a un amor imposible, ver de nuevo a la fatídica mujer que le enseñó los impensables goces del dolor, abandonar de nuevo a la familia y al mundo, y hundirse otra vez en los placeres prohibidos: todo en apenas dos páginas, para retomar la secuencia de escenas de la más furiosa entrega a las violencias del sexo extremo. Después, el deceso de la cortesana que fue capaz de elegir una muerte gozosa, y el retorno definitivo del Conde a la vida cotidiana. En un párrafo final que regresa al vocabulario del lujo para presentar a la feliz pareja en el teatro, la joven y bella duquesa de la Torre, con los ojos auroleados por anchas ojeras de color violeta, ya para subir al coche que la llevará de regreso a casa, levanta el vuelo de encajes de su sobrefalda y muestra el pie mínimo, primorosamente calzado con un botín negro y, sobre el borde superior del zapato, la carne blanca de la pantorrilla cruzada de finas líneas de púrpura que se cubren enseguida con la súbita caída de los encajes sobre el botín.

La pálida referencia a los placeres del dolor en el conocido relato de Casal El amante de las torturas no anuncia ni por asomo los excesos —y las excelencias— de Los placeres del conde, que no he hallado en ninguna publicación de la época y que solo aparece referido en un informe de rastreo bibliográfico, fechado en 1989, que pude encontrar entre la papelería de desecho del Instituto de Literatura y Lingüística con la borrosa firma de Alberto G.

*Mercedes Melo (La Habana, 1956). Licenciada en Filología por la Universidad de La Habana. Investigadora, narradora y ensayista. Obtuvo el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba en 2002 y el Premio Luis Felipe Rodríguez (UNEAC) en el 2005.

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