Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El chino Luis

Se sentaba detrás del mostrador, acomodado en su viejo taburete,y se ponía a leer el periódico, de grandes caracteres asiáticos, entrecerrando aún más sus pequeños ojos rasgados

Autor:

Enrique Núñez Rodríguez

Tenía su puesto de frutas frente a mi vieja casa de madera.  No sé cuándo lo vi por primera vez, aunque debe haber estado allí, leyendo el periódico de su país, desde mucho antes de que yo naciera. Quizás desde siempre. Por largo que parezca ese lapso.

Se llamaba Luis. El chino Luis, sin ningún otro apellido conocido:

—Pellido, ¿pa´qué? Gente no entiende pellido chino.

Se sentaba detrás del mostrador, acomodado en su viejo taburete, y se ponía a leer el periódico, de grandes caracteres asiáticos, entrecerrando aún más sus pequeños ojos rasgados.

Su establecimiento olía a platanitos maduros y a calabacitas chinas. Nunca lo vi levantarse del taburete. Cuando llegaba un cliente y solicitaba un centavo de platanitos, no alzaba la vista y se limitaba a rezongar:

—Coge tú mijmo. Deja dinelo mostlaló.

Y seguía leyendo.

En los días difíciles del machadato nadie entraba a comprar. Pero jamás lo oí quejarse de la situación. En realidad nunca lo oí quejarse de nada.

Terminé la escuela primaria, la secundaria, el bachillerato y, siempre que pasaba, veía a Luis leyendo el periódico chino con sus ojillos entrecerrados y somnolientos.

Cuando iba de vacaciones, estando ya en la universidad, lo encontraba sentado en su taburete de siempre y me parecía observar, en sus labios, una    especie de sonrisa lejana y amable que yo interpretaba como su silencioso saludo. Un día me atreví a preguntarle cómo iba el negocio, me contestó:

—Bien. Muy bien. Nadie compla ná. Mejol pa’mí.

Y me dijo que cogiera una calabacita china, como cuando yo era niño y él se hacía el bobo, mientras yo se la robaba.

Aquella mañana de agosto de 1951 el taburete amaneció vacío. Lo encontraron muerto entre las ristras de ajos y racimos de plátanos manzanos, acostado en su catre de loneta. Sobre el pecho un ejemplar de un periódico cantonés fechado en 1920. El único periódico que se encontró entre sus escasas pertenencias. El mismo que leía día tras día, desde que le conocí.

Alguien echó a rodar, después, la leyenda de que había muerto mientras regresaba, en sueños, a su aldea natal de Cantón, donde lo esperaba, para casarse con él, la novia que dejó al partir.

La novia que nadie le conoció.

Claro que eran puras invenciones de la gente. Porque Luis pasó del sueño a la muerte, víctima de un infarto masivo, según me dijo el médico del pueblo. ¿Cómo se iba a saber con qué soñaba?

Con el tiempo he pensado que aquella leyenda pudo ser cierta, porque en vida jamás le había visto en el rostro la dulce sonrisa que le dibujó la muerte.

Luis no lo sabrá nunca, pero desde entonces, yo he deseado vivir como él.

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