Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Y Moldova se quedó sin colores

Autor:

Luis Luque Álvarez

Las «revoluciones de colores» florecieron en los últimos años en Europa oriental. En Ucrania, por ejemplo, la «Revolución Naranja» logró aupar a la presidencia en 2005 a Víctor Yuschenko (favorito de la Unión Europea y Estados Unidos), y en Georgia, mediante la «Revolución de la Rosa» en 2003, el ex canciller soviético Eduard Shevardnadze cedió ante el empuje de Mijaíl Shaakashvili, un egresado de universidades de Nueva York y Washington, al que la oposición hoy le quiere dar una cucharada de la misma sopa.

Por estos días, otro país de esa área geográfica tan dada a «cambios pacíficos», ocupa a los diarios. Es la República de Moldova, un pequeño Estado que otrora perteneció a la Unión Soviética. Y tiene elementos en común con las situaciones de los países mencionados: unas elecciones, una oposición que no acepta los resultados y que incita a la gente a protestar, bajo el aristotélico precepto de que «quien empuja no se da golpes», y alguna que otra manito extranjera, para que la «revolución» fructifique...

Pero será interesante conocer algunos datos del país, para ilustrar mejor los hechos. Moldova es un territorio de apenas 33 800 kilómetros cuadrados, atrapado entre Rumania y Ucrania. De sus 4,5 millones de habitantes, al menos un tercio tiene ascendencia rumana, y es visible la influencia cultural de esa nación (el rumano es la lengua de mayor uso, por ejemplo), a la que estuvo unida hasta 1940.

En términos económicos, Moldova es considerado el país más pobre de Europa. La desintegración de la Unión Soviética la sumió en una profunda crisis. Solo en los últimos años, la gestión gubernamental incidió positivamente en la calidad de vida de la población. Así, si en 2001 el 67,8 por ciento estaba bajo el nivel de pobreza, dicho índice se redujo hasta el 29,1 por ciento en 2006. A partir de dicho año, la conjunción de condiciones climáticas desfavorables (el país exporta productos agrícolas, en especial vino), los límites al acceso a varios mercados, y el aumento de los precios de la energía, derivaron en declive económico, si bien el gobierno del presidente Vladimir Voronin hace gala de una mejor preparación para atenuar el impacto de la crisis en los sectores más humildes.

Otro elemento de interés en el caso moldavo se llama Transdnitria, un territorio al este del río Dniéster, habitado principalmente por minorías rusas y ucranianas, que desde principios de los años 90, temerosas de una potencial anexión de Moldova a Rumania, decidieron desligarse de Chisinau (la capital moldava, sede del poder central) y correr por cuenta propia. A la guerra que siguió, le sobrevino una paz crítica, pues ni Transdnitria ha restaurado nexos con el pequeño país, ni la comunidad internacional la reconoce como entidad autónoma, ni se ha hallado una solución para regresar a Moscú un voluminoso arsenal de la época soviética que aún permanece allí.

Como se aprecia, aunque diminuta, Moldova tiene todos los ingredientes para ser un polvorín, entre una Ucrania que quiere ingresar en la OTAN pese a la oposición rusa, una Rumania que alberga bases de la Alianza y de EE.UU., y en la que la «nostalgia» de la época en que ambos países eran uno, ha llevado al gobierno a distribuirles pasaportes rumanos a más de 100 000 moldavos, y por último, un trozo de territorio regido por simpatizantes de Moscú, con el eco aún vibrante de dos repúblicas autónomas (Abjasia y Osetia del Sur) que declararon su independencia de Georgia y fueron reconocidas por Rusia.

Sin embargo, hay una paz que parece molestar a algunos. ¿Cómo se repiten los telones «revolucionarios»? Así: la oposición, inconforme con la nueva victoria del Partido Comunista, logra que 5 000 personas —jovenzuelos en primer lugar— salgan a la calle a destrozar, a pedir la anexión a Rumania y a denunciar fraude, ¡aunque la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa haya certificado la limpieza de los comicios!

Para cerrar con broche de injerencia, la mano del más allá. Según el presidente Voronin, se cuenta con evidencias de que agentes rumanos agregaron leña al fuego de las manifestaciones en Chisinau. Por ello expulsó al embajador rumano, y Bucarest reciprocó la medida.

Claro, a este ajo le falta un diente. Según anota el periodista estadounidense Daniel McAdam en el blog LewRockwell.com, fue curioso ver a muchísimos jóvenes manifestantes armados de iPods, modernos aparatos de telecomunicaciones empleados para convocar a la turba, los cuales, con los bajos salarios moldavos, serían un lujo para cualquier nativo. Atando cabos —y ahí viene el diente— se llega a la «generosidad» de la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo (USAID), que según su propia página web, aplica en ese país programas para «entrenar» a las «comunidades» en cuestiones tecnológicas, así como en «movilizarse, abogar por cambios y pedir cuentas al gobierno».

Pero los días han pasado y la calma regresa. No se produjo la colorida «revolución» y la Corte Constitucional lo único que ha ordenado es, no repetir elecciones, como desea la oposición liberal, sino recontar los votos.

Mientras, a algunos con poder e influencia les sería saludable meditar si, después de Kosovo, Osetia del Sur y Abjasia, vale la pena estar prendiendo chispas en el pajar del este europeo...

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