Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

René González tiene dos novias

Autor:

José Aurelio Paz

Este podría ser un gran titular para los medios del corazón que hacen del chisme toda una pirotecnia de la espectacularidad fatua. Que el héroe de la República de Cuba y uno de los cinco cubanos presos injustamente en cárceles norteamericanas ande con dos novias del brazo y no se esconda, podría ser noticia de primera plana en cualquiera de esos diarios que, a dentelladas mediáticas, han tratado de ocultar la verdad de la causa y la lucha antiterrorista de estos hombres quienes, tras las frías y duras rejas del imperio, han sabido ser la indoblegable Cuba resumida en cinco sencillas vidas, en cinco puntas de una estrella que pone alma a la fidelidad de un pueblo.

El lugar donde mi cámara lo atrapó en sus ternuras no era un rincón oscuro, sino un salón tremendamente iluminado. Mas, cuando entró él con sus dos quereres, aquellos cientos de bombillas quedaron ciegas. La luminosidad de la felicidad que lo embarga, junto a sus dos mujeres, se trasmuta en un raro resplandor que no hay palabras que puedan describirlo. Solo se siente y cala hondo en quienes le admiramos.

De un lado Olga, la fiel esposa que ya no lleva en su rostro la huella de la angustia que tanto me dolió la primera vez en que, frente a frente, durante una entrevista, su mano con mi mano, en un leve estrechón, era frío mármol herido por la impotencia. Del otro, Irma, su madre, quien desde el silencio de esa sencillez que siempre la ha adornado, de poquísimas palabras quizá porque la voz se le hacía un nudo marinero, visiblemente emocionada, sana ahora, con el reencuentro, la llaga con que el vil yanqui la marcó para siempre.

No era un acto oficial. Era simplemente un encuentro con amigos que, desde una confesión de fe ecuménica, acompañaron y acompañan, con sus oraciones y acciones solidarias, a estas familias que sufren. La radiante cara de los tres era el brillo del diamante que, tras la angustia de la talla, esparce sus destellos. Sentados, René sostenía, con igual de pasión, la mano de ambas novias. Las miraba, a una y a otra, como queriendo saber que no soñaba, que estaba allí después de tanto encierro, que el sueño recurrente del encuentro con sus seres queridos y con su pueblo, el cual tantas veces lo despertó desde la cárcel con un sabor amargo en la boca, ahora era cierto.

Soñar es un recurso de supervivencia. Contó que la misma pesadilla le acosó por 15 años; estaba en Cuba, caminaba sus calles, cuando una voz le decía que no, que era mentira. O creía amanecer en su cama, abrazado a Olga, y al abrir los ojos tenía ante sí solo la fría celda con su reja. «Y no podemos olvidar, que nuestros cuatro hermanos están pasando por lo mismo. Es por eso que la lucha continúa», dijo con un tono de cuarteada joya, mientras el rostro de la patria, en las madres de sus compañeros —aún presos— que lo acompañaban, dejaba escapar una lágrima de dolor y de rabia.

Sentí que René me abrazaba como al hermano que descubre, y guardo solo una pregunta para la entrevista prometida —a riesgo de que me la plagien los colegas— cuando venga a provincia: cómo fue esa primera mañana en que amaneció en su cuarto de La Habana, en que estiró una mano y supo que Olga no era un espejismo, que estaba allí, tan palpable y pura como las sábanas, deshaciéndose en hilillos de ternura que bordaban el lienzo con un olor a gloria indescifrable. O a qué le supo ese primer buchito de café hecho por su gran amor, cuando al vaciar la taza que le entregaran las temblorosas manos de Irma, a contraluz descubriera, en la porcelana, un corazón recuperado del naufragio.

Esa noche el héroe, tan humano, tangible y sencillo, dejó en nosotros la evidencia de que el amor, a pesar de las distancias, puede ser un viaje a las esencias, una transfusión del espíritu acercándote a casa; esa que no solo son las paredes y el techo, sino el regazo maternal o los indetenibles pechos de la amada, la rebelde algarabía de los hijos y hasta el retoñar de un nieto; el bullicio de las calles en Diez de Octubre o en el Cerro; el Cristo de La Habana admirado ante el barroquismo de un Portocarrero en lontananza, pintado por profusión de balcones, cornisas y balaustradas que el tiempo entinta de grises; el abrazo en cada esquina; el malecón poseído por las olas.

Terminado el encuentro las luces del salón quedaron mudas. En el aire aún vibraba la magnitud del aplauso. Su perfil leonino, con ojos como el mar de La Habana, y sus palabras que nos llevábamos todos, eran el mejor regalo de la noche: «Volcaron en nosotros todo su odio, pero hemos vivido el martirio gozosos, porque lo que sí no han podido encerrarnos es el espíritu».

Se fue René con sus dos novias Rampa abajo, mientras le envidiaba yo, sanamente, el vivir con tanto amor a pesar de los grilletes rotos, y me quedaba con una imagen que ahora es mía; su mano izquierda, apretando la de Olga en conexión infinita que puso a prueba la dureza del metal del amor sobre la fragua. La de su madre, sobre su mano derecha, una paloma acunando aún su cría, con un aire de feliz mansedumbre, que solo lo da el orgullo de tener al hijo que desde el vientre soñamos.

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