Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los amigos de verdad

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Una amiga antigua, en su lejanía, no lo supo pero se me hizo más distante, casi invisible, transparente. Quería esquivarme sus tristezas y casi de a poco, o por poco, se pierde en el camino. «No te calles», le susurré desde mis letras. Ella entendió y gritó a mis cuatro vientos su torpeza: los amigos van en todas. No hay ríos difíciles a los que no se nos invite por miedo a los naufragios.

A veces me llama hermana y yo tiemblo, porque mi hermano —el que lleva mi sangre— es uno de mis tesoros mayores. Así que su varilla es alta, mas yo quiero saltarla. Eso implica no descuidar cumpleaños, secretos compartidos, caras largas, problemas, traumas, en fin, todo lo que una amiga verdadera, que es lo mismo que una hermana buena, siempre cumpliría.

Los amigos perdonan. No juzgan, comprenden. No dan sermones, aconsejan. Pueden equivocarse, como cualquier ser humano —al menos, los normales—; pero siempre encontrarán brazos abiertos de vuelta cuando la palabra justa busque una disculpa.

Los amigos de verdad no se guardan nada, se entregan con todo a la espera de una amistad similar. Hay quien dice que los mejores amigos se encuentran en la Universidad, porque comparten convivencias, problemas, intereses comunes… Yo creo que no se hallan en un sitio prestablecido. Nada tan común como la parada de una guagua, la casualidad de una calle, las tristezas de un hospital, las alegrías de una boda… para iniciar una amistad duradera.

Porque lo que sí me ha quedado claro es que los «duros de verdad», los que soportan vendavales y terremotos emocionales, no solo te acompañan de tiendas o al café de última moda, o en el chisme personal que te ha dado por contarles ni a la fiesta o la disco, o como quieran llamarle. El bueno de corazón te conoce hasta el alma, y no has de decirle ven para que sepa que hace falta, ni has de pedirle silencio cuando solo esa persona sabe que lo único verdaderamente calmante en determinados momentos es la soledad de la palabra muda.

Ahora hay amigos por doquier. Yo misma tengo no sé cuántos cientos de desconocidos en mi perfil de Facebook. Parece una tontería y esa problemática no cabe en estas líneas. Digamos que son gajes de las tecnologías y la modernidad. Hoy se contactan personas sin mirarlas a los ojos: por correo, por chat, por teléfono…

Lo cierto es que yo tengo pocos amigos. Puedo deletrear cada uno de sus nombres sin cansarme. No presumo de ello. Ojalá en el camino de la vida aparecieran muchos más. Ojalá alguno me esté leyendo ahora. Pero esos pocos de los que me enorgullezco han estado en los mejores y peores de mis momentos, y sé que a una palabra mía correrían al teléfono o a casa, si les fuera posible, ante un pedido de auxilio.

Estoy segura de que han reído conmigo, han celebrado cada triunfo sin un dejo de comparación, han cantado mi «feliz cumpleaños» cada vez que toca y tratan de no perderse casi nada de lo que escribo.

No han estado de acuerdo siempre, mas siempre lo han dicho. Y me quieren tal cual soy, porque esta y no otra es su amiga. Porque también me entrego sin mirar lo lejos que se encuentren o las situaciones que les rodeen. Me importa siempre la calidez y la sinceridad. Por esas razones, a esos pocos los quiero «a rabiar».

Mis amigos se están yendo, rezaba una canción popular entre mi círculo de tertuliantes periodistas en ciernes de la Universidad de Oriente. Los míos no, por suerte. Los míos están creciendo. Les ha dado por parir, por hacerse másteres, doctores; por cumplir misión (bueno, esos se han ido por un tiempo); por ser jefes, médicos, diplomáticos y hasta vendedores de discos… Todos crecen, hasta los más viejos. Y yo me alegro por ellos.

De niña nunca pensé que los amigos envejecieran. Y sí caducan. Algunos hasta mueren sin morir. Se van, simplemente se van. Aunque los veamos todos los días, ya no están. Es como dice José Jorge, uno de mis amigos más pequeños (cuatro años apenas): son como «fantasmas sin poderes».

Por eso, agárrese fuerte a sus amigos. Escríbales, pregúnteles, visítelos, apapáchelos cuando lo necesiten. No se les escape ni los deje escapar, si de verdad son verdaderos.

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