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Los mitos del movimiento antivacunas

La tendencia de considerar la vacunación como un procedimiento innecesario adquiere una fuerza preocupante; instituciones sanitarias internacionales desmontan los argumentos

Autor:

Iris Oropesa Mecías

No vacunar a los hijos es la nueva moda de todo un sector de personas incrédulas hacia la ciencia. Así, de una sola vez hay que escribir ese absurdo. Si se  piensa eso dos veces, o se separa en más de una oración, la lógica no nos deja ni enunciarlo. Luego ya se puede ir por partes. ¿No vacunar a los hijos? ¿Tendencia?

Pues sí. Llegó como una minoría de personas que consideramos «medio raritas», y, como los gatos, entrecerramos los ojos esperando a que pasara el ilógico furor del grupito. Y … no pasó.

La tendencia ha ido en aumento. Por supuesto, que los movimientos de creencia popular no se tratan de un grupo de raritos, sino de actitudes humanas. Y esas son siempre contagiosas, hasta causar que la comunidad científica comience a preocuparse de veras.

Ejemplo claro fue la decisión de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de incluir la llamada «reluctancia a la vacunación», en una lista con los diez principales factores de riesgo para nuestra salud en este año.

Dime con quién andas y te diré quién eres. Junto al cambio climático, la contaminación, la resistencia a los antibióticos, la falta de atención sanitaria adecuada y el sida, aparece en la lista la tendencia a la no vacunación. El asunto no es menor que los otros: se calcula que la vacunación evita entre dos y tres millones de muertes al año y podría salvar cerca de 1,5 millones de vidas más a nivel global si la cobertura de vacunación llega a nuevas áreas.

Por eso no es exagerado que la OMS y un sinfín de instituciones sanitarias pongan hoy grandes esfuerzos y recursos en concientizar contra la peligrosa idea de no vacunar a los hijos. Desmontemos los principales mitos que hay tras esa errática tendencia.

 Las sustancias en las vacunas

La presencia de sustancias adyuvantes en las vacunas no alcanza un nivel de peligrosidad preocupante para nadie que recibe las vacunas que hasta hoy se indican en las distintas etapas de vida.

Las sales de aluminio, los adyuvantes más comunes, han sido usadas como adyuvantes de vacunación por más de 80 años, y su seguridad ha sido probada en miles de millones de dosis administradas sin consecuencias sanitarias nocivas. Por otro lado, los adyuvantes ayudan a aumentar la respuesta inmune y disminuyen la dosis de bacteria o virus inactivado.

El timerosal, un conservante que usualmente los antivacunas señalan como nocivo, es usado para evitar la contaminación por bacterias u hongos. A diferencia de lo que esgrimen los antivacunas, no contiene metil mercurio, sino etil mercurio, que se elimina en apenas siete días.

El formaldehído, el otro adyuvante usado en la fabricación de vacunas, se encuentra en ellas en cantidades tan bajas que son inferiores a las que naturalmente contiene el organismo. Para tener una idea de las bajísimas cantidades de sustancias adyuvantes en las vacunas, el sitio del Instituto de Salud Global apunta que en un día normal respiramos o ingerimos de 30 a 50 mg de aluminio, lo cual es más de 20 veces la dosis máxima permitida en una vacuna (0.85 mg).

¿Ya no las necesitamos?

Otra de las ideas erróneas que suelen compartir los antivacunas es que por la cantidad de años que llevamos inmunizándonos contra varias enfermedades ya poseemos una inmunización natural. Esto no es cierto. La propia OMS explica en su sitio digital que un solo caso es suficiente para revivir una epidemia erradicada hace siglos.

A ese riesgo se une la condición actual de un mundo demasiado conectado, donde trasladar un patógeno de un país a otro sucede en cuestión de horas. Recientemente en Estados Unidos ha habido pequeños brotes de sarampión que las autoridades sanitarias no dudan en adjudicar al impacto de las tendencias antivacunas, aunque no hay un estudio que los pueda relacionar directamente, por tratarse de un fenómeno de mentalidad social.

¿Las vacunas provocan autismo?

El origen de este mito corrió a cargo de Andrew Wakefield, quien publicó en 1998 en la prestigiosa revista The Lancet, junto a un equipo de 12 coautores un estudio en el que, supuestamente, demostraba la relación de la vacuna de la triple vírica —contra sarampión, rubeola y paperas— con la aparición de casos de autismo.

Tras esos supuestos resultados, se activó de inmediato la revisión por pares o arbitraje, el proceso por el cual diferentes autores evalúan el estudio para cerciorarse de su rigurosidad. Los resultados de esa revisión demostraron que las conclusiones de Wakefield no eran replicables, o sea, al aplicarse los mismos experimentos nunca surgieron los mismos resultados de los que hablaba Wakefield.

Para 2004, una investigación periodística reveló diversos conflictos de intereses y mala praxis por parte de Wakefield. Los coautores del estudio se retractaron en su agresión a la triple vírica.

El 28 de enero de 2010, Andrew Wakefield fue hallado culpable de 32 acusaciones, cuatro de ellas por fraude por falsear datos por interés económico y 12 cargos más por abuso de menores con autismo. Tan solo nueve días después, el 6 de febrero, The Lancet publicó el estudio retractado, y refutó así cualquier posible conexión entre las vacunas y el autismo.

Detrás de la Antivacunación

A nivel macro, y muy profundamente, como comentábamos recientemente sobre el caso de los tierraplanistas, la era de la llamada posverdad se ha caracterizado por alentar el descrédito a toda institución. Si esto generara solo movimientos artísticos poderosos, todo estaría mucho más fácil.

La OMS difunde en diversos idiomas información para desmontar los peligrosos mitos antivacunas. Foto: Tomada del sitio web de la OMS

Ubaldo Cuesta, catedrático de Sicología de la Universidad Complutense de Madrid y director de la cátedra de Comunicación y Salud, ha analizado cómo la gente se informa sobre las vacunas y ha comentado a varios medios que los antivacunas «utilizan una de las técnicas persuasivas más eficaces para la audiencia: el storytelling».

«Son las historias las que captan a las personas», explica Cuesta, quien apunta que «el lenguaje basado en la evidencia de los científicos es más difícil de entender para el gran público». Sin embargo, «es mucho más fácil seducir con la historia de la pobre niña a la que le pusieron la vacuna de la polio y le dio autismo.

«Son argumentos anecdóticos, totalmente débiles desde el punto de vista científico», explica Cuesta, «Usan la teoría del frame, en la que hay unos personajes muy marcados: unos héroes, unos villanos, un problema y una solución».

Pero a la par de estos fenómenos más neutros, o hasta positivos, la llamada posverdad ha entrañado el riesgo de la incredulidad extrema, esa que separa los ojos de lo alcanzado por el conocimiento humano como si de una leyenda se tratara.

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