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La alternativa del divorcio (I)

Aunque hay excepciones, las parejas actuales inician su relación y se casan por amor, y solo después de algún tiempo el matrimonio empieza a deteriorarse hasta llegar a un estado de infelicidad insostenible

Autores:

Mileyda Menéndez Dávila
Salvador Salazar*
Un matrimonio feliz es una larga conversación que siempre parece demasiado corta.
André Maurois

Cualquier contrato social que imponga una pobreza absoluta de sentimientos, exija coherencia total de actitudes y deseos o requiera una visión inamovible de la vida, constituye la antítesis de la naturaleza humana y no puede menos que acarrear consecuencias desastrosas.

Aun así, muchas parejas en situación de claro fracaso matrimonial diseñan consciente o inconscientemente sus estrategias de defensa, justificaciones, racionalizaciones y sublimaciones para no romper la relación, y otras culpan al destino para distanciarse de su propio conflicto o se rehúsan a cuestionar la viabilidad y suerte futura de su unión, resignadas al impacto de tal ceguera en sus vidas.

Pero usar anteojeras para eludir el pánico no hace que mejore el vínculo o desaparezca la desdicha. Por eso en el matrimonio, como en casi todos los aspectos de la vida, no existe la elección irrevocable: junto a la libertad de elegir va siempre el derecho a cambiar de parecer y a rectificar los errores del pasado.

Bajo esa premisa muchas sociedades permiten a quienes son infelices divorciarse y probar de nuevo, una lógica cuestionable para quienes creen sinceramente que facilitar el divorcio es un error, un subterfugio, una forma de transigir con la flaqueza humana… Se trata de una actitud que refleja una visión simplista de los conflictos y vicisitudes del ser humano y atropella la complejidad, el dinamismo y la relatividad de nuestra existencia.

El énfasis que hoy se le asigna a la búsqueda de la felicidad (derecho amparado incluso por la Constitución en algunos países) contribuye en cierta medida al elevado índice de divorcios de las sociedades occidentales, aun cuando las parejas solo perciben su decisión de divorciarse como el resultado de una larga lucha saturada de ambivalencia, miedo, culpabilidad y resentimiento.

Aunque hay excepciones, las parejas actuales inician su relación y se casan por amor, y solo después de algún tiempo el matrimonio empieza a deteriorarse hasta llegar a un estado de infelicidad insostenible.

Lo paradójico es que se piensa en el amor como razón primordial para el matrimonio, pero no se reconoce abiertamente su ausencia como motivo suficiente para divorciarse.

Hasta hace unos años era necesario que uno de los cónyuges demandara al otro por incumplimiento grave de las obligaciones maritales, adulterio, malos tratos o abandono del hogar, pero hoy los tribunales aceptan razones más sutiles y civilizadas como ruptura temporal de la relación, incompatibilidad de caracteres o el no desear continuar casados.

Esa creciente liberalización legal del divorcio ha contribuido al clima actual de relativa tolerancia al fenómeno como solución a los graves problemas maritales, pues mientras las parejas dichosas aportan miembros útiles a la sociedad, las desgraciadas esparcen miseria humana, odio, sufrimiento e incomprensión.

Dolor en el asfalto

Hoy se estima que uno de cada dos matrimonios en el mundo occidental está destinado al fracaso, realidad que no debería asustarnos, puesto que lo mismo pasa con otros tipos de relaciones y todos lo admitimos sin dificultad.

Una mayor tolerancia hacia el divorcio se ve en las ciudades, estrechamente relacionada con los cambios socioeconómicos y culturales característicos de esas urbes. De hecho, algunos matrimonios rurales que empiezan a desintegrarse se mudan a la ciudad para pasar inadvertidos, compartir su situación con otras parejas y, en caso de optar por la ruptura, encontrar más aceptación y oportunidad de trabajo, independencia y vida social.

Aun así, la disolución del matrimonio es una de las experiencias más profundas y traumáticas que pueden sufrir los seres humanos, pues además de las implicaciones sociales (y a veces religiosas), es un proceso personal muy doloroso.

Tanto es así que muchos expertos utilizan el índice de divorcios del país para planificar servicios de salud pública, pues las personas en ese trance sufren más hipertensión, dificultades estomacales, ansiedad, alcoholismo o depresión, y por tanto consumen más antidepresivos, tabletas para dormir y fármacos para aliviar la angustia que cualquier otro grupo poblacional.

Pero aunque el divorcio tiene muchos elementos de tragedia, el sufrimiento que provoca a menudo es un signo de supervivencia, de autorrealización y crecimiento vital: Un desafío a la impotencia, la desesperanza y la apatía.

Estudios muy recientes señalan que la mayoría de las personas divorciadas se recuperan y con el tiempo terminan considerando su decisión como la más acertada.

Por eso declaran sentirse como si hubieran vuelto a nacer y muestran el orgullo de transformar una derrota en victoria. La mayoría incluso sueña con volver al paraíso del matrimonio del que escaparon o fueron expulsados; y en efecto: la mayor parte se vuelve a casar.

¿Remedio o enfermedad?

Mucho tiempo atrás, durante el reinado de un monarca en la India, 2 000 parejas se divorciaron de mutuo acuerdo ante el juez. Al enterarse el rey se indignó de tal manera que inmediatamente abolió el privilegio del divorcio en el reino. Durante el año siguiente, el número de casamientos disminuyó en unos 3 000, se registraron unos 7 000 casos más de adulterio, 300 mujeres fueron quemadas vivas por envenenar a sus maridos, cien hombres fueron ejecutados por asesinar a sus esposas y la cuantía de muebles y enseres destruidos en los hogares alcanzó los tres millones de rupias. Al ser informado de lo ocurrido, el rey restableció de inmediato el derecho al divorcio. (Leyenda popular india, enviada por un lector.)

*Especialista en Psicología de la Salud. Centro Comunitario de Salud Mental, Arroyo Naranjo.

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