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Origen, agonía y muerte del tranvía

¿Por qué desaparecieron los tranvías? ¿Qué justificó la sustitución de aquellas carrozas lentas y democráticas, como las definió el poeta Nicolás Guillén, por ómnibus a los que los habaneros llamamos «las enfermeras»? ¿Dónde fueron a parar los vetustos carritos?

Una lenta agonía precedió a la desaparición de ese medio de transporte. Guillén aludió a la «parálisis progresiva del tranvía» porque los carros y la infraestructura se fueron deteriorando sin que la Havana Electric, la compañía que los operaba, acometiera las inversiones imprescindibles para salvarlos. Todo obedecía a un turbio negocio, que enriqueció a los grandes propietarios de la compañía y arruinó a los pequeños accionistas, encaminado a dar entrada a la empresa de los Autobuses Modernos S.A., que trajo las aludidas «enfermeras», ómnibus de fabricación inglesa, remanentes de la II Guerra Mundial, pintados de blanco.

A comienzos de la década de los 30 la prensa cubana se inundaba de anuncios como este: «Mande a sus hijos a la escuela en tranvía; llegarán seguros». Y a decir verdad, ese medio de transporte garantizaba entonces un viaje cómodo y feliz. Era el tranvía, añadía Guillén en una de sus crónicas, el vehículo ideal para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente, el pensionado civil, el jugador de ajedrez… Precisaba el autor de Sóngoro cosongo, que fue uno de nuestros grandes periodistas: «Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divagación sobre temas no urgidos de resolución inmediata… Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático, y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino».

El servicio tranviario empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que lo operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso, la recaudación sobrepasó los siete millones.

¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: «Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana».

La cucaracha

El transporte público en La Habana comenzó con vehículos de tracción animal. Se trataba de los coches de alquiler y, a partir de 1859, de lentas «guaguas» tiradas por mulos. Pero ya a finales del siglo XIX comenzó a circular la célebre «cucaracha», maquinita de cajón, como se le llamaba, movida por vapor. Operaba entonces el servicio, como una concesión del Gobierno español, la Empresa de Ferrocarril Urbano y de Ómnibus de La Habana, pero al acercarse el fin de la soberanía de España en Cuba, la junta de accionistas de dicha entidad acordó ceder sus derechos. Es entonces que aparece en escena un personaje curiosísimo y digno de investigación, Tiburcio Pérez Castañeda.

Había nacido en Pinar del Río, en 1869, y estudió Derecho en la Universidad de Barcelona, y Medicina en las de La Habana y París. Se especializó como cirujano en Gran Bretaña y se desempeñó como profesor de Medicina Legal en nuestra casa de altos estudios. Miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, fue médico militar honorario de los ejércitos del zar de todas las Rusias y médico ad honorem del rey de Inglaterra, mientras que en Francia lo hacían Caballero de la Legión de Honor, el zar le concedía la Gran Cruz Imperial de San Estanislao y ocupaba en España, por las regiones de Huesca y Burgos, un escaño como senador del Reino. Alfonso XIII, en 1927, le conferiría el marquesado de Taironas, que quedó vacante a su muerte, en La Habana, en 1939.

Títulos aparte, don Tiburcio era una fiera para el dinero, y desconfiado como él solo, apenas disfrutó de la concesión en el manejo de los ómnibus urbanos habaneros. La vendió, antes de la ocupación militar norteamericana, a intereses canadienses que constituyeron la Havana Electric Railway Co., traspaso que sirvió a su vez para ponerla, con el tiempo, en manos de la Havana Electric Railway, Light and Power Company, empresa incorporada al estado de New Jersey, que controlaría no solo los tranvías, sino también el servicio de alumbrado eléctrico y de fuerza motriz y la fabricación y distribución del gas artificial en La Habana y sus suburbios. El primer tranvía eléctrico circuló en esta capital en 1901.

Steinhart

Alemán de origen, pero nacionalizado norteamericano, Frank Steinhart llegó a Cuba como parte del ejército de ocupación y se quedó cuando las tropas interventoras salieron de la Isla. Durante 1902 y 1903 actuó aquí como representante del Departamento de Guerra de su país y tuvo en custodia los archivos del Gobierno interventor. Desde esos puestos usurpó las principales funciones del cónsul general norteamericano en Cuba, pues el presidente Estrada Palma lo prefería a este para tratar los asuntos concernientes a las relaciones con EE.UU. Así se calzó en propiedad el consulado general, que desempeñó hasta 1907. Sus funciones le valieron un sinnúmero de relaciones personales valiosas en la Isla.

Se dice que los socios norteamericanos de la Havana Electric Railway Co. se quejaron al cónsul de su país del manejo que la parte canadiense de la empresa hacía de los títulos de propiedad. Steinhart trasladó la queja al presidente de la compañía, radicado en Montreal, y este, despectivamente, le contestó que cuando él (Steinhart) fuera el accionista mayoritario y ocupase la dirección, podría administrarla a su antojo.

Steinhart vio esas palabras como un reto y sin pensarlo apenas trazó su estrategia para adquirirla. Visitó a importantes banqueros norteamericanos en busca de préstamos. No se los dieron, y a los que le sugirieron que desistiera de ese propósito les ripostó que requería de dinero y no de consejos. Necesitaba 750 000 dólares para acaparar la mayoría de las acciones y derribar a la junta directiva en la asamblea de 1907. Resolvería su problema con el Arzobispo de Nueva York, que adquirió un millón de dólares en acciones de 85 y al cinco por ciento con la garantía de que en un año Steinhart se las compraría a 90, lo que hizo, en efecto.

El dictador Machado, en tratos con la llamada Compañía Cubana de Electricidad, a la que autorizó a operar en Cuba, y en complicidad con Steinhart, hizo que la Havana Electric traspasara a la nueva empresa el monopolio de la generación de electricidad y de fabricación y distribución de gas. El ex cónsul y sus principales asociados se beneficiaron con el negocio, no así la mayor parte de los accionistas cubanos y españoles, que vieron cómo a partir de ese momento su entidad debía comenzar a pagar la electricidad que movía a los tranvías y adquiría una deuda millonaria.

El último viaje

Fue el comienzo del fin. Apenas hubo ya inversiones nuevas en la Havana Electric. Steinhart hijo, al asumir la dirección de la empresa, no le insufló el soplo de juventud que de él se esperaba. Más que nada, la ayudó a morir. En una hábil maniobra financiera barrió a los pequeños accionistas y liquidó la empresa en condiciones que lo favorecían tanto a él como a la Electric Bond & Share. La quiebra técnica de la Havana Electric era un hecho. El traspaso, durante el Gobierno del doctor Carlos Prío, de la concesión del transporte urbano habanero a la empresa de los Autobuses Modernos, dio el puntillazo a los tranvías.

Dice el doctor Manuel López Martínez que a las 12:08 del martes 29 de abril de 1952, hizo su entrada para siempre en el paradero de Príncipe el P2, número 388, último tranvía que circuló por las barriadas habaneras, en su postrer viaje de regreso. Había salido a las 11:22 de la noche anterior para cumplir su itinerario de siempre. El despedidor, Guillermo Ferreiro, con más de 30 años de servicio, ordenó la salida con algo de nostalgia. Cuando el motorista J. Amoedo y el conductor M. Rey, alias Serrucho, recibieron el cartón de salida sintieron que algo se les desprendía del corazón. Era como un desgarramiento interior y rompieron a llorar, porque para ellos aquel sería también su último viaje.

Escriben Lázaro E. García Driggs y Zenaida Iglesias en su libro Tranvías en La Habana, publicado recientemente por la editorial José Martí y cuya lectura recomendamos, que a partir de ahí aquellos cómodos y útiles vehículos quedaron en el olvido de sus dueños e inversionistas, no así en la memoria de los cubanos, porque en ellos «nuestros padres y abuelos transportaron sus penas y alegrías y concertaron citas amorosas». Esos carritos cargaban en su plataforma los objetos más inimaginables: maletas de viaje, valijas con correspondencia, muebles, canastas con frutas y viandas… Precisan los mencionados investigadores que en los tranvías estaba permitido transportar todo lo que no obstaculizara el tráfico de pasajeros, pero no se podía acometer operación alguna de carga y descarga de mercancías en medio de la calle. La tarifa inicial para la transportación de mercancías fue de 25 centavos de dólar por cada 25 kilogramos. Entre las 12 de la noche y las 4 de la mañana podía incluso transportarse desperdicios y los entonces llamados «materiales ofensivos», esto es, cualquier tipo de tareco, lo que dio origen y popularidad a la frase: «No tengo problemas… lo monto en la parte de atrás del tranvía y andando».

A mandarriazos

La desaparición de los tranvías y la entrada en funcionamiento de los autobuses beneficiaron a no pocas figuras importantes de la política cubana de su tiempo. Mientras que políticos a veces de tendencias antagónicas se enriquecían con el negocio, ¿qué sucedió con los carritos, las lentas y democráticas carrozas? Se les quitaron los trucks y las partes metálicas y se les demolió a golpes de mandarria. Los aplastaron desde el techo; les quebraron las columnas y se destruyeron asientos y pasamanos. Los restos se depositaron en zanjas abiertas en calles del reparto Miramar y en los alrededores del paradero del Carmelo, en el Vedado, como relleno de su pavimentación. Sobrevivieron unos pocos de esos carros. Se utilizaron entonces como merenderos y cafeterías en la playa de Marianao, y uno se transformó en vivienda. Se conservó otro completo que se mantuvo en exposición en el paradero del Cerro hasta poco después de 1959. Ya no existe ninguno, al menos que sepamos.

Bajo el pavimento duermen el sueño eterno la mayor parte de los tranvías que circularon por la ciudad. En cuanto a los rieles, se les desmontó paulatinamente, pero el trabajo nunca llegó a completarse. Todavía asoman fragmentos de esas líneas, bajo gruesas capas de pavimento, como si quisieran recuperar el pasado.

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