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Castells o la factoría del terror

No había miedo en el rostro del excomandante Pedro Abraham Castells Varela. Tampoco cinismo ni altivez. Solo azoro. Escuchaba a los hombres que lo juzgaban y no podía reprimir su asombro. Eran los mismos jueces que, en sus días de supervisores del Reclusorio Nacional para Hombres, el llamado Presidio Modelo, de Isla de Pinos, remitieron a esa penitenciaría a miles de hombres con las peores recomendaciones, y ahora lo juzgaban a él por haberlos tratado con la fría crueldad que le permitieron entonces.

El comandante de Infantería Pedro A. Castells convirtió el Presidio Modelo, dice Pablo de la Torriente Brau, en «una factoría del terror». Cientos de asesinatos se cometieron durante los cinco años en que el penal estuvo bajo su mando. La isla de los 500 asesinatos, precisa Pablo.

En el ruidoso juicio que se le realizó en la Sala Cuarta de la Audiencia de La Habana, el fiscal pidió 268 penas de muerte para Castells. No era el único acusado. A su lado se sentaban en el banquillo cinco «mayores», que integraban la comisión disciplinaria del penal, y penados y sargentos. Noventa y cinco procesados en total.

Antes de asumir la supervisión del Presidio Modelo, Castells había sido jefe de las prisiones militares de la provincia de Camagüey y del campamento de Columbia, en las que, si bien por la dureza de sus castigos no contó con la simpatía de los soldados presos, ganó el respeto de sus superiores por lo insuperable de su conducta y su hoja de servicios.

Llegó a Isla de Pinos el 25 de mayo de 1928, luego de haber buscado en las prisiones de la Isla a los mejores albañiles, carpinteros, electricistas… que en número de 250 acometieron la edificación de la primera circular de la institución, inaugurada en 1932. Al recibir a los primeros 24 presos políticos llegados al penal, los saludó con extrema cortesía, respeto y consideración, solo para incomunicarlos durante 38 días en el pabellón de los locos y prohibirles por dos años la visita familiar.

Hasta el momento de asumir la dirección del Presidio Modelo, nada grave podía imputársele a Castells, entonces capitán. Se trataba sencillamente de un oficial severísimo y cumplidor. Qué pudo determinar un cambio tan violento en su vida y en su manera de sentir y obrar, se pregunta Torriente Brau en su libro Presidio Modelo, que solo llegó a publicarse en 1975, cuatro décadas después de la muerte de su autor.

¡Qué extraño ser!

Como a un recluso no se le ocurre hacer otra cosa que pensar, Pablo, que es uno de los grandes periodistas cubanos, hizo sobre el tema suposiciones de diversa naturaleza, y dice que, de ellas, admitió dos.  Precisa: «O Castells era lo que llamó Lombroso un criminal nato, un criminal en potencia, que solo esperaba la oportunidad necesaria para revelarse, y en este caso, la jefatura del Presidio, con sus poderes omnímodos, su tácita impunidad bajo el machadato, le ofrecieron la máxima ocasión, o bien el capitán Castells era solo un engranaje más, un influenciado más por la locura sangrienta que desde el poder desató por toda Cuba Gerardo Machado, quien, sin discusión ninguna, ejerció una avasalladora influencia sobre todos sus subalternos, entablándose entre ellos una verdadera y macabra rivalidad, por complacer al Asno con Garras, en su cruenta vesania…».

Concluye Pablo: «Y, amigo de las síntesis, he llegado a admitir que la solución puede encontrarse en una equitativa aligación de las dos suposiciones… ¡Pero qué extraño ser, o qué refinado histrión era este capitán Castells!».

Advierte Pablo que Castells hablaba siempre «en posesivo». «Mi obra…», «Yo tengo…», «Yo tuve…». Pocos hombres habrán sentido tan en lo hondo tal espíritu de posesión y de dominio. Y es que fue, anota Pablo, el verdadero zar de Isla de Pinos, en donde todos, desde los presos hasta los hombres libres, le pertenecían.

Carlos Montenegro, quien con su vivencia amarga de la prisión escribió ese libro impactante que es Hombres sin mujer, tenía de Castells la idea firme de que se trataba de un anormal típico, un hombre para quien matar, hacer sufrir, humillar y vejar era una necesidad imperiosa. Si leía un libro que tratara de la vida y la sicología de los reclusos asimilaba siempre, para su método, lo que representara una crueldad. Así, de la lectura de una novela, salió el rudo trabajo de las parihuelas, que obligaba a los presos a trasladar una montaña de tierra de un lado a otro sin terminar jamás.

Había, por supuesto, castigos peores en el Presidio Modelo. Estaba el trabajo en La Piedra, en el que se obligaba a los reclusos a sacar el mármol necesario para la construcción de edificios y caminos. O en La Fuente Luminosa, donde lo único que brillaba era el sudor de angustia de hombres semidesnudos obligados a sacar en tinas que transportaban sobre la cabeza el barro de una taza de 45 pies de profundidad y hacerlo por una escalera estrecha y empinada.

Una excavación que solo descubrió un manantial de agua impura. El barro extraído iba formando lo que se llamó la Loma de Tierra, trágico escenario de  numerosos asesinatos. Uno de aquellos reclusos estuvo 72 días seguidos subiendo su tina por aquella escalera hasta que lo venció la fatiga. Lo «fatigaron» entonces, con una pequeña descarga de fusil, en la Loma de Tierra.

Lo más terrible era el trabajo en La Yana, pantanos que se imponía desecar y que, pese al esfuerzo de centenares de hombres, siguió siendo una ciénaga hedionda, con su lodo negro y traidor. Sucedía algo curioso. Los muertos y asesinados, que en La Yana eran numerosos, debían ser trasladados por sus compañeros hasta determinado lugar, lejos de la ciénaga, marcado por una palmita.  Era una exigencia del juez. Solo hasta aquella palmita podía llegar el automóvil del magistrado que certificaba la defunción.

Había entre los reclusos un sujeto al que apodaban el Cayeno. Se había fugado de la Isla del Diablo y aquí, apresado por la comisión de otros delitos, lo internaron en el Presidio Modelo. Dejó una frase sombría que encerró de manera tácita su comparación de ambas prisiones: «¡Ojalá no me hubiera fugado de allí!».

Arroyito

Guardaron prisión en Isla de Pinos, en tiempos del supervisor Pedro A. Castells Varela, oficiales que fueron sus jefes en el Ejército y veteranos de las guerras por la independencia de Cuba. Un expresidente de la República, como Mario García Menocal, y otros que más tarde o más temprano ocuparían la primera magistratura de la nación, como Ramón Grau San Martín, Carlos Mendieta y Carlos Prío. Intelectuales de la talla de Raúl Roa y Juan Marinello, y periodistas como Pablo de la Torriente Brau y Rafael Suárez Solís. Caballeros de gatillo alegre, como Mario Salabarría… Y también Ramón Arroyo y Suárez, el célebre Arroyito, el bandolero sentimental que repartía lo que robaba entre los pobres.

Sus «hazañas» pasaron a la música y la décima y dieron pie a una película. La relación de sus plagios, fugas y desprendimientos pudo haberse compilado en cuadernos como los de Dick Turpin y Buffalo Bill. Era, dice Pablo de la Torriente, lo que cualquier norteamericano definiría como la máxima atracción taquillera de la cárcel… Si Castells llega a ser yanqui, en vez de matarlo le hubiera sacado dinero.

Pero Castells ordenó su asesinato. Trasladado desde la cárcel del Príncipe, Arroyito ni siquiera llegó a conocer el Presidio Modelo. Le aplicaron la ley de fuga en el camino en virtud del artículo 10 de la Ley Militar. Para dar viso de realidad a la supuesta evasión lo mantuvieron durante la noche, esposado con otro recluso, a merced de la plaga de jejenes y mosquitos, y lo ultimaron a balazos en la madrugada, al igual que a su compañero. Era la noche del 28 de septiembre de 1928.

Interrogado sobre el destino de Arroyito en el juicio que se le siguió por sus crímenes, el excomandante Castells mintió descaradamente. De cualquier manera, el viento soplaba a su favor. Castells fue puesto en libertad. Fueron absueltos los otros procesados. No se probaron los crímenes del Presidio Modelo. Tres años y medio después del derrumbe de la tiranía machadista y de la detención de Castells, terminaba el sensacional proceso por falta de testigos.

A partir de ahí, hasta donde sabe el escribidor, su rastro se pierde. Libre, debe haber muerto tranquilamente en su cama.

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