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Matrimonio de jubilados reconstruye vivienda de gran valor patrimonial

Crearon además un jardín con 560 variedades de plantas que les ha merecido el reconocimiento de varias instituciones

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Mary y Guille en el portal de la casa reconstruida. CIEGO DE ÁVILA.— «Ah, caramba», murmuró Guillermo González. Se paró en la sala de la casa, en el poblado de Primero de Enero. Se puso las manos en la cintura y miró el techo y las paredes. En silencio, como si fuera un detective tras la pista del ladrón, empezó a revisar los rincones de la antigua vivienda. Empezó a acariciarse el mentón y repitió entre dientes: «Ah, caramba».

Era 1995, hacía poco el período especial había comenzado y a Guillermo le acababa de llegar la jubilación como bancario. Ni a él ni a su esposa, María Antonieta Espinosa —o Mary, como la llaman— les gustaba la idea de sentarse a ver los días pasar. «Eso no va con nosotros», dice Guillermo. Y recuerda aquel día en que revisó la casa.

Ella tenía su historia. Elpidio Espinosa, el padre de Mary, había ido a vivir allí con su familia, luego de ser contratado por los Falla-Gutiérrez, quienes en 1958 habían comprado el central. Con la Reforma Urbana, al triunfo de la Revolución, el inmueble pasó a manos de Elpidio.

Pero ahora el tiempo cobraba su deuda. Por algunas partes de la casa, los aleros estaban podridos, la madera empezaba a ser cubierta por el comején, el piso tenía huecos por donde salían las hormigas, la pintura estaba resentida, con marcas de humedad, y cuando llovía, los hilos de agua se colaban por los agujeros del techo.

«Había que correr con los cacharros de la cocina. Eran 12 goteras en 12 lugares distintos», cuenta Mary. En esas condiciones, la vivienda tenía una sentencia de muerte encima; Guille lo sabía y por eso se decidió. Terminó de rascarse el mentón, miró fijo a su esposa y le anunció: «Vamos a arreglar la casa».

LA RENUNCIA

Delante de una de las paredes que más trabajo dio. «Tuvimos que sacar una cuantas tablas», apunta Guille. Pero no fue lo único. En el mismo 1995, Mary y Guille iniciaron el otro proyecto: crear el jardín que ha hecho famosa la vivienda y por el que han recibido el reconocimiento de los ministerios de la Agricultura y de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, entre otras instituciones.

«Aquí, en el patio, no había nada: solo cemento», cuenta el matrimonio. «Pensamos en sembrar una mata de anón y ahí surgió la idea de plantar las variedades de plantas que fueran apareciendo y que llamaran la atención».

A la vuelta de 12 años, Mary y Guille cuentan con un jardín donde crecen 560 variedades de plantas; entre ellas: 16 tipos de orquídeas, 21 árboles frutales y 11 variedades de anturios, la popularmente conocida en Cuba como Flor de Jorge Tadeo.

Mary y Guille en el jardín. «A las 5:00 a.m., cuando nos levantamos, salimos al jardín —explica Guille—. No hay mosquitos, ni el Aedes pasa por aquí. ¿Por qué? Miren cuántos camaleones y lagartijas hay en las plantas. El jardín controla hasta los vectores. Al principio algunas personas se reían cuando nos miraban cargando tablas para la casa y sembrando flores. Nada de eso nos interesó. Como tampoco nos importó pensar que llegamos a la jubilación. Si una persona quiere sentirse útil, tiene que darle un sentido a su vida, proponerse algo. Uno siempre tiene que estar haciendo algo. Y gracias a esa filosofía es que tenemos nuestra casa. Porque nosotros renunciamos a sentirnos viejos. Esa fue la razón».

CINCO VIAJES Y UN AGUACERO

Tuvieron que trabajar. La casa es grande, aunque parezca de juguete; tiene tres cuartos, una sala amplia, seguida de una cocina grande y del comedor. Parece frágil, pero no lo es. «¡¿Débil?!», exclama Guille. Mary encoge los hombros y agacha la cabeza sonriendo.

Su esposo se acerca a una pared y le da unos golpes con el puño. «Casi toda la casa está hecha con pinotea. Para poner un clavo, se pasa trabajo. Además, mire, a este tipo de tabla le dicen “machimbrado”. Están cogidas entre sí, y para zafar una, tiene que liberar las de al lado y la guía principal. No crea, se suda un poco».

El alero estaba podrido. Guille se enteró de que en el poblado de Velazco, a 11 kilómetros del pueblo, había una casa en mal estado, a punto de derribarse, pero con un alero casi intacto. Allá fue a buscarlo.

Pero la mayor parte de los materiales los encontró en el mismo Primero de Enero. Casi todas las casas del batey se habían construido de madera, y con el tiempo algunas empezaban a derrumbarse o les sustituían con muros las partes dañadas. Un día Guille se asomó al portal y vio que al Hogar Materno le estaban quitando partes completas de sus paredes. «Las vamos a cambiar por una pared de bloques, pero tiene que pedir autorización para llevarse las tablas», le explicaron los obreros.

Guille examina una de las paredes de la casa: «¿Quién dice que esto es debil? Que trate de sacarla». Él llegó con el papel; pero cuando empezó a apilar las piezas, le señalaron el cielo. «Viene agua», le avisaron. Guille miró los nubarrones y les dijo: «No hay problemas». Bajo un aguacero, que intentó inundar al pueblo, Mary, su esposo y un vecino fueron transportando las tablas.

«Eso fue histórico —cuenta Guille—, pero donde nos “banqueteamos” fue con la casa de un amigo: Osvaldo Suárez». La derribaron para hacerla de muros y placa de hormigón, y de sus restos el matrimonio consiguió las piezas que necesitaban.

Pero mientras se hacían las recogidas, las partes dañadas eran sustituidas en la casa. Tony, un vecino con las habilidades de plomero, carpintero y albañil, trabajaba junto con ellos en la remodelación de la vivienda. Llegaba temprano, se comía un plato de revoltillo de huevos y no paraba hasta la hora del almuerzo. Después de una pausa, se reiniciaban los trabajos hasta el atardecer.

Sin embargo, quedaba un último detalle: la pintura. Uno de los secretos para mantener con vida un bungalow de batey es pintarlo todos los años. Mary y Guille lo sabían. Hacía años que la casa no se pintaba; y si no se le daba brocha, todo el trabajo sería en vano. A la primera mano, el matrimonio se miró asombrado. La madera se había quedado como mismo estaba.

Finalmente, tuvieron que dar cinco viajes a La Habana, para traer la pintura necesaria y dar las dos manos restantes. Cuando terminaron la casa, la recorrieron en silencio. Y allí estaba. Se les apareció nueva y reluciente, sin una gotera, sin una carcoma y como mismo había llegado a este mundo en el lejano año de 1919. A LA ESPERA DE UN PREMIO

En el 2007 la Dirección Provincial de Patrimonio nominó la casa de Mary y Guille al Premio Nacional de Conservación y Restauración. No obtuvo el lauro, que recibió la Casa Museo Ernest Hemingway en Finca Vigía, en la categoría de Conservación; pero la nominación la tienen en una pared llena de cuadros y reconocimientos recibidos por la familia.

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