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El Aguador de Obispo

Desde hace 15 años, y aun después de retirado, Pedro Pablo Oropeza recibe a los caminantes de La Habana Vieja en La Casa del Agua La Tinaja

Autor:

Lauren Arcís

Es un rinconcito único. Adorna la entrada de la calle Obispo en la capital. Es un sitio pintoresco que huele a historia, a caminantes, cuyo sabor está en Pedro Pablo Oropeza Martínez, quien hoy, con 69 años, disfruta ser el anfitrión de La Casa del Agua La Tinaja.

Llegué y recibí un vaso de agua fresca y deliciosa acompañado de la sonrisa de este hombre. Mientras bebía, la singularidad del ambiente avivó mi curiosidad. Su voz interrumpió el asombro:

—¿Más agua?

No pude negarme, quería saber. Pregunté y encontré mil y una respuestas.

«En el año 1994 comencé a trabajar en La Casa del Agua. Antes era dependiente del restaurante La Mina, al que pertenece La Tinaja. Después de la jubilación continué en este lugar. Nadie me obligó a irme, ni a quedarme, fue mi decisión continuar trabajando. Ahora no cobro, pero eso no es lo más importante. Me quedé porque me gusta hacer esto y me siento orgulloso de ello».

Los dos permanecemos de pie a cada lado del mostrador. Solo hay una silla, la de Oropeza. Está en una esquina porque apenas tiene tiempo para sentarse.

«Creo que es un deber social dar agua a las personas: niños, jóvenes, ancianos, mujeres, hombres, cubanos y extranjeros; todos merecen tomarla para calmar la sed. Como repite el dicho: “agua al sediento y comida al hambriento”. Uno puede pasarse dos o tres días sin comer, pero no sin beber…».

Llega un viajero y la charla se detiene. El sonido en el vaso de cristal rompe el silencio. El rostro del transeúnte refleja agradecimiento.

«No, no importa, otro día». Oropeza lo despide gentilmente y prosigue la plática.

«Solo el que quiere deja dinero. Mira, hay quien no lo tiene y por eso no voy a dejar de atenderlo. Al final yo digo: “regalé tantos vasos de agua”, y si es necesario, pongo el faltante. Los niños, sobre todo, vienen sedientos de la escuela y casi nunca pueden pagar, pero ¡a mí me da una alegría que vengan! Eso es lo más bonito, lo otro es bobería».

Algo llama mi atención. En las paredes hay sonrisas pintadas.

«Las decoré con fotos. No debía hacerlo, pero las pongo como recuerdo de los visitantes. Ahí estoy con artistas, periodistas, senadores españoles y estadounidenses, integrantes del grupo de Solidaridad con Cuba, mi familia... Eusebio Leal ha estado aquí, él ama este lugar. Muchas personas se enamoran de La Casa del Agua».

Me sucedió lo mismo cuando entré por vez primera, pero no digo nada. Creo que Oropeza descubre un brillo especial en mis ojos.

«En la época de la colonia había muchos problemas con el agua. En 1544 comenzaron las obras para hacer una zanja desde el río hasta el poblado. La terminaron en el año 1592, y la llamaron: La Zanja Real. Después, los mismos españoles hicieron el acueducto Fernando VII. Estuvo listo en 1835. Por último, en 1857, Albear dirigió la construcción de uno nuevo, el que conocemos hoy.

«Ahí, en la pared, está toda la historia bien contada, en un cartel de la Oficina del Historiador de la Ciudad. La Tinaja fue construida en memoria de aquella etapa y como homenaje a los hombres que resolvieron el problema de la sed en esos tiempos. Es la única en La Habana. Además, no todos tienen divisa para comprar una botella en la tienda.

«Cada día vienen muchos caminantes. Ahora en el frío no tanto, en el calor trabajo cantidad. Las personas no le dan la importancia que merece a este oficio, ¡pero yo me siento tan orgulloso y contento de recibirlas!».

«Yo estudié hasta la secundaria porque no me gustaba la escuela; lo que quería era trabajar y desde niño lo hice. En un tiempo, en el protocolo El Laguito, atendí a personalidades como Celia Sánchez, Raúl Roa, Omar Torrijos, Agustino Neto, Guayasamín... Después vine para acá, y aquí me quedé.

«Vengo todos los días, hasta los sábados y domingos. ¿Quién ha dicho que los fines de semana las personas no tienen sed? Además, ya estoy acostumbrado. Abro a las diez de la mañana y cierro entre las seis y las siete de la noche. No me da miedo andar a esa hora por la calle. Aquí todo el mundo me conoce. Hasta en los momentos difíciles vengo, porque en esta Casa me siento bien y me curo de todos los males».

Me sirve otro vaso. La conversación es amena. «Estas tinajas me han acompañado siempre. Son tres filtros que purifican el agua. Yo los limpio y los cambio todos los días, por eso es tan buena y saludable. El que viene debe tomársela toda, sin dejar una gota en el vaso. Este es un líquido muy preciado. Especial».

Sin darnos cuenta, alguien interrumpe:

—Oropeza, amigo mío, ¿me prestas el periódico?

«Brindar agua me ha dado muchos amigos. Tengo en todas partes del mundo: en Holanda, Costa Rica, Honduras... Pero donde más tengo es en Cuba. Todas las fotos que ves aquí (señala con un dedo los recuerdos perpetuados) son amigos míos, y tú también».

Le respondo con una sonrisa.

«Mi familia más cercana es mi esposa e hijas. Mis padres y hermanos ya fallecieron. Te voy a confesar algo, le tengo terror a los muertos, me dan escalofríos. Solo cuando ellos murieron, porque los quería tanto, logré vencer el miedo y entrar al cementerio».

Algo pesa en la mirada de mi amigo. La voz está anudada en su garganta y se escapa en un suspiro. Ahora hay agua en sus ojos y un silencio en La Tinaja.

Otro viajero.

—Gallego, dame un poco de agua.

Oropeza cambia repentinamente, atiende al caminante.

«Sí, soy de origen gallego. No lo niego. Aunque tampoco me gusta decirlo mucho. Yo soy cubano, esta es mi patria y quiero morir aquí. ¡Cuántas oportunidades he tenido yo de irme, de viajar! No lo hice y tampoco lo haré. Estoy donde quiero y hago lo que me gusta, ¡si yo no puedo ser más feliz, mi niña! Por eso prefiero que me llamen Oropeza.

«Mira, repartir agua ha sido el sueño de toda mi vida, te lo juro. Es mi sueño y lo cumplí. Lo que uno se propone lo logra y...».

Alguien espera en la puerta. Es un niño.

—¿Me puede dar un vaso de agua?

La mirada de Oropeza inspira confianza.

«¡Cómo no, mi niño!».

Hay mucha virtud en este hombre. No es difícil descifrar el enigma de su encanto. Solo me queda una interrogante...

«Hasta que no pueda más. Hasta que me canse o decidan quitar La Casa del Agua. Pero eso de irme será en un buen tiempo porque yo me siento fuerte. Aún me faltan muchos años en este oficio. Además, ¡cómo me voy a ir de aquí, si esta es mi casa!».

Me mira y sonríe a gusto, yo sonrío con él. Estoy dispuesta a marcharme. Un beso y un abrazo me despiden en la puerta. Llega un viajero. El hombre me mira:

—Oropeza tiene 400 años como La Habana, solo que no está apuntalado.

Es cierto. Me marcho pensando... ¿Acaso será La Tinaja la anhelada fuente de la eterna juventud?

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