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Aventura en piyama

El nombre de una prenda que tradicionalmente invitó al sueño incita ahora a compartir travesuras nocturnas entre niños y adolescentes. Aunque algunos las miran con prejuicios, estas experiencias pueden ayudar a conformar la personalidad e independencia de los pequeños

Autores:

Ana María Domínguez Cruz
Hugo García
Mayte María Jiménez

Alrededor de las 8:00 p.m. ya eran cuatro niñas. La noche, ni fría ni calurosa, incitaba a planear un encuentro inolvidable en casa de Rebeca. Cada una trajo en su mochila su cepillo de dientes, una sábana, unas «chucherías» y su piyama. Sus ojos brillaban y no podían ocultar la emoción de dormir fuera de sus casas, algunas por primera vez.

—¡La vamos a pasar superbién!, dijo Amanda. Y para garantizarlo sacó tableros de parchís y damas, unos pomos de pintura de uñas, una linterna con luces de diferentes colores y un paquete de galleticas dulces.

Las demás, exaltadas, decidieron agrupar todo lo que habían traído para saber qué comerían primero y que harían después. Giselle tendió la colcha en el piso del portal para que sirviera de colchón y puso las sábanas encima. Acomodó las almohadas y dio la voz de cambiarse de ropa.

Y, ¡comenzó la piyamada!

Con las luces apagadas hubo almohadazos, risas, juego con las linternas en la pared, uñas pintadas de rojo, rosado y azul, pomos de refresco vaciados y paquetes de galletas a medias, cuentos de terror, chistes, juegos de tablero y… al final, cuando ya la madrugada avanzaba hacia el otro día, el sueño se coló bajo las piyamas y quedaron rendidas en el suelo.

Los rostros reflejaban complacencia, satisfacción. Al amanecer querían compartir todo lo que habían disfrutado y Jessica no dejaba de explicar cuánto se habían reído y por qué habían gozado tanto.

—¡Deberíamos hacerla otro día!—convidó la pequeña. Y todas se abrazaron y se despidieron con las ansias de repetir una diversión como esa.

Encuentros nocturnos como este, organizados en su mayoría por niñas a partir de los nueve años en casa de alguna de ellas, se han hecho frecuentes en los últimos tiempos.

Ellas piden a los padres un pedacito de espacio y de comprensión para reunirse y pasar la noche «fiestando», aunque no haya música, ni bailes, ni bulla.

Los padres, quienes ya asumen cada día nuevas realidades modernas, ahora deben tomar la decisión de permitir o no que sus hijas, con menos de una década de vida, quieran dormir en otra casa para divertirse.

Este equipo de reporteros indagó en las experiencias e historias de los niños, los adolescentes, los padres y los especialistas por diferentes calles, escuelas y comunidades de la capital, Matanzas, Las Tunas y Villa Clara, con el objetivo de conocer y compartir el sabor de estas «acampadas hogareñas».

Entre sábanas y «chucherías»

Hablar de piyamadas hace pensar inmediatamente en ese atuendo de tela ligera que empleamos para dormir y que, en el caso de los más pequeños, se matiza con colores vivos, flores, cuadros o dibujos llamativos.

Sin embargo, más allá del diseño o los accesorios de esta prenda de vestir, se trata de la organización de una fiesta nocturna infantil o de adolescentes, en la que todos sus participantes la llevan, y que ha sido muy difundida, término incluido, por las películas foráneas que pueden disfrutar en espacios como Matiné Infantil, Tanda Joven, Somos Multitud y otros.

Se trata de una práctica habitual en otras latitudes, que ha trascendido las fronteras hasta llegar a nuestro país, sintiéndose con más frecuencia en la capital, mientras que en otras provincias su práctica, aunque no es un fenómeno ajeno entre adolescentes y jóvenes, se ha limitado a ocasiones especiales, como fin de curso, terminación de un semestre y algún cumpleaños.

En el sondeo realizado a 25 niños y adolescentes y algunos de sus padres, se definió como el objetivo esencial de estas el compartir la diversión en un ambiente diferente y en un horario «de gente grande» mediante cuentos, chistes, juegos, películas de animados, modelaje y todo cuanto puede ocurrírseles a quienes la organizan.

Para garantizar la emoción, las camas quedan reducidas a sábanas en el suelo de la sala, del portal o en una casa de campaña, si es posible, porque realmente dormir no es lo más importante.

Diana, una niña de diez años de la capital, resume así la esencia de las piyamadas en las que solo es necesario llevar muchas ganas de divertirse.

«He hecho varias y lo disfruto mucho porque lo importante no es la ropa que uses para dormir, sino hacer algo diferente a lo de todos los días. Nos hacemos las dormidas para que los adultos de la casa lo crean y cuando ellos se acuestan nosotras comenzamos la fiesta.

«Nos maquillamos, hacemos casitas moviendo los muebles, jugamos, nos contamos historias de miedo, bailamos sin música y todo eso sin romper nada ni molestarles su sueño. Esa es la regla y así es mejor, porque tratando de no hacer bulla, nos divertimos de todas maneras».

Aunque Isabela, de nueve años, todavía recuerda que al principio a su mamá no le agradó mucho que durmiera fuera de la casa, no duda en declararse partícipe de la idea: «En mi escuela había oído que otras niñas lo hacían y quise hacer una en mi casa. La pasé muy bien ese día. Hicimos modelaje con las piyamas, comimos chucherías, vimos una película de muñequitos y tocamos violín.

«Lo importante es divertirnos y portarnos bien. Y eso sí, nada de varones hasta que no cumplamos 18 años. Ahora estamos muy chiquitas para compartir con ellos, y cuando se pueda, ¡también será en camas separadas!», añadió.

La presencia de amigos varones también provocó los consejos de Yusimí, de nueve años, quien asegura que ellos tienen juegos diferentes y que si participaran seguramente su mamá no le permitiría estar en una piyamada.

El pequeño Carlos, de nueve años, contó que a veces sus amiguitos más cercanos lo hacen, sobre todo cuando pueden disponer de una casa de campaña que colocan en el patio o en el jardín para simular una aventura a lo «Indiana Jones».

«Con las niñas no lo hacemos pues los juegos son diferentes, y además qué haríamos nosotros mientras ellas se pintan las uñas, o hablan de sus cosas», añadió.

«Mi mamá me decía que yo estaba muy chiquita para dormir fuera de mi casa y que eso podía molestar, pero la mamá de mi amiguita la convenció, y cuando una persona mayor habla con otra es mejor porque se comprometen a cuidarnos», explicó Claudia, de diez años.

Lo cierto es que, aunque las películas reflejan que las niñas se reúnen de esta manera para sentirse independientes, las adolescentes también disfrutan de organizar una noche en común.

Por eso Karina, de 12 años, aclara que aunque el nombre suene un poco infantil, las piyamadas son algo que ellas y sus amigas de la secundaria están acostumbradas a hacer, no para lucir ninguna ropa de dormir especial, sino para reunirse, pasar la noche juntas, y conversar «cosas de mujeres».

Entre los niños encuestados en la provincia de Matanzas se constató que estas actividades funcionan sobre todo porque los padres se conocen o, de cierta manera, están informados de quiénes son los asistentes a esas reuniones y las características de la familia anfitriona.

El joven matancero Yasmany recuerda que los estudiantes de una secundaria básica de la Ciénaga de Zapata lo hicieron una vez, y también otros amigos suyos de otra escuela, pero en realidad no ha trascendido tanto como en la capital del país.

Algunos argumentan que lo han realizado cuando estaban en primaria, sin vincularlo para nada con las actuales piyamadas ni nada por el estilo, sino que fueron coordinaciones esporádicas.

Organizar la diversión

Para la psicóloga Luremis Rodríguez Hernández, del departamento de Psicología del Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez, las piyamadas aparecen como una actividad para adolescentes y niños con el deseo de reunirse, compartir sin que el adulto esté completamente presente.

«Lo provechoso de una piyamada está en dependencia de cómo se organice, puede desarrollar sus habilidades o su independencia como seres humanos pero, insisto, ello se logra cuando los adultos supervisan de alguna manera la actividad, pues no se trata solo de dormir fuera por dormir», destacó.

El gran problema —insistió— es que las piyamadas no están estructuradas, pues si lo único que van a hacer es comer, dormir hasta el día siguiente… eso no es una actividad que nutra a ese niño o adolescente.

Por ejemplo, si van a ver una película, es necesario que se dialogue luego, si están jugando, deben hacer actividades didácticas, atractivas e imaginativas.

«Las piyamadas pueden ser positivas y potenciadoras del desarrollo psicológico cuando tienen una organización, cuando no son espacios vacíos de tiempo», apuntó.

La especialista explicó que, por ejemplo, la acampada como idea surgió para desarrollar habilidades en los pioneros y, aunque es extracurricular, forma parte de las actividades docentes. Era muy difícil que los padres no dieran su autorización, en ellas los niños se agrupaban por determinadas características, y se establecían actividades didácticas.

«En las acampadas los niños hacen nudos, aprenden a descifrar símbolos y ello les ayuda a desarrollar habilidades tanto motoras como intelectuales».

En ello coincide la psiquiatra infantil Nadieska Benítez, del mismo hospital, quien señaló que las acampadas siempre han tenido una tendencia institucional, se hacen en las escuelas o en campamentos escolares, y siempre persiguen objetivos educativos, más allá de la socialización entre los estudiantes.

De ahí que la gran diferencia con las piyamadas radique en que las últimas son pura diversión y, aunque eso no es cuestionable, sí necesita de un llamado de atención.

«Los niños se quedan despiertos hasta tarde, comen chucherías, hacen chistes, eso está bien, pero lo hacen en una casa escogida por ellos. Esa casa debe ser de una familia con buenos modelos de conducta, y eso no siempre los niños pueden definirlo», apuntó.

También explicó que las piyamadas como fiestas nocturnas de niños o incluso de adolescentes, son una idea que proviene de países desarrollados en los que, durante la infancia, se tiene un nivel de independencia mayor que el que se ha concebido en Cuba.

«Ahí puede haber un primer “conflicto”, porque ahora los padres se enfrentan a niños de ocho, nueve, diez años que piden dormir fuera de sus casas.

«Estamos hablando de una cultura importada en nuestro país, de iniciativas que se desarrollan en otros contextos y que llegan al nuestro a partir del contacto de los niños y adolescentes con series televisivas y películas foráneas que muestran en su trama ese tipo de actividades como parte de su vida. De hecho, hasta el nombre proviene de otras latitudes.

«Por otra parte —advierte— pueden hacer interpretaciones erróneas cuando, por ejemplo, eligen una casa precisamente por darse cuenta de que es la más espaciosa, la de mejores condiciones, y eso en sus mentes genera comparaciones y valoraciones que no podemos dejar de la mano».

Qué piensan mamá y papá

Si bien a los niños y adolescentes les motiva propiciar estas «acampadas en casa», a sus padres todavía les cuesta aceptar la idea, teniendo en cuenta que no asocian a los más pequeños con esos «inventos».

La mayoría de los padres encuestados coincidió en que estas actividades, aunque no eran tan comunes en tiempos pasados, son necesarias, por el bien de los pequeños, para adaptarse a nuevas formas de socialización.

Sin embargo, algunos insistieron en que no puede ser «por la libre», sino con la asesoría o supervisión de los adultos, sin llegar a inmiscuirse en la piyamada.

Haydée, madre de un par de jimaguas hembras, aclara que quizá lo novedoso de esta práctica sea el nombre porque, en realidad, el hecho de que unas amigas organicen pasar una noche juntas ha ocurrido siempre, sobre todo cuando son jovencitas y planifican una salida en grupo.

«Lo que sucede es que resulta atípico para un padre que ese sea el deseo de su hija de ocho o nueve años, pero si se valora la inocencia de esa edad, aún en los tiempos que corren, nada malo puede sucederles, al contrario. Y lo digo conscientemente, tomando en cuenta que tengo dos niñas revoltosas que me llevan de la mano y corriendo con sus ocurrencias».

Mientras, Mailée, mamá de Isabela, comentó que cuando la niña le dijo que quería hacer una piyamada con otras amiguitas a ella no le gustó mucho la idea de que durmiera en otra casa siendo tan pequeña.

«Me explicó cómo era, y preferí entonces que la hicieran en mi casa. Hablé con los padres de sus amiguitas, mi hijo mayor durmió en casa de su papá y les habilité mi cuarto para que tuvieran más comodidades», destacó.

Contó que las pequeñas pasaron despiertas casi toda la noche. Lo que más hicieron fue tocar violín para estudiar para un examen que tenían.

«Se divirtieron mucho y se portaron bien, que es lo importante. A mí me gusta que Isabela adquiera independencia en ciertas cosas y brindándole confianza hasta en esos asuntos puedo contribuir a ello. Si quisiera repetirlo, por mí estaría bien, aunque sigo pensando que es mejor que lo haga aquí en su casa».

Otros adultos entrevistados confesaron que les sigue pareciendo innecesaria la idea de que los niños y niñas se queden a dormir en casas ajenas a tan temprana edad, pues no siempre son capaces de cuidarse por sí mismos.

Roxana y Roberto, padres de una adolescente de 12 años, de Villa Clara, consideran que este tipo de actividades no son adecuadas para niñas más pequeñas, por eso nunca dejaron que su hija Camila participara antes.

«Ahora tenemos otra hija que ya cumplió ocho años y nos exige que les permitamos hacerlo. Para nosotros es complicado, pero sabemos que actualmente es muy común que se hagan estas piyamadas y no queremos que ella se sienta mal», comentó la mamá.

«Nos dimos cuenta de que aunque no siempre estemos de acuerdo con estas reuniones, las costumbres cambian y la relación con los hijos requiere también de comprensión y complicidad, aun en cosas que parezcan triviales», añadió el padre.

Para la mamá de Barbarita y Beatriz, en Las Tunas, es complicado afrontar el fenómeno de las piyamadas en las relaciones entre hermanas con diferentes edades, donde la menor exige los derechos de la más grande. Por eso es importante también mantener los límites, y hacer entender a los hijos hasta dónde pueden exigir sus derechos como seres independientes, pues no se deben «quemar» etapas.

Para el doctor José Humberto Burgois Martínez, especialista de primer grado en psiquiatría infanto-juvenil en el hospital pediátrico provincial Eliseo Noel Caamaño, de Matanzas, los padres deben respetar esos espacios, influenciarlos, tratar de introducirse sin que se vea como una intromisión, más bien como un facilitador de la reunión, al supervisar, sin inmiscuirse, con cierta complicidad.

Desde su experiencia comenta que a su consulta no han llegado casos de adolescentes o jóvenes con problemas de cambios de conducta por ese tipo de encuentros.

Considera que aunque las piyamadas no son un fenómeno generalizado en el país, los padres que los dejen reunirse de esa manera tienen que velar y evitar cualquier conducta negativa, teniendo en cuenta que la familia es una coraza o escudo protector.

Burgois alerta de que en ocasiones este tipo de encuentros está dado por la falta de oportunidades culturales para niños y jóvenes, y precisa que si son buenos no hay problemas.

«Hay que ver quiénes se reúnen, porque un joven de 20 años no debe reunirse con uno de 13 o 15, porque el de 20 podría inducir su forma de vida a menores que no tienen conformada la personalidad individual.

«Si sucede algo negativo será por el abandono de los padres, por eso lo considero como una acampada familiar, no le veo importancia como problema, sino como una moda, que aparece y desaparece», resume Burgois.

«Si el adolescente o joven empieza a incumplir con sus deberes, cuando hay problemas sociales, de cambios de conducta, enseguida llegan a las consultas y deben ser atendidos por los especialistas y la familia», alerta.

Amén de las opiniones encontradas, algunas a favor y otras no tan partidarias de la práctica de las piyamadas, tanto los padres como los pequeños coinciden en que estas experiencias pueden ser enriquecedoras y una buena fuente de recuerdos en el futuro.

Así sucede con Gloria, quien a sus 37 años recuerda con nostalgia aquellas noches de «acampada» en casa de su amiga Inés, cuando preparaba su mochila y alistaba sus almohadas para dormir fuera de casa por vez primera.

«Aunque en mis tiempos no era tan frecuente, ni lo conocíamos por ese nombre, las piyamadas eran una diversión muy aceptada entre las niñas y adolescentes, por eso he propiciado que mi hijo y sus amigos del barrio y la escuela acampen en la casa, incluso sus madres se han unido a la experiencia», confesó.

Sin dejar que los más pequeños asuman una conducta de autonomía total cuando apenas se está conformando su personalidad, el hecho de que comiencen a sentirse e imaginarse como seres independientes, en tanto ganan en seguridad y confianza en sí mismos, podría resultar  beneficioso.

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