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El juego «maldito» (II y final)

La adicción, el culto a la violencia y el enajenamiento de la realidad que provocan los videojuegos han estado en discusión durante mucho tiempo. JR se acerca al fenómeno desde diferentes visiones

Autores:

Patricia Cáceres
Abdul Nasser Thabet

Hablar sobre beneficios y prejuicios, en el caso de los videojuegos, es como añadir una chispa a la más inflamable de las polémicas. Ya sea en Cuba o en cualquier punto del mapamundi, constituye un tema que divide criterios, suscita recelos y despierta incertidumbres.

Trastornos ergonómicos y visuales, problemas para conciliar el sueño, obesidad y aislamiento social son algunos de los argumentos más usados por quienes aconsejan no utilizar este medio de entretenimiento. Sin embargo, la violencia implícita en muchos de estos productos —utilizados desde edades tempranas— es la razón que explica la posición de los detractores.

«El desarrollo acelerado de videojuegos violentos, y su gran popularidad entre las nuevas generaciones, los convierten en un tema cada vez más preocupante, que no se reduce a un tipo de sociedad o país determinado», afirma Luis Alberto Notario Barrera, máster en Estudios Culturales del Caribe, director de la revista Cubanow, y autor del artículo «Videojuegos y violencia. Notas para una reflexión».

«Los comportamientos agresivos en adolescentes y jóvenes que consumen con frecuencia videojuegos donde se apela a la crueldad, no son un hecho aislado. La adicción, que provoca en el jugador los mismos síntomas que padecen los adictos a cualquier tipo de droga, comienza a ser, en la mayor parte del mundo, una realidad generalizada».

Según Notario, al menos un tres por ciento de los adolescentes europeos entre 12 y 18 años padecen adicción a Internet o a juegos de ordenador, y se estima que en países como Corea del Sur, Taiwán o China las cifras son aun mayores. Estos pasan de ocho a diez horas diarias delante de la pantalla y 16 los fines de semana.

Asimismo —dice— la edad promedio en que un niño norteamericano se inicia en juegos de ordenador es de seis años, y a los diez comienzan a utilizar aquellos diseñados para teléfonos móviles.

«Lo preocupante es que estos no se limitan a mostrar un acto violento ante un espectador pasivo, como podría hacerlo un determinado filme o programa televisivo, sino que, dado su carácter interactivo, demanda del jugador identificarse con el personaje y actuar por él. También su carácter lúdico provoca cierto distanciamiento, que impide a los usuarios racionalizar la magnitud del acto que cometen».

Su uso sistemático —subraya el especialista— abre la posibilidad de sedimentar una visión de la realidad en la que el otro es siempre un enemigo y debe ser eliminado. «Estos estereotipos de representación pueden afectar por igual a una determinada etnia o nación, pero en particular a la mujer, que es generalmente mostrada como una víctima incapaz de valerse por sí misma, o mediante modelos corporales de exagerada voluptuosidad».

Algo similar sucede con los juegos de guerra, que en ocasiones muestran situaciones y escenarios bélicos con referentes reales. «Estos han generado la adicción de miles de jóvenes, que aprenden a asumirla como divertimento o como medio de solución a los conflictos». Incluso, algunos especialistas sostienen que pudieran utilizarse para estimularlos a integrarse a la maquinaria de guerra norteamericana.

Ejemplo de ello son los juegos Americas’s Army y Virtual Kwait, los cuales simulan situaciones de combate reales, que preparan a los jugadores ante una posible agresión de una nación enemiga.

Pero, a juicio de Notario, la presencia de contenidos violentos dentro de la industria del software de entretenimiento no es algo nuevo.

A finales de la década de los 70 apareció en el mercado Death Race, primer producto en indignar a la opinión pública, pues consistía en atropellar tantos «gremlins» como fuese posible, sin chocar contra las cruces que quedaban en el camino.

Luego se sumaron otros como Custer’s Revenge, distribuido por la industria Atari en 1983, que no solo incluía acciones violentas, sino que tenía además un contenido explícitamente sexual.

La aparición de la tecnología de gráficos en tercera dimensión provocó un vuelco en la presentación visual de los productos, así como en el nivel de implicación de los jugadores, y aportó mayor autenticidad a las escenas con agresividad.

Ello se agudizó con el surgimiento de géneros como el FPS (First Person Shooter o Disparos en Primera Persona), y el Rol, que coloca al jugador «en la piel» del protagonista de la historia. Entre los productos desarrollados a partir de la tecnología FPS se encuentran juegos altamente violentos como Doom, Manhunt, Postal, Carmageddon y el famoso GTA III.

En este último el usuario, por puro placer, puede golpear hasta la muerte a quienes encuentre a su paso, y por añadidura sale favorecido con un poco de dinero extra o tal vez algún arma de fuego, que arrebata a los cuerpos sangrantes y sin vida de sus víctimas.

Según el sitio digital sobre tecnología www.neoteo.com, en el año 2003 la compañía Rockstar, productora de GTA, recibió una demanda de una familia norteamericana que había perdido a uno de sus miembros. Resulta ser que dos jóvenes dispararon a la víctima desde un auto, imitando el modus operandi del personaje principal de este juego. Los adolescentes tenían 14 y 16 años de edad, por lo que a partir de ese momento GTA se convirtió en un juego prohibido para niños.

¿Un mundo de videoadictos?

Pero asociar las conductas violentas únicamente a la práctica sistemática de videojuegos limita significativamente el análisis del fenómeno, pues en este influyen otros elementos como el contexto familiar y social donde los sujetos se desarrollan.

Así lo reconoce Luis Alberto Notario, quien considera que sería igualmente simplista valorar los videojuegos de forma generalizada como portadores de valores negativos.

«Son conocidos muchos efectos positivos de videojuegos no violentos, que potencian el desarrollo de habilidades y la adquisición de conocimientos. Existen decenas de juegos diseñados para estimular en niños y adolescentes el aprendizaje y el pensamiento colectivo, entre otras capacidades».

La opinión de Luis la comparte Pablo Ramos, licenciado en Psicología y máster en Comunicación educativa y comunitaria, quien considera que lo que más se vende en el mercado son productos de contenido sexista, violentos o racistas, que pudieran crear una identificación con tipos de personajes, o determinados estereotipos. «Pero no se puede establecer una relación directa de causa-efecto».

Todos, en algún momento de nuestra cotidianidad estamos expuestos a películas de contenido violento, y no todos cometemos robos o asesinatos, recuerda Pablo Ramos. Eso pasa por toda una serie de mediaciones, como la personalidad del sujeto, su entorno familiar y las condiciones sociales. La información de los medios es un factor más que puede influir positiva o negativamente.

Para este especialista, con los videojuegos pasa lo mismo que sucedió con todas las tecnologías en el momento en que surgieron.

«Una vez se condenó al libro, que podía traer determinadas consecuencias negativas para la persona. Incluso el Quijote es un ejemplo de lo que sucedía si se leía en exceso. Así pasó con la imprenta, la radio y la televisión. No es el medio en sí el que puede ser positivo o negativo, sino cómo se instrumenta su uso, desde la familia hasta la escuela».

Los videojuegos como tecnología al fin —agrega— supone también un nuevo aprendizaje de toda una serie de habilidades, tanto desde el punto de vista motriz como cognitivo, que evidentemente favorece al individuo.

«Buena parte de nuestra vida cotidiana descansa en las nuevas tecnologías de la información y  los videojuegos son un instrumento que le permite a los niños, desde temprana edad, ponerse en contacto con estas.

«¿En qué hay que tener cuidado? En el tiempo de utilización. Es responsabilidad de la familia y la escuela, que deben ofrecer otras posibilidades y espacios de creación para que el niño no sea videoadicto».

Con Pablo Ramos coincide Mario Masvidal, Doctor en Ciencias Filológicas y profesor de Semiótica, teoría de la comunicación y análisis del discurso.

«Uno nota en la televisión, en la prensa en general, que hay un llamado a rescatar nuestras costumbres, tradiciones, nuestro patrimonio. Siento que hay muchas más noticias sobre el rescate de juegos perdidos, de volver a los juegos tradicionales… No veo nada malo en ello. El problema está en que nos enfoquemos únicamente en eso, sin proyectarnos en igual o mayor medida hacia el futuro.

«Porque un niño que juega a los escondidos y después ve un videojuego, ya no va a jugar tanto a los escondidos. La tecnología tiene su impacto y va formando sensibilidades diferentes».

Según Masvidal, autores importantes del marxismo, como Walter Benjamin, aseguraban que la tecnología va creando nuevas formas de relaciones y va obligando al cambio.

«Sin llegar a donde llegó MacLuhan, quien decía que la tecnología lo determina todo, ya que evidentemente esta cumple una función muy importante como fuerza productiva, como parte de la base —para hablar en términos marxistas—, pero también tiene un impacto en la superestructura, en la conciencia social.

«Uno nota que los muchachos van por un lado y los adultos por otro. Los jóvenes tienen una vida, unos intereses y unas necesidades, y los adultos creemos que sabemos lo que ellos quieren. Y no se trata de controlarlos sino de saber cómo piensan, cómo sienten. Queremos que vean las mismas películas que nosotros, que tengan nuestras mismas prácticas culturales, rescatadas del pasado, para que sean normales».

El videojuego —apunta el experto— puede ser una forma de entretenimiento, de enseñanza, de formación… en dependencia de su contenido. Pero más allá de lo que contiene, la mera articulación y socialización en torno al videojuego está anunciando un cambio —como ocurrió en el Renacimiento—, y todavía no nos damos cuenta de cómo ya hemos cambiado, de cómo las relaciones sociales y económicas se están modelando, agrega.

«Los niños ya tienen una manera distinta de percibir y sentir, desde la computadora. Yo, como adulto, cuando me van a enseñar algo digital, me tienen que dar un algoritmo, paso a paso. “Primero esta tecla, después la otra”. Si me das dos o tres posibilidades, ya me trabé, porque soy de la generación del cine, la televisión, que es lineal.

«Pero ya el salto es grande. Los jóvenes saben que tienen muchas formas de hacer lo mismo, diferentes vías para llegar a resultados parecidos, y que puedes hacer además varias cosas a la vez.

«El tiempo y el espacio han cambiado. Por primera vez me puedo encontrar con alguien en un espacio virtual común a los dos, aunque él esté en China y yo en La Habana. Pero además, en horarios diferentes. Hay un concepto otro de la realidad, del mundo, que a los adultos nos cuesta entender».

«Tampoco pienso que el videojuego necesariamente cree una personalidad atrofiada. Eso todavía se tiene que estudiar desde muchos puntos de vista. Hasta donde conozco, no está demostrado. En algunas personas con problemas patológicos sí puede ejercer un cierto efecto.

«Y no se trata de aplaudir la violencia en los medios. Me parece que la estetización de la agresividad no es válida, y entiendo que exista el temor a que se imponga. De acuerdo. Hagamos entonces nuestros videojuegos, y que sean más atractivos que los otros», concluye.

Otro ¿arte?

Otra apreciación interesante sobre el fenómeno la aporta Ernesto Vallín Martínez —director de Investigación y Desarrollo de los Joven Club de Computación— en el número 26 de la revista Tino.

Según explica, los videojuegos, más que un entretenimiento, son la expresión de una sociedad y bien podrían ser catalogados como un octavo arte.

«Los videojuegos han empezado a ser considerados una rama más del arte en los últimos tiempos, particularmente en Europa y Estados Unidos, donde el debate reúne a jugadores, productores y distribuidoras, y los enfrenta al mundo del cine.

«Los desarrolladores de videojuegos buscan el sentido del momento latente de una sociedad, para reflejarlo en sus obras, al igual que los guionistas de las películas o los escritores de los más laureados best seller.

«La violencia, la guerra, la búsqueda de una inteligencia superior, los desafíos investigativos, son  algunas de las tramas de videojuegos, que coinciden con los sucesos del momento, tanto en la geopolítica como en el mundo del arte o del entretenimiento».

Para Vallín, los artistas de esta nueva forma de expresión serían entonces muy similares a los de la industria del cine: los guionistas, diseñadores de escenarios, universos, personajes, juego de cámaras, texturas y música.

«Se supone que hay arte en la tecnología cuando un artista se inmiscuye en ese terreno y el toque de su mano lo transforma en arte. Sin embargo aquí se trataría de otra cosa. No son artistas experimentando en territorios ajenos; no son tampoco artistas transmitiendo conceptos en forma encriptada o estableciendo afirmaciones, levantando paradigmas. Son artistas trabajando para que el resultado final sea el entretenimiento.

«Considero que se trata de una mixtura donde se unen arte y técnica, sin las cuales no sería posible unir el entretenimiento y la belleza. Muchos videojuegos, como el mismo Picazo, nos muestran una fotografía de nuestro mundo o nos transportan como Steven Spielberg a un universo de ficción, que satisface nuestras fantasías más futuristas. Mientras la pugna continúe, este servidor continuará disfrutando de este arte, y haciéndolo también», concluye.

Claro que no se debe pasar por alto cuáles son las principales industrias de videojuegos en el mundo y qué patrones tratan de imponer. Para nadie es un secreto que en Estados Unidos se encuentran varias de las empresas más prolíficas y demandadas del orbe, y que su concepción e ideología transitan por los mismos senderos de la política que defienden y los valores que promueven. Por eso es común apreciar toda una historia montada en agresiones, dominio, expansión y defensa de ¿los oprimidos y desfavorecidos de esta tierra?

En todo este rejuego «de hacer creer y hacer pensar» a través de un producto concebido en esencia para el entretenimiento, se deslizan no pocas intenciones de control ideológico. Eso está bien claro. La cuestión radica entonces en guiar a nuestros niños, brindarles alternativas y, sobre todo, en saber discernir entre la madeja de diversión que se oferta, para no pecar de injustos en nuestras elecciones.

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