Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi primer viaje a La Habana

En aquellos días estremecedores de enero de 1959 llegaba por primera vez a Cuba el escritor colombiano Gabriel García Márquez para palpar cómo el pueblo, en una guerra larga y difícil, había derrotado a una de las más feroces dictaduras del continente. Juventud Rebelde reproduce su testimonio, publicado en estas páginas en diciembre de 1987 

Autor:

Gabriel García Márquez

Antes de la Revolución no tuve nunca la curiosidad de conocer a Cuba. Los latinoamericanos de mi generación concebíamos a La Habana como un escandaloso burdel de gringos donde la pornografía había alcanzado su más alta categoría de espectáculo público mucho antes de que se pusiera de moda en el resto del mundo cristiano; por el precio de un dólar era posible ver a una mujer y un hombre de carne y hueso haciendo el amor de veras en una cama de teatro.

Aquel paraíso de la pachanga exhalaba una música diabólica, un lenguaje secreto de la vida dulce, un modo de caminar y de vestir, toda una cultura del relajo que ejercía una influencia de júbilo en la vida cotidiana del ámbito del Caribe. Sin embargo, los mejor informados sabían que Cuba había sido la colonia más culta de España, la única culta de verdad, y que la tradición de las tertulias literarias y los juegos florales permanecía incorruptible mientras los marineros gringos se orinaban en las estatuas de los héroes y los pistoleros de los presidentes de la República asaltaban los tribunales a mano armada para robarse los expedientes.

Al lado de la Semana Cómica, una revista equívoca que los hombres casados leían en el baño, a escondidas de sus esposas, se publicaban las revistas de artes y letras más sofisticadas de América Latina. Los folletines radiales en episodios que se prolongaban durante años interminables y que mantenían anegado en llanto al continente, habían sido engendrados junto al incendio de girasoles de delirio de Amelia Peláez y los hexámetros de mercurio hermético de José Lezama Lima. 

Aquellos contrastes brutales contribuían a confundir mucho más que a comprender la realidad de un país casi mítico cuya azarosa guerra de independencia aún no había terminado, y cuya edad política, en 1955, era todavía un enigma imprevisible.

Fue ese año, en París, cuando oí por primera vez el nombre de Fidel Castro. Se lo oí al poeta Nicolás Guillén, quien padecía un destierro sin esperanzas en el Gran Hotel Saint Michel, el menos sórdido de una calle de hoteles baratos donde una pandilla de latinoamericanos y argelinos esperábamos un pasaje de regreso comiendo queso rancio y coliflores hervidas. 

El cuarto de Nicolás Guillén, como casi todos los del barrio latino, eran cuatro paredes de colgaduras descoloridas, dos poltronas de peluche gastado,  un lavamanos y un bidet portátil y una cama de soltero para dos personas donde habían sido felices y se habían suicidado dos amantes lúgubres de Senegal. 

Sin embargo, a veintinueve años de distancia, no logro evocar la imagen del poeta en aquella habitación de la realidad y en cambio lo recuerdo en unas circunstancias en que no lo he visto nunca: abanicándose en un mecedor de mimbre, a la hora de la siesta, en una terraza de uno de esos caserones de ingenio de la espléndida pintura cubana del siglo XIX.

En todo caso, y aún en los tiempos más crueles de invierno, Nicolás Guillén conservaba en París la costumbre muy cubana de despertarse (sin gallo) con los primeros gallos, y de leer los periódicos junto a la lumbre del café, arrullado por el viento de melaza de los trapiches y el punteo de guitarras de los amaneceres fragosos de Camagüey. Luego abría la ventana de su balcón, también como en Camagüey, y despertaba la calle entera gritando las nuevas noticias de América Latina, traducidas del francés en jerga cubana.

La situación del continente en aquella época estaba muy bien expresada en el retrato oficial de la Conferencia de Jefes de Estado que se había reunido el año anterior en Panamá: apenas si se vislumbraba un civil escuálido en medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general Dwight Eisenhower que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se había puesto para aquella fotografía histórica sus estoperoles de guerrero en reposo. De modo que una mañana Nicolás Guillén abrió su ventana y gritó una noticia única:

—¡Se cayó el hombre!

Fue una conmoción en la calle dormida, porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo.  Los argentinos pensaron que era Juan Domingo Perón, los paraguayos pensaron que era Alfredo Stroessner, los peruanos pensaron que era Manuel Odría, los colombianos pensaron que era Gustavo Rojas Pinilla, los nicaragüenses pensaron que era Anastasio Somoza, los venezolanos pensaron que era Marcos Pérez Jiménez, los guatemaltecos pensaron que era Castillo Armas, los dominicanos pensaron que era Rafael Leónidas Trujillo y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón, en realidad. Más tarde, conversando sobre eso, Guillén nos pintó un panorama desolador de la situación en Cuba. «Lo único que veo en el porvenir», concluyó, «es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México». Hizo una pausa de evidencia oriental y concluyó:

—Se llama Fidel Castro.

Tres años después, en Caracas, parecía imposible que aquel hombre se hubiera abierto espacio en tan poco tiempo y con tanta fuerza hasta el primer plano de la atención continental. Pero aún entonces nadie hubiera pensado que en la Sierra Maestra se estuviera gestando la primera revolución socialista de América Latina. En cambio, estábamos convencidos de que se empezaba a gestar en Venezuela, donde una inmensa conspiración popular había desbaratado en veinticuatro horas el tremendo aparato de represión del general Marcos Pérez Jiménez.

Vista desde fuera, había sido una acción inverosímil por la simplicidad de sus planteamientos y la rapidez y la eficacia devastadora de sus resultados. La única consigna que se impartió a la población fue que a las 12 del día del 2 de enero  de 1958 se hiciera sonar el claxon de los automóviles, que se interrumpiera el trabajo y se saliera a la calle a derribar la dictadura. 

Aun desde la redacción de una revista bien informada, muchos de cuyos miembros estaban comprometidos en la conspiración, aquella parecía una consigna infantil. Sin embargo, a la hora solicitada, estalló un inmenso clamor de bocinas unánimes, se hizo un embotellamiento descomunal en una ciudad donde ya entonces los embotellamientos del tránsito eran legendarios, y numerosos grupos de universitarios y obreros se echaron a las calles para enfrentarse con piedras y botellas contra las fuerzas del régimen. De los cerros vecinos, tapizados de ranchos de colores que parecían pesebres de Navidad,  descendió una arrolladora marabunta de pobres que convirtió a la ciudad entera en un campo de batalla. 

Al anochecer, en medio de los tiroteos dispersos y los aullidos de las ambulancias, circuló un rumor de alivio por la redacción de los periódicos: la familia de Pérez Jiménez escondida en tanques de guerra se había asilado en una embajada. 

Poco antes del amanecer se hizo un silencio abrupto en el cielo, y luego estalló un grito de muchedumbres desaforadas y se desataron las campanas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió un chorro de canciones criollas que se prolongó casi sin pausa durante dos años de falsas ilusiones. Pérez Jiménez se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos, y volaba en un avión  militar hacia Santo Domingo.

El avión había estado desde el mediodía con los motores calientes en el aeropuerto de La Carlota, a pocos kilómetros del palacio presidencial de Miraflores, pero a nadie se le había ocurrido arrimarle una escalerilla  cuando llegó el dictador fugitivo acosado de cerca por una patrulla de taxis que no lo alcanzaron por muy pocos minutos. Pérez Jiménez, que parecía un nene grandote con lentes de carey, fue izado a duras penas con una cuerda hasta la cabina del avión, y en la dispendiosa maniobra olvidó en tierra su maletín de mano. Era un maletín ordinario, de cuero negro, donde llevaba el dinero que había calculado para sus gastos de bolsillo: trece millones de dólares en billetes. 

Desde entonces, y durante todo el año 1958, Venezuela fue el país más libre de todo el mundo. Parecía una revolución de verdad: cada vez que el gobierno vislumbraba un peligro, acudía al pueblo de inmediato por conductos directos, y el pueblo se echaba a la calle contra cualquier tentativa de regresión. Las decisiones oficiales más delicadas eran del dominio público. No había un asunto de Estado de cierto tamaño que no fuera resuelto con la participación de los partidos políticos, con los comunistas al frente, y al menos en los primeros meses los partidos eran conscientes de que su fuerza se fundaba en la presión de la calle. Si aquella no fue la primera revolución socialista de la América Latina debió ser por malas artes de cubileteros, pero en ningún caso porque las condiciones sociales no hubieran sido las más propicias.

Entre el gobierno de Venezuela y la Sierra Maestra se estableció una complicidad sin disimulos. Los hombres del 26 de Julio destacados en Caracas hacían propaganda pública por todos los medios de difusión, organizaban colectas masivas y despachaban auxilios para las guerrillas con la complacencia oficial. Los universitarios venezolanos que habían tenido una participación aguerrida en la batalla contra la dictadura, les mandaron por correo a los universitarios de La Habana unas bragas de mujer. Los universitarios cubanos disimularon muy bien la impertinencia de aquella encomienda triunfalista, y en menos de un año, cuando triunfó la revolución en Cuba, se la devolvieron a los remitentes sin ningún comentario. La prensa de Venezuela, más por la presión de las propias condiciones internas, que por la voluntad de sus dueños,  era la prensa legal de la Sierra Maestra. Daba la impresión de que Cuba no era otro país, sino un pedazo de la Venezuela libre que aún estaba por liberar. 

El Año Nuevo de 1959 era uno de los muy pocos que Venezuela celebraba sin dictadura en toda su historia. Mercedes y yo, que nos habíamos casado por aquellos meses de júbilo, regresamos a nuestro apartamento del barrio de San Bernardino con las primeras luces del amanecer, y encontramos que el ascensor estaba descompuesto. Subimos los seis pisos a pie, con estaciones para descansar en los rellanos, y apenas habíamos entrado al apartamento cuando nos estremeció la sensación absurda de que se estaba repitiendo un instante que ya habíamos vivido el año anterior: un grito de muchedumbres desaforadas se había alzado de pronto en las calles dormidas, y se desataron las campanadas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió el torrente de arpas y cuatros, voces entorchadas de los joropos de gloria de las victorias populares. Era como si el tiempo se hubiera vuelto a la inversa y Marcos Pérez Jiménez hubiera sido derribado por segunda vez. Como no teníamos teléfono ni radio bajamos a trancadas las escaleras preguntándonos asustados qué clase de alcoholes de delirio nos habían dado en la fiesta, y alguien que pasó corriendo en el fulgor de la madrugada nos acabó de aturdir con la última coincidencia increíble: Fulgencio Batista se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos, y volaba en un avión militar hacia Santo Domingo.

Dos semanas más tarde llegué a La Habana por primera vez. La ocasión se me presentó más pronto de lo que esperaba, pero en las circunstancias menos esperadas. El 18 de enero, cuando estaba ordenando el escritorio para irme a casa, un hombre del Movimiento 26 de Julio apareció jadeando en la desierta oficina de la revista en busca de periodistas que quisieran ir a Cuba esa misma noche. Un avión cubano había sido mandado con ese propósito. Plinio Apuleyo Mendoza, y yo, que éramos los partidarios más resueltos de la Revolución Cubana, fuimos los primeros escogidos. Apenas si tuvimos tiempo de pasar por casa a recoger un saco de viaje, y yo estaba tan acostumbrado a creer que Venezuela y Cuba eran un mismo país, que no me acordé de buscar el pasaporte. No hizo falta: el agente venezolano de  inmigración, más cubanista que un cubano, me pidió cualquier documento de identificación que llevara encima y el único papel que encontré en los bolsillos, fue un recibo de lavandería. El agente me lo selló al dorso, muerto de risa, y me deseó un buen viaje.

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza. Foto: Archivo de JR.

El inconveniente serio se presentó al final, cuando el piloto descubrió que había más periodistas que asientos en el avión, y que el peso de los equipos y equipajes estaba por encima del límite aceptable.  Nadie quería quedarse, por supuesto, ni nadie quería sacrificar nada de lo que llevaba, y el propio funcionario del aeropuerto estaba decidido a despachar el avión sobrecargado. El piloto era un hombre maduro y serio, de bigote entrecano, con el uniforme de paño azul y adornos dorados de la antigua Fuerza Aérea Cubana y durante casi dos horas asistió impasible a toda clase de razones. Por último uno de nosotros encontró un argumento mortal:

—No sea cobarde capitán —dijo— también el Granma iba sobrecargado.

El piloto lo miró, y después nos miró a todos con una rabia sorda.

—La diferencia —dijo— es que ninguno de nosotros es Fidel Castro.

Pero estaba herido de muerte, extendió el brazo por encima del mostrador, arrancó la hoja del talonario de órdenes de vuelo y la volvió una pelota en la mano.

—Está bien —dijo—  nos vamos así, pero no dejo constancia de que el avión va sobrecargado.

Se metió la bola de papel en el bolsillo y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Mientras caminábamos hacia el avión, atrapado entre mi miedo congénito a volar y mis deseos de conocer  Cuba, le pregunté al piloto con un rescoldo de voz:

—Capitán, ¿usted cree que lleguemos?

—Puede que sí —me contestó— con la ayuda de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Era un bimotor destartalado. Entre nosotros circuló la leyenda de que había sido secuestrado y conducido a la Sierra Maestra por un piloto desertor de la aviación batistiana, y que permaneció en el abandono a sol y sereno hasta aquella noche de mi desgracia cuando lo mandaron a buscar periodistas suicidas en Venezuela. La cabina era estrecha y mal ventilada, los asientos estaban rotos y había un olor insoportable a orines agrios.  Cada quien se acomodó donde pudo, hasta sentados en el suelo en el estrecho corredor entre los bultos de viaje y los equipos de cine y televisión. Me sentía sin aire, arrinconado contra una ventanilla de la cola pero me confortaba un poco el aplomo de mis compañeros. De pronto, alguien entre los más serenos me murmuró en el oído con los dientes apretados: «Feliz tú que no le tienes miedo al avión». Entonces llegué al extremo del horror,  pues comprendí que todos estaban tan asustados como yo, pero que también lo disimulaban con una cara tan impávida como la mía.

En el centro del miedo al avión hay un espacio vacío, una especie de ojo del huracán donde se logra una inconsciencia fatalista, y que es lo único que nos permite volar sin morir. En mis interminables e insomnes vuelos nocturnos solo logro ese estado de gracia cuando veo aparecer en la ventana esa estrellita huérfana que acompaña a los aviones a través de los océanos solitarios. En vano la busqué aquella mala noche del Caribe desde el bimotor sin alma que atravesaba nubarrones pedregosos, vientos cruzados, abismos de relámpagos, volando a tientas con el solo aliento de nuestros corazones asustados. Al amanecer nos sorprendió una ráfaga de lluvias feroces, el avión se volteó de costado con un crujido interminable de velero al garete, y aterrizó temblando de escalofríos y con los motores bañados en lágrimas en un aeropuerto de emergencia de Camagüey. Sin embargo, tan pronto como cesó la lluvia, reventó un día primaveral, el aire se volvió de vidrio y volamos el último trayecto casi a ras de cañaverales perfumados y estanques marinos con peces rayados y flores de alucinación en el fondo. 

Antes del mediodía aterrizamos entre las mansiones babilónicas de los ricos más ricos de La Habana en el aeropuerto de Columbia, luego bautizado con el nombre de Ciudad Libertad, la antigua fortaleza batistiana donde pocos días antes había acampado Camilo Cienfuegos con su columna de guajiros atónitos. La primera impresión fue más bien de comedia, pues salieron a recibirnos los miembros de la antigua aviación militar que a última hora se habían pasado a la Revolución y estaban concentrados en sus cuarteles mientras la barba les crecía bastante para parecer revolucionarios antiguos.

Para quienes habíamos vivido en Caracas todo el año anterior, no era una novedad la atmósfera febril y el desorden creador de La Habana a principios de 1959. Pero había una diferencia: en Venezuela, una insurrección urbana promovida por una alianza de partidos antagónicos y con apoyo de un sector amplio de las Fuerzas Armadas había derribado a una camarilla despótica, mientras en Cuba había sido una avalancha rural que había derrotado, en una guerra larga y difícil, a unas fuerzas armadas a sueldo que cumplían las funciones de un ejército de ocupación. Era una distinción de fondo, que tal vez contribuyó a definir el futuro divergente de los dos países, y que en aquel espléndido mediodía de enero se notaba a primera vista.

Para darle a sus socios gringos una prueba de su dominio del poder y de su confianza en el porvenir, Batista había hecho de La Habana una ciudad irreal. Las patrullas de guajiros recién calzados, olorosos a tigre, con escopetas arcaicas y uniformes de guerra demasiado grandes para su edad andaban como sonámbulos por entre los rascacielos  de vértigo y las máquinas de maravillas y las gringas casi en pelota que llegaban en el transbordador de Nueva Orleáns cautivadas por la leyenda de los barbudos. En la entrada principal del Hotel Havana Hilton, que apenas se había inaugurado por esos días, había un gigante rubio con un uniforme de alamares y un casco de penacho de plumas de mariscal inventado. Hablaba una jerga de cubano cruzado con el inglés de Miami, y cumplía sin el menor escrúpulo su triste empleo de cancerbero. A uno de los periodistas de nuestra delegación, que era un venezolano negro, lo alzó en vilo por la solapa y lo tiró en el medio de la calle. Fue necesaria la intervención de los periodistas cubanos ante la gerencia del hotel para que se permitiera sin distinciones de ninguna clase el paso libre de los invitados que estaban llegando del mundo entero. Esa primera noche, un grupo de muchachos del Ejército Rebelde, muertos de sed, se metió por la primera puerta que encontraron, que era la del bar del Hotel Havana Riviera. Solo querían un vaso de agua, pero el encargado del bar, con los mejores modos de que fue capaz los volvió a poner en la calle. Los periodistas, con un gesto que entonces parecía demagógico, los hicimos entrar de nuevo y los sentamos en nuestra mesa. Más tarde el periodista cubano Mario Kuchilán, que se enteró del incidente, nos comunicó su vergüenza y su rabia.

—Esto no se arregla sino con una revolución de verdad —nos dijo— y les juro que la vamos a hacer.

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