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La Habana en 1850

No festejan las familias acomodadas las bodas de sus hijos. No hay, tras el enlace matrimonial, baile ni banquete. La ceremonia tiene lugar en la iglesia, muy temprano en la mañana, y no demoran los recién casados en salir de la ciudad a fin de pasar la luna de miel en el ingenio o en alguna de las fincas de los suyos o de algún amigo. Sí se come y se bebe en los velorios. En una de las habitaciones de la casa donde se vela al fallecido se reúnen los visitantes con los familiares del difunto y, lejos de la compostura y el silencio que supone un pésame, reina allí la mayor algazara. Cada cual habla acerca de lo que le viene en ganas y lo hace en voz alta, como si estuviera en la plaza pública, hasta que a las 12 de la noche amigos y dolientes pasan al comedor donde el jamón y el champán mitigarán un tanto el dolor. En otra sala de la casa mortuoria esperan las mesas de juego a los que quieran echar una partida de cartas.

Bajo el signo de Tacón

Algo había mejorado ya, en 1850, el estado de las calles de la capital. Tres décadas antes eran lodazales inmundos e incluso la Plaza de Armas lucía, según la época del año, como un páramo fangoso o un paraje polvoriento. Como el tránsito de carruajes llegaba a hacerse muy difícil durante las lluvias en aquellas calles estrechas y sin pavimentar, se ideó enterrar en ellas traviesas de madera dura que quedaban dispuestas de manera perpendicular al eje de la vía. Fue nulo el resultado de tal empeño. Lejos de solucionar la situación, la empeoró, sin contar que si los aguaceros eran seguidos e intensos, los polines desaparecían tragados por el subsuelo.

Sería durante el Gobierno del despótico capitán general Miguel Tacón (1834-1838) que se acometió la pavimentación de las calles principales mediante el sistema McAdam. Se procedió asimismo a rotularlas y a numerar los locales. Lo dirá el mismo militar español en el documento en que hizo el resumen de su mandato: «Carecían las calles de la inscripción de sus nombres y muchas casas de número. Hice poner en las esquinas de las primeras tarjetas de bronce y numerar las segundas por el sencillo método de poner los números pares en una acera y los impares en otra».

Ya para este año contaba La Habana con un teatro que se reputaba entre los mejores del mundo y que se llamó de Tacón por haber sido edificado durante el mando de este militar que, en virtud de las facultades omnímodas de las que estaba investido, negó a los cubanos hasta el derecho de pedir. Todo lo que construyó llevó su nombre. Fueron además obras suyas el Mercado de Tacón, en la Plaza del Vapor (actual parque del Curita) y la Cárcel Nueva o de Tacón, en las inmediaciones del Castillo de la Punta. Dio vida a un incipiente jardín botánico y a un rudimentario zoológico en la Quinta de los Molinos, residencia de verano de los capitanes generales, y trazó el Paseo Militar o de Tacón, llamado también de Carlos III.

No son pocos los viajeros que comparan el Paseo Militar con el de los Campos Elíseos y el Bosque de Boloña, en París, o con el londinense Hyde Park. A las seis de la tarde, los paseantes, en volantas u otros carruajes idóneos, inician el recorrido en el Castillo de la Punta y toman la Alameda, esto es, el actual Paseo del Prado, hasta la Fuente de la India o de La Noble Habana. Dan vueltas alrededor del Campo de Marte (Plaza de la Fraternidad Americana) antes de avanzar por la Calzada de Reina y seguir por Carlos III hasta el Castillo del Príncipe. Un recorrido que es el evento de cada día: los chismes aumentan entonces su cotización, se concertan citas y las más sólidas reputaciones son víctimas de la mofa.

En este paseo, frecuentado también por peatones, las volantas van con fuelle caído y llevan, cada una, a dos o tres muchachas elegantemente vestidas. Hay a veces tantos carruajes, que deben marchar paso a paso, extremando precauciones para evitar un accidente. Una lentitud extrema que aprovechan los paseantes de a pie para piropear a las muchachas que, desde sus vehículos, contestan el requiebro con una sonrisa o con la telegrafía eléctrica del abanico. Una costumbre llama, sobre todo, la atención de las viajeras. Las blancas y amplias vestiduras de las damas cuelgan más abajo del estribo de la volanta ya que la etiqueta exige que los vuelos, encajes y bordados permanezcan fuera del carruaje.

En 1837 se había inaugurado el ferrocarril Habana-Bejucal, y cuatro años más tarde se reorganizaba la Universidad. En 1846 se introducía el alumbrado de gas y en 1853 se abría en la ciudad la primera central telegráfica. En 1830 la producción de azúcar rebasaba las 90 000 toneladas, y la industria azucarera, para facilitar las exportaciones, se concentraba cerca de los puertos. Diez años después continuaban las transformaciones técnicas en dicha industria con la instalación de nuevas máquinas de vapor, molinos horizontales de tres mazas y, más tarde, tachos al vacío. Pero la crisis económica mundial de 1857 se hacía sentir en la Colonia con la ruina de numerosos hacendados y la quiebra de bancos y sociedades.

«Con sangre se hace el azúcar», decían los mayorales. Afirman algunos autores que unos 5 000 negros y mulatos esclavos y libres fueron muertos en los años de 1843 y 1844 en las represiones que siguieron a conspiraciones abolicionistas reales o supuestas, como la de La Escalera, en la que no menos de 20 blancos fueron condenados a penas de uno a ocho años, y uno, por lo menos, fue sentenciado a muerte y ejecutado.

La represión desatada contra esas conspiraciones provocaría, dice la historiadora Yolanda Díaz Martínez en su libro Visión de la otra Habana, recientemente publicado, «una remodelación e intensificación de los mecanismos represivos para mantener el orden», que se reflejarían «en la realización de importantes modificaciones en el sistema policial. Así se ampliaron las funciones de este y se reformó su estructura al crear nuevas formas de vigilancia, etc., algunas de las cuales no solo se circunscribieron a La Habana, sino que se extendieron a otras regiones de Cuba». Porque, concluye la historiadora, con su fisonomía de ciudad floreciente y en crecimiento y desarrollo permanentes, La Habana convivía en la práctica con disparidades raciales y sociales que agudizaban males que la hacían más peligrosa.

Día a día

Sobre esa vigilancia llama la atención el español Antonio de las Barras y Prado y lo consigna en sus memorias sobre su paso por la Isla en esos años. Escribe que el habanero, en su trato social, es «despreocupado y sin hipocresías», con amplia libertad de costumbres y aun en la expresión de sus ideas políticas, aunque el Gobierno «siempre está vigilante sobre el elemento activo separatista, cuya tendencia, a decir verdad, se va arraigando en la mayoría de los hijos del país, tanto varones como hembras». Hay una marcada división entre criollos y españoles, dice. Aunque exista amistad entre peninsulares y criollos, «en el fuero interno la división está latente, moderada por educación». Precisa De las Barras que hay una marcada influencia norteamericana en Cuba, donde se trata de copiar las costumbres y los adelantos yanquis, actitud que, más que una inclinación natural, entraña, a su juicio, una protesta contra la reaccionaria y desmoralizada política española.

«La mayoría de las familias solo oye misa el 1ro. de enero y entiende que esto sirve para todo el año», constata Antonio de las Barras y expresa que el habanero, más que poco religioso, «es poco beato». Repara en la belleza de la habanera, una belleza que le parece a veces demasiado fugaz. Aun así, dice, «es Cuba un país de mujeres hermosas que además tienen en su conversación y en su trato verdadero encanto…». De las mulatas, sentencia que son «muy graciosas en sus conversaciones y movimientos… indolentes, despilfarradoras y vanidosas… Gozan de muchas simpatías entre los europeos… Los peninsulares que se amanceban con ellas se quedan en Cuba toda la vida».

Pero es cara La Habana. A muchos viajeros les parecen chocantes los altos precios de los artículos de primera necesidad. Hay en la mesa criolla una desordenada profusión de manjares. En fondas, posadas y hoteles la comida por lo general es buena y abundante, pero molesta a algunos el exceso de grasa. Y el ruido causa no pocos disgustos. Mercaderes, Obispo y Muralla son las calles comerciales por excelencia. Algunos abanicos pueden llegar a valer el equivalente de 150 dólares. Si la habanera va de tiendas, no penetra en el establecimiento ni desciende de la volanta siquiera, sino que obliga al tendero a salir a mitad de la calle con aquellos géneros o artículos que la dama cree necesitar, y lo mismo ocurre cuando acude a refrescar a un café. Excepto en los hoteles principales no se emplea el hielo en La Habana para enfriar el agua, y en cuanto al hábito de fumar, se dice, un tercio de la población se encarga de fabricar los cigarros y los otros dos tercios se los fuman. Los pordioseros necesitan de una licencia del Ayuntamiento para pedir limosnas; se requiere de una licencia para casi todo y la policía y los inspectores de impuestos vienen siempre por la «mordida», que pretenden justificar con lo bajo de sus ingresos y la carestía de la vida. Cuba sigue siendo, en estos años, «la vaca lechera» de España: menos de la mitad de lo que en la Colonia se recauda por concepto de impuestos, licencias y permisos, se queda en la Isla. El resto, que es lo gordo, se envía a la península.

Baile, gallos, baraja

Al igual que en 1820, el baile es la pasión dominante del habanero. El juego es la distracción principal y las peleas de gallos la diversión favorita, escribe el colombiano Nicolás Tanco y Armero en sus memorias. Disfrutan mucho el teatro. Tanco fue el organizador del tráfico de chinos y vivió en La Habana entre 1853 y 1855.

Precisa: «La Habana tiene fama de ser una ciudad muy alegre, donde todo hombre de comodidades goza; donde el pueblo se divierte constantemente y es por esta idea, muy general, que se le ha llamado el París de América. Eso no deja de ser exacto».

Todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición, desde el niñito hasta las viejas, desde el capitán general hasta el último empleado. Las mismas danzas se oyen en un palacio que en un bohío. Todo el día se oye tocar las danzas, ya en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyos sonidos suelen bailar los paseantes. En los naipes, el tresillo desplaza al monte y lo juegan hasta las mujeres. No hay pueblo en la Isla, por pequeño que sea, donde no exista una valla de gallos que frecuenta lo mejor de la sociedad.

Los padres de las muchachas, en La Habana de 1850, arreglan el matrimonio de sus hijas con algún amigo que funge como una especie de corredor y se interpone y representa al pretendiente, aunque no es raro que la muchacha lo arregle por sí y ante sí, sin que los padres lo sepan. Si la familia se opone a su elección, puede ella recurrir al capitán general y solicitar que la «depositen» en un convento, de donde el hombre de su elección la sacará para llevarla al altar.

En esa Habana no solían los amigos hacerse regalos entre sí por el fin de año, tal como se hacía en otros países. Existía, sí, el aguinaldo; esto es, el dinero que en ocasión de la fecha el amo regalaba al esclavo, al igual que a otros servidores como el cartero, el sereno, el repartidor de periódicos…

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