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Lorca por Lorca

 

Con  el título de Lorca en Cuba. Mucho Lorca, circula aquí una historieta con textos de Alexis Díaz-Pimienta y dibujos de Joseph Ros, que recrea detalles de la visita del poeta granadino a la Isla, mientras en España circula, con éxito de crítica y de público, la novela Si yo me pierdo, de Víctor Amela, inspirada igualmente en la estancia cubana del autor del Romancero gitano que, en la primavera de 1930 vivió aquí, según confesión propia, «los mejores días de mi vida», días bullentes y desbordados en los que le brotó todo el delirio último de su escritura, y que en su célebre Son (Iré a Santiago) dejó testimonio de un país real e imaginado.

«Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba», escribió Federico desde La Habana a sus padres. La frase que sirvió a Amela para dar título a su novela, sirve asimismo para nombrar al Circuito literario y turístico de Lorca en Cuba, ruta basada en el libro de Amela y diseñada por Xavier Rosell, periodista y dinamizador de turismo cultural, y en la que el propio Amela ejercerá como guía.

El Circuito Lorca, con salida desde Barcelona, transcurrirá en agosto próximo, se extenderá durante 12 días y situará al viajero tras los pasos de Lorca en La Habana, Viñales, Matanzas, Cienfuegos, Caibarién, Remedios y Sagua la Grande, sitios visitados por el poeta durante su estancia. Lamentablemente, no se incluye Santiago de Cuba en esta primera edición de la ruta. Será en una próxima vez, admiten sus promotores. Tampoco se incluyen Caimito del Guayabal, Surgidero  de Batabanó  ni Santiago de las Vegas, donde los intelectuales y las clases vivas locales lo congratularon con una cena cubanísima.

¿Qué hizo durante sus días cubanos? ¿Cómo influyó Cuba en su obra y en su persona? Federico luce en La Habana como un hombre liberado, dispuesto a olvidar el pago a convencionalismos hipócritas. Hace lo que le viene en ganas y escribe en consecuencia. Para él tiene el mismo valor el té con que lo agasajan las damas distinguidas del Lyceum que el sorbo de café que, en el patio de una cuartería, le brinda una negraza inmensa y bondadosa. Alterna con escritores y artistas que a veces, dice, «me estrujan las entrañas», y con la burguesía habanera y también con gente de vivir incierto que conoce en bares y cabarés como el Kurssal, en la calle Paula, número 4, donde se puede buscar y encontrar cualquier  cosa. «No hace un mes que se encuentra en Cuba y ya está completamente aplatanado. Conoce y sabe más cosas cubanas que muchos de sus amigos, y nos puede servir perfectamente de cicerone y descubridor de lugares y tipos netamente criollos, para nosotros desconocidos», escribe en abril de 1930, en la revista Carteles,  el historiador Emilio Roig.

La Habana es una maravilla

Cierta vez el musicólogo español Adolfo Salazar visita al poeta en el hotel La Unión, en la esquina de Cuba y Amargura, donde se aloja. Lorca convalece de una intervención quirúrgica mínima —un quiste en el glúteo, que él llama mi rubí— a la que se sometió aquí, y lo encuentra recostado en la cama, vestido con su albornoz amarillo, y rodeado de unos 12 jóvenes a quienes lee sus poemas de Nueva York. Al percatarse de la presencia de Salazar —a quien llama «el señorito musiquito Adolfito Salazar»— hace un alto en la lectura para exclamar: « ¿Has visto? ¿Has visto? ¡La Habana es una maravilla! Es Cádiz, es Málaga, es Huelva… ¡Qué grande es España!».

Porque en La Habana, Federico, como buen europeo, más que valorar, compara. Sus amigos le escuchan decir que la ciudad huele a trópico fresco. Repara en la belleza de la mujer cubana y en el color de la mulata, que le recuerda al de la magnolia seca. Atiende a los pregones de los vendedores ambulantes. El cielo le recuerda al de Málaga; los rótulos donde se leen los nombres de las calles, se le parecen a los de Cádiz… Advierte detalles pequeños e intrascendentes que casi todos pasan por alto. En verdad, La Habana es para él un Cádiz grande, con mucho calor y gente que habla muy alto.

«De Nueva York me fui a La Habana… ¡Qué maravilloso! Cuando me encontré frente al Morro sentí una emoción y una alegría tan grandes que tiré los guantes y la gabardina...»,  dirá años después, y es que antes de su llegada, el viernes 7 de marzo de 1930, el poeta tiene ya una Cuba imaginada, a la que alude en su son cubano. Juan Marinello le escucha decir que la primera noticia que tuvo de la existencia de Cuba le llegó a través de los estuches de tabacos que en Fuente Vaqueros recibía su padre desde La Habana. La lámina interior de la tapa del envase dejaba ver carreteras de palmas, cielo de turquesa, oscuras hojas de tabaco, la farola del Morro y también a Romeo descendiendo por su inevitable escala y una profusión de monedas de plata. En el centro de la ilustración, dominándolo todo, la rubia cabeza de Fonseca, propietario de la marca de puros Romeo y Julieta.

¿Qué hacía Lorca en la Isla en aquel ya lejano año de 1930? Don Fernando Ortiz se lo topa en Nueva York y lo invita, a nombre de la Institución Hispano Cubana de Cultura, que preside, a impartir conferencias en la Isla. Sería cuestión de un mes, pero Federico permanece aquí unos tres meses, hasta el 12 de junio. «A García Lorca, entre tantas cosas más, tenemos que agradecerle la morosidad de su visita. No pudo contentarse con pasar por Cuba. Ha querido sentir en sí la visita cálida y amorosa del trópico y nos ha hecho la profunda lisonja de no acabar de irse», se lee en una edición de la Revista de Avance correspondiente a mayo de 1930.

Verlo todo

Porque Lorca quiere verlo todo. Pasa por Matanzas y visita Varadero. Aprecia los mogotes enigmáticos en el valle de Viñales y en Yumurí dice ver colores hasta entonces no captados en la plástica. Se deleita con la belleza inédita de los platanales  y en medio de una vega de tabacos se siente en el reino de Romeo y Julieta. Lo arroban los pinares de Vuelta Abajo y en Caimito se tumba junto a una mata de albahaca y expresa su deseo de no moverse de allí nunca más. A la ciudad de Cienfuegos, que visitó en dos ocasiones, llegó una de las veces con una Biblia y una cruz como único equipaje, y sin sombrero porque se lo tiró al paisaje más bello del camino.

Las filiales provinciales de la Hispano Cubana lo invitan y así ofrece conferencias también en Sagua la Grande y Caibarién, Cienfuegos y Santiago de Cuba. «Siempre dije que yo iría a Santiago», dice en su son, escrito antes de aquella visita. ¿Participó en una  cacería de cocodrilos? Lo afirmó el poeta, paladinamente, en una carta que remitió a sus padres. Parece que en ese punto reluce su capacidad de fabulación. Ninguno de sus amigos cubanos aludió nunca al  tema. En 1985 el escribidor preguntó a Dulce María Loynaz sobre esta supuesta cacería. Respondió que le parecía poco probable. Lo pensó mejor y dijo que le parecía imposible.

Ninguno de sus amigos cubanos, sin embargo, olvidó referirse a su decir «suave y  querencioso», a la «desmesura de sus ojos», a la «caliente comunicación» que conseguía con su interlocutor o su auditorio. Marinello confesaba que luego de escucharle sus poemas a Lorca, ya nunca más pudo leerlos sin hacerlo en su voz, en su acento, en su gesto.

«Cuando recuerdo a Federico, la primera imagen que me viene a la mente es la de sus ojos y su mano extendida. En nadie vi repetidos esos ojos maravillosos», me dijo Dulce María Loynaz. Y su hermana Flor, a quien Lorca envió de regalo el manuscrito de Yerma, ahora  extraviado: «Como hombre era feo, muy feo, pero eso sí, muy abierto, muy alegre siempre». Tan abierto y alegre, recordaba José Lezama Lima, que daba la impresión de que caminaba por las paredes.

Junto al Son hay un manojo de poemas cubanos de Federico García Lorca. Los que dedicó al escritor José María Chacón y Calvo, que le llamaba Federiquín, están en sus Obras Completas, no así el que dedicó a Flor Loynaz. En las dos cartas conocidas que luego de su visita remitió a La Habana habla de su deseo de regresar. «Cuando sea Duque de Genil volveré a Cuba…», dijo Federico en uno de sus autógrafos cubanos. Jamás volvió el poeta. No necesitaba hacerlo porque se quedó en Cuba para siempre.

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