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Camilo de Cuba

El Comandante Cienfuegos Gorriarán supo ganarse el amor de todo un pueblo por su carácter afable, pero recto a la vez

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

Septiembre, 1958. A un lado de la guardarraya, escondido entre las cañas, un bohío asoma como luz de esperanza. Abiertas de par en par sus ventanas y puertas da la bienvenida al grupo maltrecho de hombres con olor a monte. De mirarlos se siente que han llegado hasta ahí con la energía de reserva.

Muy cerca les sigue la metralla, el odio y la muerte. Pero necesitan tomar un respiro. La tropa de la Columna No. 2 Antonio Maceo, liderada por Camilo Cienfuegos, ha enfrentado hasta la rudeza de la naturaleza. En sus flacuchos cuerpos están las huellas de copiosos aguaceros y el viento. Tienen hambre y sed.

Sin tiempo para muchas presentaciones, la familia del bohío levantado con yagua y guano comparte lo poco que tiene. Acomodan sus huesos en los rincones que encuentran. Hablan de las últimas horas, y de cómo el cruce del inmenso Camagüey, ya en la retaguardia, se convirtió en una tarea titánica.

Cuando el aliento de la tropa retoma su ritmo, Camilo da la orden de seguir. Frente a sus ojos, elevaciones medianas y abundante vegetación le anuncian que Las Villas podía ser un mejor escenario. Pero antes vacía sus bolsillos.

—Lleven a los niños al médico del pueblo —exclama, mientras estruja en las manos del padre de familia un bultico.

—Están desde hace días con esa tos y no podíamos hacer nada —balbucea el hombre, y acomoda billete a billete los 200 pesos entregados.

—No demoren, busquen a un médico —enfatiza el guerrillero y toma a toda prisa la vanguardia del grupo que en segundos se pierde en el cañaveral.

Resulta esta historia una de las tantas que deja a su paso el comandante Camilo Cienfuegos, desde la Sierra Maestra hasta Yaguajay, al norte de Sancti Spíritus. Cada experiencia es espejo de un alma profunda de múltiples afectos. Enseñanzas que lo afianzan como líder y compañero. Como un ser humano extraordinario, capaz de trascender hasta después de su muerte.

En la misma zona —hoy perteneciente a la provincia de Ciego de Ávila—, la tropa vio posarse en los ojos del Señor de la Vanguardia el horror y la tristeza: no pudo evitar el llanto tras conocer del vil asesinato de Zenén Mariño, fiel mensajero, a quien los esbirros subieron a una avioneta para que indicara por dónde cruzaban la llanura y se negó a decir una palabra. Una pérdida profunda para Camilo y sus hombres. Otro pretexto para seguir la lucha.

Al otro lado del río Jatibonico del Norte

Han sido días de mucha lluvia. La naturaleza no le da tregua al grupo de barbudos, empecinados en llegar hasta occidente como les pidió Fidel Castro, quien sigue plantado en la Sierra Maestra, donde el fuego tampoco descansa.

El cauce del Jatibonico del Norte parece un mar con mil demonios. Cruzarlo será otra prueba de fuego. Pero ya han vivido demasiado como para temer: con una soga amarrada a la cintura y el agua prácticamente al cuello logran el paso de cada uno de sus hombres.

«Nada nos impediría el cruce… Yo besé la tierra villaclareña», escribió unos días después del tormentoso pasaje en su informe a Fidel.

Del otro lado, después de acampar en Llanadas de Alunao, la columna arriba a Jobo Rosado, un rincón tupido en tierras yaguayajenses. Allí los destacamentos Máximo Gómez, del Partido Socialista Popular (PSP), y Marcelo Salado, del Movimiento 26 de Julio, se fusionaron con el grupo de guerrilleros, que cayó exhausto en esa primera noche.

«Dormitaba en una hamaca cuando sentí algo en mis pies. Al darme cuenta, nos estaban limpiando las heridas porque habíamos atravesado mucho diente de perro. Algunos llegaron hasta descalzos», confesó en cierta ocasión a esta reportera el combatiente Elgin Fontaine Ortiz.

Camilo aprendió a respetar y querer a los pobladores del norteño territorio espirituano. Sentimientos recíprocos que se fortalecieron entre bromas y clases de justicia social.

Todavía en Yaguajay resulta un chiste el submarino que comentó Camilo que mandaría Fidel Castro desde la Sierra Maestra para eliminar a las tropas batistianas, o cuando le preguntaban por él mismo y señalaba que había cogido por un trillo, y la gente tomaba ese rumbo para conocerlo.

Hay a quienes se le salen los ojos de sus cuencas al rememorar el día en que se tiró bocarriba con su M-2 para dispararle a la avioneta que sobrevoló Jobo Rosado como un pájaro con hambre, o cuando lideró una invasión de 45 días en la que solo comieron 11 veces, incluyendo una yegua cruda, un pedazo de chivo y una rana toro.

También se cuenta que solo aceptaba un plato de comida cuando ya todos sus hombres lo tenían en la mano, y que muchas veces se le vio en plena madrugada hacer pinol para la tropa. «Cuando ellos exploran estoy sentado y cojo así mi filito», respondía siempre que le preguntaban por qué un jefe se dedicaba a hacer eso mientras el resto descansaba.

Andan por esos parajes yaguayajenses las anécdotas de los días en que gran número de obreros agrícolas acudía a los campamentos de La Caridad, Juan Francisco y Jobo Rosado para que Camilo y sus hombres metieran en cintura a los terratenientes.

Pidió entonces al artemiseño Gerardo Nogueras Rodríguez, integrante del PSP, crear una Comisión Obrera. Surgió así el decreto que dispuso que antes de las 72 horas no debía quedar un solo camino con candado ni puerta en pie.

Camilo mantuvo un vínculo especial con el pueblo de Yaguajay, que lo asumió como un hijo Camilo despertó siempre el cariño de quienes lo conocieron. Fotos: Perfecto Romero

En pocos meses, Camilo fue para Yaguajay mucho más que el primero en salir en combate con su M-2. Se ganó el cariño de todas las generaciones. Las mismas que asaltaban la calle principal de la cabecera municipal para verlo pasar sentado en el guardafango del yipi y tirarles caramelos y tabacos.

Afectos que cruzaron de punta a punta a toda Cuba, no solo por la valentía del héroe, sino por su sensibilidad extrema, que lo llevó incluso a reunir a varios directores de cine para hacer la primera película después del triunfo revolucionario, a sacar el ballet y la ópera de los teatros para llevarlos al mismo corazón de la Sierra Maestra, o cuando le despejó el camino a Carlos Puebla para llegar a la radio con un solo pedido: «Cántale a la Revolución».

Bastaron sus 27 años de vida para que su presencia calara en lo más profundo de todo este país. Impregnó respeto, admiración, amistad, gracia. Arrancó más de un suspiro a las muchachas que corrían a su paso y le tiraban sus cintas de pelo. Para eso, él solo precisó regalar esa perfecta sonrisa y demasiados afectos para el bien común. De ahí que al nombrarlo resultara común decir Camilo de Cuba, sin más rangos o apellidos.

Nota: Para la realización de este trabajo se utilizó la información de la serie documental Camilo, aquí está el Che.

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