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Camilo y sus anécdotas

A la primera persona que le escuché hablar sobre Camilo fue a una de mis maestras de primaria. Desde entonces, conocer el itinerario existencial de este auténtico hombre de pueblo figuró entre mis lecturas preferidas

Autor:

Juan Morales Agüero

A la primera persona que le escuché hablar sobre Camilo fue a una de mis maestras de la enseñanza primaria. Nos esbozó con palabras un perfil suyo tan hermoso que en el aula todos quedamos fascinados. Luego declamó versos del poema de Mirtha Aguirre dedicados a él: «Capitán tranquilo / paloma y león / cabellera lisa / y un sombrero alón / cuchillo de filo / barbas de vellón / una gran sonrisa / y un gran corazón /».

Recuerdo que al siguiente día marchamos en columnas hasta las márgenes de nuestro manso río municipal. Llevábamos en las manos ofrendas de pétalos para lanzarlas a su cauce a guisa de homenaje. Nunca como en aquel 28 de octubre sus aguas adquirieron fragancia mayor. «¡Una flor para Camilo!», se escuchaba decir. Y parecía como si el héroe emergiera ante nosotros, chorreante, para agradecernos el patriótico gesto.

Desde entonces, conocer el itinerario existencial de este auténtico hombre de pueblo figuró entre mis lecturas preferidas. Sus anécdotas pusieron ante mis ojos la dimensión de su personalidad osada, criollísima y generosa. Tanto en la sierra como en el llano, el revolucionario del sombrero alón legó una huella tan honda que el tiempo no borrará jamás.

Hay un episodio suyo en la Sierra Maestra que evidencia cómo -aun en las peores circunstancias- su proverbial sentido del humor fue capaz de prevalecer. Lo recogió en un libro el entonces capitán William Gálvez, uno de sus ayudantes más cercanos, y está relacionado con el interrogatorio a tres esbirros batistianos capturados en la zona de La Mesa, dos de los cuales insistían tozudamente en dar nombres falsos.

Ante la terquedad de los prisioneros en mentir, Camilo le ordenó a uno de sus prácticos que intentara identificarlos sin ser visto por ellos. El hombre –no sin recelo y temeroso de que alguno de ellos lo tomara en represalia- se ocultó detrás de un árbol y, minutos después, le mandó a decir a su jefe: «El alto y canoso es el cabo Trujillo. El otro es el guardia Pino. Y quien lo acompaña es el montero Navarro».

Confirmada su sospecha de que dos de los impostores eran guardias rurales, a Camilo se lo ocurrió una «camilada»: llamó al capitán Sergio del Valle –médico de profesión-, le pidió que les pusiera el esfigmomanómetro de medir la presión arterial y les dijera que se trataba de un detector de mentiras. Los detenidos se tragaron completa la engañifa. Y se pusieron tan nerviosos que hablaron hasta por los codos.

La otra anécdota ofrece la estatura de Camilo como ser humano y cultor de la ética. Ocurrió el 24 de diciembre de 1958, en medio del cerco rebelde al cuartel de Yaguajay. A juzgar por Pastor Guzmán, reportero del semanario espirituano Escambray, los contactos entre las dos partes llegaron a ser casi amistosos, a pesar de su hostilidad manifiesta.

Guzmán contó en una crónica que el día de marras hubo una tregua entre las dos partes, coordinada por la Cruz Roja y la iglesia local. Sus delegados entraron al cuartel en dos vehículos, y, al retirarse, Camilo los autorizó a llevarse con ellos a dos soldados heridos. Dadivoso hasta con el enemigo, a cada uno le entregó cinco pesos para el pasaje. 

Ese día hubo dos negociaciones con los sitiados. Se les pidió rendirse y que no se derramara más sangre.  La primera, presidida por el capitán Pinares, fue en vano. A la segunda asistió Camilo, y, según Guzmán, «no acudió con las manos vacías, sino que él y su comitiva llevaron mazos de tabaco y ruedas de cigarro, que el Comandante repartió personalmente a los guardias que se lo pidieron en la primera visita».

Inconforme aún con tan inusitada prueba de altruismo, el jefe guerrillero les prometió a sus adversarios, derrotados moralmente dentro del campamento militar: «Si se rinden les pagamos los meses atrasados que les debe el Ejército y esta misma Nochebuena nos comemos 20 lechones asados, todos juntos (…). No debemos pelear más, si somos hermanos».

He leído infinidad de anécdotas atribuidas al Comandante Camilo Cienfuegos. Algunas tienen nexos con el Che, hombre recio y poco dado a las jaranas. Sin embargo, al Señor de la Vanguardia se las aceptaba y hasta le divertían. Pero ninguna como estas dos que les he reseñado. En ambas está sintetizada la naturaleza irrepetible de un hombre de su tiempo, de nuestro tiempo y de cualquier tiempo. Esa, entre tantas que lo convirtieron en leyenda, es otra de sus hazañas.

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