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Compromiso deseoso con la cultura patria

Palabras de agradecimiento del profesor, crítico, traductor e investigador Luis Álvarez Álvarez, después de haber recibido, este miércoles, el Premio Maestro de Juventudes que otorga la Asociación Hermanos Saíz

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Juventud Rebelde

Con gusto, pero también con la timidez de quien no está seguro de ocupar el sitio que le corresponde, cumplo el encargo de agradecer, en nombre de los colegas homenajeados, y en el mío propio, el Premio Maestro de Juventudes, que la Asociación Hermanos Saíz generosamente nos concede. En Cuba contamos con diversos premios y distinciones de variado tipo. Estimables como son todos ellos, pienso que este que recibimos hoy comporta un valor singular. Pues la relación entre las generaciones, el sentido de mutuo aprendizaje que puede enlazarlas y trazar así una continuidad histórica, base principal de la nacionalidad cubana, es, entre todos los merecimientos posibles, el que mayor valor tiene como reflejo del dinamismo imperioso de la vida intelectual de un país, la cual no es sino confluencia de la creatividad de seres humanos cuyas diferencias de edad son borradas por un esfuerzo común: el de labrar una cultura como patrimonio de todos.

Uno de nuestros grandes intelectuales, Enrique José Varona, fue un ejemplo vibrante de cómo el diálogo entre edades diversas es imprescindible para el crecimiento de la patria. A una edad provecta, este hombre, maestro verdadero, fue interlocutor vital para un muy joven Rubén Martínez Villena y otros de su generación. Pues bien, si algo me estremece del enorme pensamiento de Varona, es un lapidario aforismo suyo: «Antes, los viejos, los viejos. Ahora, los jóvenes, los jóvenes. ¡No: los útiles!». Esa utilidad patriótica más allá de las edades que defiende Varona, tenía sus raíces no en la tajante negación de una generación por otra, sino en la evidencia de que estas deben entrelazarse a través de una comunicación profunda.

Creo que la cultura cubana está obligada a defender, hoy más que nunca, la comunicación entre los creadores. Necesitamos, sin duda, fortalecer una cultura del diálogo, cuyas bases sean la capacidad de escuchar y respetar diversidad de criterios, la voluntad de atender en forma no restrictiva toda creatividad decidida a aportar y transformar en sentido constructivo revolucionario. Esto es el eje capital de una cultura que goce de buena salud.

Una zona de esta cuestión que está urgida, en mi opinión, de fortalecimiento, a partir de la interconexión entre maestros y jóvenes, es la educación artística en el país, la cual ha sido, desde hace medio siglo, uno de los grandes logros del proceso revolucionario. En la actualidad, es necesario que esta esfera, de la cual depende en gran medida la formación de artistas en el sentido más lato y profesional, sufra un cambio cualitativo que incremente su eficiencia y su repercusión en nuestra cultura. En primer lugar, se requiere una metamorfosis de estilos de trabajo, de modo que la interacción entre maestros y estudiantes alcance una distinta estatura. En el campo de la formación de artistas es de vital importancia un intenso trabajo para desarrollar no solo valores —estéticos, éticos, ideológicos, políticos, etc.—, sino sobre todo la capacidad misma de valorar, la voluntad de elegir con tino y elevación de miras.

Por otra parte, todavía nuestra educación artística, a pesar de sus indudables facetas positivas, y precisamente por ellas, está requerida de cambiar estilos de trabajo ya superados, sobre todo en lo que se refiere a programas carentes de flexibilidad, modos de trabajo anquilosados, urgencia vital de actualización teórica —todavía tenemos maestros de arte que piden a sus alumnos que estudien Leontiev, enclavados en los límites asfixiantes de la década del 40, mientras esos mismos docentes ignoran el aporte de pensadores marxistas como el cultorólogo Luri Lotean o la musicóloga Zofia Lissa—, así como reducción de la distancia entre las formas de arte que se ejercitan en la escuela, y las que se practican en la cotidianidad palpitante de la realidad nacional e internacional.

La esencia de la interlocución entre el maestro y sus alumnos tal vez nunca haya sido mejor descrita que cuando Marcelo Pogolotti —cuyo aniversario cien conmemoramos este año—, al evocar uno de sus profesores, Von Schlegel, escribió que este: «(...) procuraba desarrollar un sentido del arte, que acaso es la función más importante del maestro». Es cierto: un sentido del arte no es sino la dirección y meta de la actividad creativa, su valor para una determinada sociedad. Pero para ello hacen falta profesores realmente capacitados en cuanto a la interacción dialogante con sus alumnos, quienes, por lo demás, deben estar dispuestos a un aprendizaje esencial y constante.

Diálogos, necesitamos diálogos constructivos, abiertos y eficaces, en los cuales se logre una alternancia de roles —maestros que oigan, alumnos activos en la participación— y se aborden cuestiones de verdadera trascendencia en vez de detalles comineros. No es posible que los profesores hablen siempre: necesitamos escuchar, porque estamos, tanto o más que los jóvenes alumnos, urgidos, desesperadamente obligados, por nuestra condición misma, a prestar atención, a aprender, incluso más que los estudiantes que se nos han confiado, pues también a través de ellos podemos tomar el pulso y ahondar en la dinámica de la cultura actual en nuestra sociedad.

Tal vez la Asociación Hermanos Saíz debería instituir un Premio Alumnos de Juventudes, que sería, sin duda, tan útil y preciado como el que hoy recibimos, aunque tal vez mucho más difícil de asignar. La receptividad entre las generaciones, entre maestros y estudiantes, entre el artista encanecido y el principiante lleno de entusiasmo, es la única garantía de un intercambio cabal de apetencias y de saber acumulado, de manera que el proceso de la educación artística sea, ante todo, una experiencia de vida y no una aburrida exposición de informaciones.

Tanto los de mayor edad como los jóvenes estamos necesitados de una mayor formación en valores, esforzada y tenaz, que nos permita acceder a una perspectiva estética contemporánea de verdadera lucidez. Carecer de una base real en esta área, significa exponernos, como aldeanos de fácil asombro, a tomar por oro cualquier chatarra mal disfrazada. Pero lo cierto es que en nuestros medios artísticos, jóvenes o no, suelen predominar—en particular en concursos y certámenes, y también en una apreciable parte de la crítica sobre las distintas artes— la arbitrariedad no fundamentada como único instrumento de pretendida valoración. Sobre la función de la estética fue asimismo clarividente el juicio de Marcelo Pogolotti:

«La simple intuición no es infalible y redunda en una limitación perniciosa. Se precisa un análisis racional de los hechos intuidos, por separado y en conjunto. La razón ha de intervenir, asimismo, en la estructuración consecuente y en el método de trabajo, sin contar que la misma abre nuevos horizontes al plantear de continuo nuevos problemas. Es más, si no hemos de renunciar a la estética, la razón es imprescindible para la elaboración de una ciencia del arte, evitando, claro está, derivar hacia cualquier tipo de academicismo esterilizante, ya que la estética debe servir de luz y estímulo».

Aspiro a que la Asociación Hermanos Saíz sea un motor impulsor para ello, pues una parte sensible de nuestra vida artística está afectada por tangibles carencias en cuanto a una cabal y contemporánea formación estética; quienes estamos comprometidos con la defensa de la cultura nacional, debemos enfrentar estas y otras inopias, que estorban la natural riqueza, presente y futura del país.

Quisiera añadir un deseo: una esperanza de tanta envergadura como logar un nuevo salto cualitativo en cuanto a la calidad artística y la formación estética de los jóvenes —y los menos jóvenes— creadores, no es asunto de tareas programadas y planes de trabajo, sino empeño al que se llega por la voluntad y la emoción, por el compomiso vital y el fervor.

Hace exactamente 55 años, Carpentier evocaba con intensa satisfacción un momento en el cual André Malraux, durante una conferencia en la Sorbona «(...) aconsejaba a los jóvenes que tuvieran el valor de vivir plenamente su experiencia humana, tratando de cumplir su destino —el que hubieran elegido— hasta donde les fuera posible». Creo que este consejo de Malraux, tan altamente apreciado por Carpentier, sigue siendo válido, pero no solo para la juventud, sino para todos los que —más allá de las edades— aceptamos contraer con la cultura patria un compromiso a la vez ineludible y deseoso. Solo así la aventura de formar y transfigurar a los jóvenes creadores y también a sus maestros, podrá convertirse en una labor conjunta; por esa vía, como percibió Pogolotti, podremos defender el sentido profundo del arte en esta isla insumergible, pues en ello radica la experiencia humana fundamental que todos, como artistas, aspiramos a compartir y acrecentar.

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