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¿Qué está vendiendo ese hombre?

 Floro, en su más reciente carta, ha enviado una anécdota relacionada con los pregones grabados

Autor:

JAPE

No voy a abundar, ni a insistir, en algo que ya todos conocemos, sobre todo en las grandes ciudades del verde caimán, donde pululan los pregones grabados. Tampoco voy a repetirlos por dos razones: pudiera olvidar alguno y se vería feo que excluyera por torpeza cualquiera de estos sui géneris tesoros de la comunicación social, y porque todos son tan horribles que no merece la pena repetirlos.

¿Por qué todos suenan como lata herrumbrosa y carecen de la más mínima gracia e imaginación? ¿Por qué todos, sin importar localidad, precio u oferta, dicen lo mismo y con la misma voz? ¿Existe alguna ley de la Oficina Nacional de la Administración Tributaria (ONAT), el cuentapropismo, o el Poder Popular que así lo estipula? Eso podría ser un interesante material de confrontación y estudio que dejaríamos para otra ocasión. Ahora quiero centrarme en esta anécdota que me ha enviado mi amigo Floro en su más reciente carta, muy relacionada con esta temática.

Según cuenta mi eterno cofrade, en una soleada tarde estaba la señora Anastasia sentada muy cerca de su ventana y escuchó la voz de un vendedor que pregonaba su producto mediante una de esas grabaciones. La señora quedó sorprendida y sin dar crédito a lo que escuchaba agudizó su oído y volvió a percibir el texto que lanzaba el altoparlante. Esta vez los colores rosas salieron a su pálido rostro y casi sin pensarlo dejó escapar un comentario en alta voz:

—¡No, no puede ser!

Volvió a escuchar con mucha más atención y más roja que un tomate llamó a su hermana Dolores:

—Lola, ¡ven acá, oye esto!

La vetusta hermana se acercó y ambas oyeron nuevamente el «metálico» pregón. Se miraron como si el diablo se hubiera apoderado de sus almas. La recién llegada se persignó y balbuceó una frase que no por manida dejaba de ser preocupante:

—¿A dónde iremos a parar?

—¿Es eso que escuchamos? interrogó Anastasia.

—¿Qué otra cosa puede ser? Lo dice clarito, clarito, y además… ¡pelado!

—¡A mí ya nada me sorprende! ¡Es incontrolable el desparpajo mayúsculo que nos rodea! ¡En plena calle, a las tres de la tarde!

—¿A cómo será? ¿Alguien se lo comprará? Yo no puedo creerlo —dijo Lola un poco incrédula y se acercó a la ventana. Inmediatamente su hermana mayor la atajó:

—¡Ni te atrevas, hay que tener vergüenza! Y por el precio no te preocupes, todo está carísimo, pero la gente igual lo compra todo, hasta un… ¡eso pelado!

Lola se quedó inmóvil como niño frustrado que quedó con ganas de ver un… ¡eso pelado! La puerta se abrió en ese instante y entró Osvaldito, el nieto de Anastasia. Esta vez se escuchó el pregón con más potencia. Ambas señoras se miraron ruborizadas y Lola, que aún estaba deseosa de saber, le preguntó al infante:

—Osvy, ¿qué es lo que vende ese señor?

El niño miró con duda, pero respondió sin titubear: ¡Cono de helado! ¿Ustedes quieren?

Las señoras soltaron sendos suspiros como potros que escapan a galope. Anastasia, sin apenas tomar aliento comentó:

—¡Qué mal rato he pasado mi Dios! ¿Y por qué ese hombre mejor no dice barquillo?

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