Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Para que crezca la esperanza

Autor:

Monica Lezcano Lavandera

La niñez es la esperanza, y por ella se lucha, se trabaja, se piensa. En un contexto pandémico, donde Cuba no ha escatimado esfuerzos para llegar al ansiado fin, se hace cada vez más urgente seguir protegiendo a las niñas y los niños. Si bien en un inicio se pensó que esa edad era la menos afectada, la realidad nos ha demostrado que son tan vulnerables como el resto. Por eso, nunca serán suficientes los llamados de atención para extremar las medidas higiénicas, porque ellos lo merecen, lo necesitan.

Si para los adultos es difícil el aislamiento, para los niños y adolescentes es una situación incluso desesperante. Esas ganas de jugar en los parques, de conversar con amigos, de cometer errores, de ensuciarse, de descubrir sitios nuevos, de saber que la vida es más que la casa, de ir a la escuela, de vestir el uniforme… todo eso —a lo que antes no dábamos suficiente valor— es hoy el anhelo de todas las familias. Aunemos nuestros esfuerzos para que en algún momento todo vuelva a ser como antes, para que no sigan creciendo los números positivos en edades pediátricas, para no conocer más historias de pequeños en hospitales, o de secuelas producto de un virus tremendo.

Hay que repetirlo, los adultos tenemos la responsabilidad de cuidarnos para no transmitirles el virus a ellos, tenemos que higienizar los espacios, evitar las salidas innecesarias, las visitas postergables. Nuestros niños deben permanecer en casa. Pero tampoco se trata de demonizar a aquellos familiares que —aun siendo excesivamente pulcros— han contagiado a sus seres queridos. En la mayoría de los casos —quisiera decir la totalidad— ninguna madre, padre, hermano, primo… desea enfermar a los niños, si lo hacen, sufren en demasía, como mismo cuando se complica una abuela o un familiar vulnerable. El virus también se aferra a la mala suerte de haber estado en el lugar o momento inadecuados. La única manera de hacerle frente es la protección, todo el tiempo.

La supernoticia de nuestras vacunas nos llena de orgullo y emoción. Y saber que ya están inmunizando a los niños da más alegría. Son los logros de un país pequeño, de científicos que no duermen, de un personal sanitario que merece todas las odas del mundo, de personas que, a pesar de las limitaciones, no han cesado en el empeño de proteger a todo un pueblo, sin excepciones de credo, raza o posición política.

Y es que son los más pequeños quienes nos han enseñado a combatir la pandemia. Los «chamaquilis» de cada hogar, buscando alternativas a un aburrimiento que parece eterno, que nos colma la paciencia. Son ellos, quienes han tenido que continuar con su aprendizaje por teleclases, a quienes la pandemia les pasa una factura mayor, porque determina la manera en que conciben la realidad, en que proyectan su futuro.

Pienso en Mauro, mi sobrinito de dos años y medio, que no imagina otra manera posible de salir de la casa si no es con nasobuco, que cada vez que se acuerda pide que le laven las manos, o que a veces pasan semanas sin que lo pueda ver. También en aquellos que viven en condiciones más vulnerables, o los que comparten viviendas reducidas con muchos familiares. El merecimiento de volver a la normalidad les toca por derecho, y podemos contribuir a ello.

Que estos días que vivimos sirvan para llamar a la paz y la conciliación, al entendimiento y a la conciencia. Ningún virus, pandémico o moral, puede arrebatarnos la dicha de compartir amores y deseos por un futuro mejor para nuestros niños. A todos nos toca defender y asegurar su derecho a crecer felices.

 

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