Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

De la valentía y la empatía

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

 

Días atrás escuché historias que jamás pensé escuchar. No es que sean imposibles de vivir, sino que me sorprendieron sus rostros, sus voces, sus miradas. Las historias ajenas no duelen tanto como cuando sus protagonistas las comparten contigo, y no me corresponde juzgar a nadie. Solo que ahora, después de oír lo inimaginable, para mí la valentía tiene otras formas.

Decidir emigrar es, quizá, una de las más difíciles decisiones que alguien tome en su vida. Ha sucedido desde que la humanidad existe, porque es completamente natural que las personas, e incluso los animales, se desplacen de un territorio a otro en busca de mejores condiciones para su desarrollo.

Hoy, millones de personas cruzan fronteras, guiadas por el deseo de ofrecer un futuro más prometedor a sus familias. No les aplaudo que lo hagan de manera ilegal, arriesgándose y arriesgando en muchos casos a menores de edad, pero no dejo de reconocer que son valientes, porque en busca del éxito serán muchos los obstáculos que enfrentarán, y no siempre de manera triunfante.

Aquella mujer me contó de sus seis años trabajando «en lo que apareciera, incluso paleando nieve», durmiendo poco y reuniendo hasta el último centavo para enviarles a sus familiares las conocidas remesas o lo que allá les comprara.

«Ya regreso porque no puedo seguir más tiempo lejos de ellos, de mis hijos, de mis padres. No es fácil tener un estatus legal, y no puedo seguir viviendo bajo la incertidumbre».

Los tres hermanos, muy cerca de ella, también me hablaron de sus vicisitudes en territorio foráneo, sin apenas hablar el idioma y aceptando los trabajos que nadie quiere hacer, «para poder comprarles una casa a nuestros viejos». Y seguramente han comprado más cosas y la garantía de las comodidades materiales les proporciona la fuerza que necesitaban para permanecer allí.

¿Vale la pena? Cada quien tiene la respuesta, porque de alguna forma también poseen una historia de vida que le impulsa o no a tomar esa decisión, pero… para mí es importante compartir la reflexión en torno a ella, porque no son pocos, incluso miembros de la propia familia, quienes piensan que el que se va, siempre estará bien, y entonces la lista de pedidos de compras es interminable.

Los que emigran dejan atrás su hogar, renuncian a vínculos afectivos cercanos y a la familiaridad del entorno. Se enfrentan a un nuevo país, donde las barreras idiomáticas, culturales y sociales a menudo complican la adaptación.  Sufren el desarraigo y nunca el cristal de una pantalla será suficiente.

La verdad es que no sé hasta qué punto cualquier beneficio económico puede superar el costo emocional de estar ausente y la distancia inmensa que va creando el abismo entre los seres queridos.

Reitero, no es mi intención juzgar, solo recordar cuán valiente es quien se marcha, porque vive bajo la presión de tener éxito, no solo por ellos mismos, sino por todos aquellos que quedaron en su país natal, que confían en que su esfuerzo valga la pena.

Ciertamente, algunos logran construir nuevas vidas, encontrar oportunidades laborales que jamás imaginaron y crear redes de apoyo en sus nuevos entornos. Se convierten en embajadores de su cultura, transmiten su herencia a través de la gastronomía, las tradiciones y la comunidad. Y entonces cualquier amarga vivencia la dejan en el pasado.

Sus historias son, entonces, de amor, resiliencia y esperanza. Emprenden un viaje cuyo destino es sabido, pero no lo que encontrarán en el camino, y por eso pienso que hay que tener más empatía con ellos, y corresponderles sin derroches innecesarios ni ambiciones desmedidas. De todos modos, lo material tampoco suplirá su presencia.

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