Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Viejo

Tenía unos ojos azules. O para ser más exactos eran unos ojos entre azules y verdes, llorosos, con una sombra grisácea alrededor del iris. Eran ojos de gente anciana

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

El viejo tenía unos ojos azules. O para ser más exactos eran unos ojos entre azules y verdes, llorosos, con una sombra grisácea alrededor del iris. Eran ojos de gente anciana, que había visto demasiado en la vida. Quizá más de la cuenta.

El caso es que a media mañana o por las tardes, cuando el sol aligeraba sus resplandores, el hombre aparecía por la esquina de la calle Maceo con la Carretera Central en la ciudad de Ciego de Ávila con su figura delgada, pellejuda, una nariz aguileña, gorra de pelotero y una respiración medio agitada, que se notaba por la manera en que mantenía la boca abierta y se le movía el pecho.

Llegaba con una mesita portátil, de esas que fueron muy populares en la década de 1980, cuando éramos ricos y no lo sabíamos: unas paticas plegables forradas en unas gomas de color gris, que terminaban en unos tacos negros y duros.

Cuando abría las paticas sobre ellas ponía una bandeja de plástico con una flores de colores vivos; pero cubiertas por un paño deshilado, aunque muy limpio.

Después de cerciorarse de que todo estaba bien, de que la mesa estaba firme y el dinero lo tenía a mano, pues solo entonces retiraba el paño y ahí aparecía el tesoro mayor: las cremitas de leche.

No eran, por supuesto, unas cremitas como las que venden los caraduras de estos tiempos de inflación: unas piezas casi del tamaño de la primera falange del dedo meñique y con el precio de los bandidos de Alí Babá.

Las del viejo, al contrario, eran gruesas, bien moldeadas a cuchara, a lo mejor de madera y hechas en el momento en que el calor del caldero había puesto la masa en el punto exacto para darle la forma al dulce.

Los conocedores de la materia no tenían más remedio que echarles un vistazo, aunque no compraran ninguna.

Sí, porque, en estos temas de los dulces, por si algún usurero de moda no lo sabe, hay una cuestión más íntima y es el de los recuerdos.

Es decir, que uno compra un polvorón, por ejemplo, no solo por un motivo de antojo o de gula, que también tiene su lado benéfico, sino porque detrás hay un pasado que aparece en imágenes cuando se dan los mordiscos. Lo demás, digan lo que digan, es cuento.

Tal vez el viejo supiera esto. A lo mejor no; pero nosotros quisiéramos creer que sí porque en él había algo más.

En él se notaba una dignidad callada, que no le abría paso a los lamentos y que desde un silencio profundo parecía decirte en cada jadeo: estoy aquí, cansado, solo y jodido, muy jodido; pero no le robo a nadie.

Los tipos así pueden dar algunos sorpresas. Dos muchachones quizá lo aprendieron muy rápido, una tarde que venían muy contentos por la acera, casi brincando, y uno de ellos estiró el brazo para llevarse una cremita.

No tuvo tiempo. Una mano huesada cayó con fuerza en el punto exacto: en la misma unión de la oreja con el cráneo con un grito: «¡Hijo e’puta!».

El muchacho se paró con una mano en la zona del golpe. Él y su amigo miraban atónitos. Uno quiso gritar una palabrota, pero desde una cara lastimosa unos ojos brillaban con rabia, una rabia que tal vez ellos no conocían.

Algunas personas empezaron a acercarse. Una mujer exclamó: «¡Abusadores!» El viejo avanzó unos pasos, desafiante, con los hombros encogidos y los brazos abiertos. Los muchachos se fueron. Él los vio por un rato. Luego se apoyó a la pared y lentamente se agachó hasta la mesita.

Entonces la empezó a acomodar despacio, casi sin fuerzas. En el piso habían algunas cremitas. Las apartó. Luego acomodó lentamente las que quedaban en la bandeja. A lo mejor fue idea de uno, pero ese día las cremitas sabían distinto.

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