GUISA, Granma.—Miro las piedras, algunas gigantescas, y entiendo el miedo de Marilennis Almenares.
«Después de esto no puedo quedarme aquí con mis dos niños, tengo que mudarme», me dice como si el pecho le pesara una tonelada y apuntando los peñascos que rodaron desde lo alto de la montaña hasta las cercanías de su casa, ubicada en El Vivero, en plena Sierra Maestra.
Su hermana, Maidelín, cuya casa quedó totalmente en esqueleto después del paso del huracán Melissa, también piensa en la partida forzada y dolorosa, sobre todo luego de comprobar que varias rocas sobrevolaron, como pájaros grandes, lo que antes fue su techo.
Este aguacero de piedras, que en lenguaje técnico se nombra «deslizamiento de tierra», no fue el único que dejó el ciclón en nuestras lomas, generando dramas que no hemos contado como deberíamos. Ahora mismo, solamente en Granma, 50 comunidades —23 en Guisa— están incomunicadas por esos deslaves, aunque no todos son pétreos.
En una extenuante caminata de 15 kilómetros, al lado de Vismar Núñez, jefe del centro de dirección del Consejo de Defensa en este municipio, veo perplejo cárcavas gigantescas, senderos que han quedado serruchados longitudinalmente, tierra tragada por abismos, rutas que fueron anchas y ahora son hilillos.
«Eso parte el alma», «acabó con los caminos», «lo nunca visto», nos habían dicho cuando empezamos a sortear ramas y huecos a lo largo de las crestas. Pero al pasar por Guamá, Arroyón, El Jigüe, El Vivero, El Plátano, La Plata… comprendimos mucho mejor la magnitud de la catástrofe.
Como si no bastara con las imágenes horribles de las inundaciones en la llanura del Cauto viene a sumarse este paisaje de vidas suspendidas en el aislamiento y el silencio.
Mirando piedras y caminos estrechos, me pregunto cuál sería la fórmula para hacer descender de esas montañas a un enfermo que requiera asistencia médica de manera urgente, o cómo hacer llegar insumos necesarios, con qué helicóptero podrá irse hasta Colón, un barrio que está distante a 60 kilómetros de la cabecera municipal, y es uno de esos puntos desconectados del mapa.
Observando sembrados arrancados por arroyos y ríos, me pregunto también qué les espera a los serranos de este municipio (algo que se extiende a otros territorios) después de los destrozos: 1 420 hectáreas de cultivos totalmente perdidas, 1 300 toneladas de plátano fruta destruidas, unas 22 000 latas de café arruinadas, las 10 mini hidroeléctricas noqueadas por el golpe de Melissa, sin poder alumbrar a tantos…
La misma frase que escuché en El Vivero —«la gente da mucha candela», para referirse a la quema de los bosques montañosos— resuena en cada comunidad en la que estuve. Esos fuegos, cada vez más frecuentes, secaron raíces y fueron, junto a las lluvias imparables de octubre, el prólogo de estos derrumbes, no solo físicos.
Queda por ver si, después de tanta piedra desprendida, luego de tanto arroyo penetrando hasta en los cuartos de las casas, nacerán nuevas raíces y no seguirán despoblándose nuestras montañas, necesitadas de atención con mayúsculas. Si el respeto por la tierra se volverá a instaurar en cimas y cafetales.
Al descender por esos caminos quebrados, donde cada piedra cuenta algo sobrecogedor, no podemos cerrar los ojos y olvidar todo lo que late o languidece más allá de piedras, éxodos y montañas.
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