Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Discrepancias y floreos

Autor:

Luis Sexto
Un lector ansioso por la truculencia o el litigio, me reprocha que, al escribir, me entretenga en «floreos literarios». Porque al fin y al cabo debo decir nombres y apellidos de esas personas que ejercen los defectos que yo comento. En privado le respondí que viniera él a poner todo lo que le falta a mis escritos, si tuviera la capacidad de síntesis suficiente. Porque la lista sería larga... Larga.

En realidad, yo no escribo para denunciar. Ni aquellos que me lean deben esperar que esta columna se resuelva en escandalosas acusaciones. Solo opino. Es decir, me muevo entre las ideas, las tendencias, el criterio. Juzgo, analizo, sugiero, advierto. Intento provocar la reflexión sobre cuanto nos afecta o nos limita, en particular, en el plano ético. Si para algún lector esos fines naufragan en un «floreo literario», me parece que no podremos entendernos. Esta columna no es lectura apropiada para quien quiere algo más caliente. Que lea Acuse de recibo, en este mismo diario, donde aparecen nombres y apellidos de cuantos se quejan y de cuantos causan las quejas.

Lo más curioso de ese mensaje, casi anónimo —solo aparece el nombre del remitente: Miguel, así, a secas— radica en la forma: dura, casi vindicativa. Expresa su respeto, pero intenta irrespetarme con palabras muy distantes de «la literatura». Supone que al final de mis artículos «todo se diluye en evasivas frente a los problemas que deben ser denunciados de una forma directa con nombres y apellidos».

Sinceramente, llevo casi 40 años escribiendo para el público y como presumo que ciertos lectores toman la lectura de los periódicos muy en serio, les reconozco el derecho a discrepar de mis opiniones. Pero no a sancionarme poniendo en mi trabajo un cuño descalificador, porque no digo cuanto él quiere que yo diga. Parece injusto. Y estéril.

He dicho que ese lector llamado Miguel a secas me ha sancionado con su desprecio por prometer en los textos de esta columna lo que no cumplo porque me evado lindamente del tema sin decir algo concreto, directo. Y ello me ofrece un pie forzado para proseguir floreando. ¿No creen ustedes que insistimos demasiado en que nuestros problemas solo hallarán solución en la severidad con que apliquemos las leyes o las denuncias? Hace poco, un reportaje de la TV acerca del maltrato contra los ómnibus recién puestos en circulación, mostró imágenes impactantes: el interior cubierto de letreros, y asientos deteriorados, cristales rotos. Los ciudadanos entrevistados coincidieron en la urgencia de aplicar a los comisores las sanciones previstas por las leyes. Ninguno se refirió al porqué estimaba que se producían esos actos de indisciplina y, a veces, de vandalismo. El periodista, sea advertido, tampoco les preguntó.

Cierto: a veces la indisciplina social o familiar gana espacio, porque la exigencia del orden es débil o indiferente. Pero por momentos el desorden, el irrespeto, la falta de convivencia pasan incluso por encima de las reglas, aunque estas alcen la voz y operen con rigor.

Habrá, pues, que preguntar qué pasa, qué condiciona ese comportamiento a pesar de que convirtamos la palabra «sanción» en la más socorrida del país. Solo cuando sepamos precisar la causa que mueve a las personas a reírse de sus conciudadanos y a violentar las normas legales y los compromisos éticos, incluso a actuar contra sí mismas según actúan contra la sociedad, podremos reducir, a cifras tolerables, el desorden y el delito.

Por escabrosa que parezca esta opinión, si una vieja máxima detectivesca recomendaba en cada crimen —injustamente, claro— buscar «a la mujer», ahora me parece razonable tratar de hallar en esas actitudes —más allá de una decisión personal aislada, de una falta de educación o de control familiar o legal— el conflicto entre individuo y sociedad que pueda generar la indisciplina social y también laboral, que a veces no ceden ni estableciendo tribunales o resoluciones en cada esquina.

Por supuesto, hemos de exigir. Vigilar. Controlar. Pero también indaguemos. Desplacemos la mirada fuera de la subjetividad de la gente y compartámosla con la realidad y las condiciones de vida. Y precisemos cuándo las expectativas de cada ciudadano, pueden comenzar a resentirse y a manifestarse contra el orden y la educación que han de regir la convivencia comunitaria.

Ahora, para dejar satisfecho a cierto lector insatisfecho yo debía anotar el nombre y los cargos de cuantos solo se preocupan por castigar con dureza el desmán y el disparate, sin preguntarse qué necesitan las personas. Pero también tendría que poner el nombre de quien me exige ser más duro y directo. Y no sé quién es Miguel a secas... Y tengo que terminar «floreando literariamente» esta nota. Perdonen, sí, mi mediocridad.

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