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Sin fósforo, ¿y sin vergüenza?

Autor:

Juventud Rebelde

«Lo que no hay es vergüenza». Esa suele ser la frase con la que muchas personas replican airadamente ante los «no hay», tan constantes y dañinos en nuestra cotidianidad.

Tal vez resulte una expresión lejos de la exactitud. Sucede que este tipo de justificaciones ligadas al «no hay» —sobre todo en las esferas de los servicios— duelen tanto que calientan el cerebro, inflan las venas y desatan sin control la lengua. Y la vergüenza está muy emparentada con la dignidad, la moral, la educación desde la cuna.

Quizá ante el «no hay» en cualquier establecimiento deberíamos hacer averiguaciones, dialogar con el administrador (si estuviera) y frenarnos la boca. Y tratar de entender primero. Y no citar la vergüenza así de ese modo generalizador, que cuestiona a todos. Aunque, como quiera, lo ideal sería siempre no llegar a perturbar al cliente con cualquier justificación de ese tipo.

Vengo hoy con tales disquisiciones por dos episodios recientes, vividos en sendas cafeterías de mi provincia —Granma—, la que, sin embargo, es quizá la de mejor red gastronómica en Cuba, la de más iniciativas, la de menos «negaciones» u otro tipo de frenos en los servicios.

El primer hecho ocurrió en un centro modesto llamado Riomar. Un hombre pidió tortilla con pan, anunciada en la tablilla; pero la dependienta le contestó tranquilamente: «No hay fósforos para encender el fogón; había una caja y ya se terminó».

El segundo acontecimiento, parecido al anterior, tuvo lugar en La Pista, un sitio más céntrico. Cierto cliente, guiado por la lista de ofertas, hizo el mismo pedido. Mas el despachador le contestó: «Ahora no se puede hacer, hermano, porque no hay fósforos para el fogón; aunque si tú traes una fosforera... me la prestas y te hacemos ahora mismo una tortilla».

Sería aburrido comentar demasiado ambas escenas. No creo que necesitemos descargar contra esa repentina y casual ausencia de palitos con cabeza para encender una cocina. El meollo de las dos situaciones, lo que debería de encendernos una mecha y no precisamente para explotar en el fogón, está en ese acomodamiento inexcusable, en esa inercia tan extendida a otros escenarios, en ese afán de buscar pretextos para no atender o maltratar a un compatriota.

Se trata de un problema de actitud, ajeno a las conocidas —y en ocasiones desconocidas—carencias materiales. Se trata de la filosofía del «me da lo mismo», que sí agrieta y va liquidando de forma subrepticia la vergüenza.

¿Acaso no ha de ruborizarnos decir que no se están vendiendo refrescos —como en ocasiones sucede— porque no hay agua para lavar los vasos? ¿Dónde está la vergüenza del administrador y del subordinado que esgrimen el «no hay» cuando a veces para que sí haya solo es preciso un leve gesto, una mínima gestión?

Es cierto que con frecuencia no hay hojas para una oficina, material para imprimir una cuartilla, agua corriente para limpiar un edificio o para prestar el servicio en una clínica estomatológica. Pero cuando la excusa le gana al deseo, la apatía al interés... esa vergüenza de la que hablan las personas cuando se irritan, va escurriéndose por disímiles caminos.

¿Cuándo le vamos a acabar de «meter caña» a las estructuras administrativas? ¿Cuándo vamos a generar un debate público sobre estos problemas e ir a las causas y no a las consecuencias?, me pregunta con razón un amigo.

Creo que algún día tendremos que hacerlo. En la nación hay, afortunadamente, pese a todo, bastante vergüenza colectiva para, al menos, intentarlo.

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