Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ni queja ni lamento…

Autor:

Luis Sexto

A decir verdad, no me intranquiliza el destino de los trabajadores vinculados indirectamente al trabajo de la tierra y que tendrán que ser reubicados en otros puestos, porque las empresas donde laboran desaparecerán del organigrama de la Agricultura. Y no me inquieta el futuro de esos compatriotas por una razón evidente: no irán al camino real a extender sus manos, como aquellos hombres desplazados que vi un día en mi niñez pueblerina durante la década de 1950.

Me inquieta, sin embargo, el destino de las áreas agrícolas que dejarán de estar circunscritas a las empresas disueltas. ¿A qué nueva administración o entidad irán millares de hectáreas? Para ser franco —y más claro, como me piden ciertos lectores— debo decir que me preocupa que pasen al mismo orden dentro del cual fracasaron. Y no me he vuelto un escéptico. Más bien, uno se intranquiliza porque aprecia algunas actitudes que no acaban de aceptar que el agro no es un patio, ni a la tierra se le puede poner talanqueras y guardieros de modo que nadie entre sin mostrar un pase avalado por mil firmas y controles.

La televisión nos ha mostrado en los últimos días —qué oportunas y beneficiosas imágenes— el retraso en la aplicación del Decreto Ley 259. Y ante esa tardanza, la reacción es primeramente de sorpresa. Luego, de inconformidad. Cómo es posible, pregunta uno, sin ánimo de erigirse en fiscal, pero zaherido por la impotencia de quien se preocupa pero no tiene ningún papel operativo en la solución del problema agropecuario. Soy, somos, solo beneficiarios indirectos, aunque cuántas horas voluntarias de trabajo hemos dejado en la agricultura. Quisimos una vez resolver las insuficiencias con brazos. Y no llegamos a las cifras propuestas. Lo intentamos. Y solo el sentimiento de honra nos premia aquel esfuerzo de los 90.

Desde esos años, más que en el trabajo masivo, el enfoque correcto ha estado en las formas de organización de la tierra. Se establecieron las unidades básicas de producción cooperativa, que aún, a mi criterio, no han aprovechado toda su potencialidad productiva, y desde 2008, el Gobierno autorizó la entrega a particulares de determinada extensión de tierra. Sin embargo, casi la mitad de las áreas ociosas siguen cubiertas por la maleza. Y decenas de empresas estatales son ineficientes e inefectivas.

Qué pasa, pues, se pregunta uno a sí mismo. ¿Es tanto el embarazo de las estructuras agrarias? ¿Acaso hemos dejado en manos de computadoras un proceso tan vital para la supervivencia del país? Y cuando escribo «computadoras» estoy traduciendo a términos digitales lo que en palabras humanas puede llamarse actitud insensible y falta de acometividad.

Al decirlo, no deseo que mis frases suenen a regaño. Mas, no creo posible que alguien pueda permanecer en calma sabiendo a la tierra como un erial, aunque considerándola protegida por el manto de la propiedad estatal, que a veces soporta en silencio que le hagan quedar mal ante sus deberes con la república. ¿En qué lugar de esa concepción, que tiende a conservar lo que el mismo Estado se ha comprometido a reorganizar, podrían caber las necesidades de la gente, y de qué caja fuerte saldrá el dinero para sustituir con importaciones lo que la manigua le quita a la tierra?

Sin embargo, junto con las imágenes de la televisión, hemos oído palabras que intentan explicar la lentitud desde una perspectiva burocrática. ¿Lograrán detener la duda, el escepticismo? Me parece que son insuficientes. Porque la palabra más recurrente es control. ¡Control! El término mágico. ¿Mágico en verdad? Claro, me contengo por no sonar irrespetuoso, por no usurpar el papel de otras personas y organismos. No obstante, intento ejercer mi tarea de periodista, de hombre que juzga desde las mismas ideas que defiende. Y me parece que hay una especie de magia a la inversa: el control, el excesivo control, el control severo que desestimula en vez de facilitar, puede convertir el oro en su contrario. Como dijo un filósofo antiguo, y un espacio televisivo repite: solo si se sabe —y se piensa, añado— se podrá divisar el bien. Y distinguirlo del mal, digo yo.

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