Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuando sea grande

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

«¿Y tú no tienes una hermana?» le ha preguntado mucha gente a mi esposo cuando lo ve a cargo de su mamá, operada de cataratas hace dos meses en Santa Clara. Al principio se mortificaba con la indirecta, pero luego decidió tomarlo con espíritu conciliador, y para hacerle ver a esas personas su error de juicio cuando lo tildan de «bueno, maravilloso, generoso» o cualquier otro epíteto magnificador, responde sonriente que solo es un hombre funcional, tanto en su rol de hijo como en el de padre y marido, no por falta de opciones, sino porque le nace, porque así lo educó esa mujer cuyo proceso de recuperación está acompañando ahora.

Mi suegra tiene 80 años, y sin visos de guataconería, siempre digo que cuando crezca quiero ser como ella: trabajó mientras se sintió útil, cocina a diario lo que le gusta y le conviene, se viste como si fuera a recibir visitas, mantiene la casa linda para sus propios ojos, ve novelas sin anclarse al televisor, ejercita su cuerpo, conserva una sana curiosidad por lo que no conoce, da consejos sin comprarse problemas, escribe textos tiernos en su perfil de Facebook, ríe con las ocurrencias de sus dos vástagos ya adultos, celebra niños, gatos y perros sin nostalgias y goza su soledad como cualquier compañía.

Ella acepta su vejez y la disfruta sin cerrar los ojos. Ese es su secreto para ser feliz. Le saca la lengua a los espejos y camina como en una pasarela, porque la vida es un vals y es un lujo bailarlo hasta el último acorde.

Ojala todos nuestros viejos eligieran esa actitud. Los de sangre y los que amamos por transición. Incluso ese «viejo» interior que te espera a la vuelta de unos años y juzga desde tu conciencia si le estás preparando la llegada de la mejor manera posible, o si gastaste toda la energía en trabajo y pachanga, no queriendo pensar en ese instante inevitable de cederle el batón, quién sabe con qué saldo de salud y dignidad.

¿Qué sentido tiene negar la cercanía de esa etapa en la que dejaremos de ser locomotoras y pasaremos a ocupar un vagón en el tren de la vida de alguien más? La única manera de no hacerlo es morir joven, y no creo que sea una meta.

Si ya sabes que un día tu prole (o algún sucedáneo), pondrá pausa en su propio viaje para cuidar el final del tuyo, ¿no es amoroso y práctico facilitarles la tarea y organizar tu añosidad como una inversión de fondo fijo desde que aún puedes tomar las mejores decisiones?

Se siembra el árbol para gozar del fruto. ¿No es lógico entonces concebir un hogar apto para una vejez pacífica y nutritiva, más acompañada que sufrida por quienes vienen detrás, pagando con salud lo que no hiciste por la tuya? 

Ser viejo es una trampa, dice mi padre, de 82 años, quien ha elegido aferrarse a proyectos pendientes en lugar de cerrar círculos y disfrutar el tiempo que le queda con mayor armonía a su alrededor. «Tu madre quiere darme órdenes», dice a cada rato, y yo me río de sus cosas (a veces con desesperación) porque ella lo ve igual a él, pero ninguno quiere mirarse el ombligo con honestidad.

En lo que sí coinciden al cien por ciento es en secar el pozo de sus fuerzas por «cuidarme», como si a sus ojos yo fuera aún una chiquilla frágil, atolondrada y con muchos sueños acumulándose bajo el balcón.

¿Cómo hacerles entender que el mejor modo de velar por mi bienestar es preservar el suyo? ¿Cómo sortear sus devaneos con la comida, su negativa a visitar al médico, su reticencia a poner todos los papeles en regla ahora, a tono con su voluntad y las necesidades familiares comunes?

El nuevo Código de las Familias explicita sus derechos a elegir, tanto como el mío a protegerlos, pero lograr el punto de equilibrio exige mucho de amor y sentido común, además de entrenarnos como sociedad para cambiar miradas y tabúes sobre algo tan natural como el ocaso de la vida.

El mío, el de mi esposo, puede que tarde aún, pero ya decidimos prepararlo amorosamente, como dos jóvenes que arman una canastilla para el bebé soñado.

Nuestra fuente de inspiración, ya la conocen: hoy anda restrenando ojos frente a varias pantallas, y muy dispuesta a «devolverme» al hombre funcional que tanto extrañamos en casa.

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