Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

De referentes y letras mal puestas

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Cuando estoy en el aula, al frente de un grupo de alumnos que esperan de mí lo mejor, siento lo alto de ese compromiso y no puedo fallar. Prepararme y transmitir mis conocimientos y las experiencias vividas se convierte en el «plato fuerte», pero también recomendar bibliografía, sugerir la escucha atenta de programas específicos y el diálogo con profesionales de alta valía en el sector, así como la recomendación de superarnos cada día para intentar ser mejores.

No tengo la última palabra, por supuesto. Compartimos saberes y formas de hacer, pero llevo ventaja en el ejercicio de la profesión, y por ello obtienen de mí toda la savia que puedo ofrecerles. Anhelo que se motiven por avanzar en el camino de la locución y conducción, que perfeccionen su dicción, articulación y entonación, entre otros aspectos técnicos. Les siembro la semilla de la pasión por el ejercicio de un oficio tan gratificante.

¿Puedo equivocarme? Puedo. Como ser humano no estoy exenta de cometer errores, pero como profesora no puedo permitírmelos, y por ello insisto en la vital superación a someterme (como otros) para lograr que, quienes en esos pupitres están sentados, se enamoren de lo que un día los llevó a estar allí y se inspiren en algo de lo que yo puedo, modestamente, comunicarles.

Pienso entonces como así sucede con todo aquel que, en cualquier nivel de enseñanza, decida dedicar sus días a compartir saberes y vivencias. Alumnos, infantes o adultos, desean todos aprender y merecen respeto en tanto seamos capaces de ofrecérselo.

¿Es necesario cierta vocación para ello? Evidentemente. No basta con poseer conocimientos y aportar una larga lista de títulos de libros a leer para cultivar el intelecto… Se requiere paciencia para explicar y acompañar al alumno en las diferentes etapas del aprendizaje. Es menester ser consecuente con las esencias pedagógicas y explotar diferentes métodos de transmisión del conocimiento para su llegada a cada uno de los destinatarios.

Es preciso, además, desear ser ejemplo, no por la garantía de la imitación, sino porque el maestro (aunque también está en constante aprendizaje) se coloca ahí, en frente de todos, para ser referente en cierta medida.

No puedo entender entonces por qué un niño me muestra su libreta de tareas y aparecen las palabras investigar y gravitación mal escritas. ¿El niño debe cuidar y mejorar su ortografía? Estoy de acuerdo.pero, ¿por qué la libreta estaba revisada por su maestra y debidamente firmada como prueba de ello con errores a la vista?

Lo terrible entonces es escuchar: «La maestra lo escribió así en la pizarra» o «La maestra me revisó la libreta y no me señaló nada», porque ese niño no solo pone en duda mi rectificación, sino que también pondera de manera fiel todo lo hecho o dicho por su profesora.

La vocación es importante para ejercer cualquier profesión y debemos sentirnos también dotados de las capacidades y elementales sensibilidades para hacerlo bien. No podría graduarme de Medicina si temiera intervenir quirúrgicamente a alguien, y no puedo aspirar a ser buzo si no he aprendido a nadar. Y aunque no quiero decir que la pedagoga en cuestión (o
cualquiera otra) no sepa la materia impartida, resulta imperdonable, al menos para mí, que descuide la ortografía.

Luego encontramos médicos con caligrafías ilegibles y ortografías de terror, e ingenieros escudados en sus carreras más numéricas que lingüísticas omitiendo la H de algún vocablo o cambiando C por S. O pintores tomando como pretexto sus pinceles, o científicos pensando solo en descubrir y avalar un hecho, sin dar importancia a cómo escribir las palabras de sus informes.

Propiciemos desde edades tempranas la lectura, tan importante para lograr una ortografía saludable. Interesémonos por las libretas de nuestros infantes, porque no siempre se aprende todo y bien en la escuela, como debiera ser. No dejemos para mañana lo que urge (sin H) hoy (con H).

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