Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los que están

Autor:

Alina Perera Robbio

Siempre me ha gustado ir a la voluntad del otro. Tengo esa vocación desde que me vi abriendo los ojos al mundo. Siento que el ser humano es el suceso más fascinante e insondable que un estrecho rango de temperaturas y una interminable cadena de otros milagros han hecho posible en un mapa galáctico sobre el cual es mejor no pensar.

Y usted dirá: ¿A qué viene esta? Y yo contestaré que me he pasado la vida mirando a mi gente. Gozo, por ejemplo, escuchando las expresiones más inusitadas, frases que son una suerte de idioma críptico, solo dable a quienes nacieron y aún levantan el mismo polvo de mi camino: «Candela mi son…», «los mangos están bajitos pero verdes», «habla mucho, se tragó un radio…», «tú eres la Mía…». No son arranques de «altura» y sin embargo encierran tal vez un juego en dirección hacia puertas laterales, son como válvulas chispeantes a tanta presión que nos pone la existencia.

Al cubano, inconfundible en sus modos y expresiones mientras vive y lucha, yo lo venero. Respeto a todos los buenos: a los que han partido a otras latitudes y hoy se esfuerzan hasta lo indecible para llenar con su empeño las páginas vírgenes de una bitácora impredecible y amada que llamamos Vida. Y reverencio en estas horas, rotunda y tan agradecidamente, a los que están aquí, en la humilde garganta del archipiélago, y saben —tal cual leí hace unas horas en las redes virtuales de la discordia, de la incomprensión y de los odios—, que, aunque se caigan todos los cielos, hay que saber vivir… y seguir viviendo.

Estos últimos me estremecen. Y a ellos va este cumplido de admiración: porque ellos no tocan violines sintiendo que el barco hace agua; ellos lo hacen porque aman la belleza de la música. Porque son de un linaje que vale la pena auscultar e incluso imitar. Porque ellos han sabido bailar aun cuando no ha habido música.

A veces una está enredada con su propio ombligo y la vista no va más allá de la punta de la nariz. Pero hay un momento en que vale la pena hacer un esfuerzo y abrir el diapasón, preguntar por los que están, por los otros, por los discretos y salvadores atlantes de la Cuba que se empeña en seguir adelante.

Lo digo por gente grande y que no exhiben sus nombres: por viejos médicos que curan de tan solo mirar, y que aquí siguen salvando a tantos; por campesinos que han sembrado en estos tiempos —yo los he visto, yo hablé con ellos— hasta la piel de las montañas; por ingenieros que dicen ser tecnólogos y han fabricado máquinas e inventado fábricas desde las cuales nacen cofres de cedros, bellos cofres que pueden convertirse en otros beneficios, ya sea desde la cama de un hospital o frente a una pizarra escolar.

Lo digo por los descamisados que cargan sacos de arroz o de harina en el puerto —cuando ese arroz y esa harina pueden tocar tierra; por los operarios que se enredan entre maquinarias y objetos hirvientes para echar a andar viejas termoeléctricas; por los de manos enormes y callosas; por los de caras tiznadas, espaldas soleadas y pocas palabras; por la maestra de la blusita de siempre; por el maestro de zapatos gastados y cinco libros bajo el brazo; por el maestro que cabalga para llegar a la escuelita rústica; por el niño con su pañoleta roja en medio del polvo pardo de Contramaestre en Santiago de Cuba…

Lo digo por ese que nos está salvando ahora mismo de todos los desequilibrios y hasta de la muerte. Lo digo por los que nunca se cansan y animan a los que ya se han cansado, por esos tercos que no quieren apagarse y que Bertolt Brecht llamó los imprescindibles. Lo digo por las madres coraje; por los que sonríen a pesar de sus encías desnudas; por los que saben esperar las buenas noticias y siguen desgranando días en medio de la necesidad y de la resistencia inteligente.

Y lo digo también por los que se han echado al hombro un país que el enemigo quiere hundido en el caos; por los dirigentes que creen en el sacerdocio de su condición y caminan sobre los caminos del polvo, con calma y con paz, y que explican una y otra vez cómo andar mejor, pendientes de que la buena idea prenda, de que las flores salgan y rompan hasta las piedras del cerco.

Mi abrazo —con una lágrima y una reafirmación total— hacia los que están; a los que han hecho de su terquedad una costumbre; a los que siendo tan humildes y cristalinos —perdidos felices en la muchedumbre, impregnados ya para siempre de almas como la de José Julián Martí o Fidel Castro— jamás entenderían, jamás sabrían escuchar el raro, engañoso mensaje de que una Revolución de amor, de ellos y para ellos, ha muerto.

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