Si pudiera escribir como componía Formell. Si así fuera, esta crónica fluiría en torrente, de un tirón, como vibraban las cuerdas del bajo del célebre músico cubano, para llevar las notas del pentagrama a las calles del país, al solar, a todos los espacios: del filin más íntimo a la más solariega de las guarachas.
Las sonoridades de Formell están condenadas a no envejecer, a reinventarse a ritmo de la vida nacional, porque eso fueron siempre: un retrato popular de la realidad, un fresco de las escenas cotidianas de esta nación, una extensión hecha notas de sus oídos y sus ojos. Y no es que se necesite, en este aniversario de su deceso, evocar su obra. El Vanvanero mayor no precisa de remembranzas. Ahí está siempre.
Sigue subiéndose al escenario musical cubano para «cantar» unas cuantas verdades y distinguir lo auténtico de lo falso, lo popular de lo populista. Al ritmo de su bajo estremece al bailador en un éxtasis de amores perdidos o en el inconcebible movimiento de caderas de un buey cansa’o.
Cada quien tiene su Formell. El mío es esa imagen: bajo en mano, meditabundo, como mediador en alguna riña imaginaria entre corcheas y negras, para decantarse por este o aquel arpegio, por el que mejor retratara a la cubanidad.
Este músico sigue convencido de que el goce está en la belleza y la revelación, no en la chapucera repetición ni en el facilismo comercial. Que venda el talento, que la capacidad y la versatilidad sean las cartas de presentación, y no lo material.
Desde su recodo, en absorta observación, se entregó febrilmente a despertar la alegría y la emoción de las multitudes, incluso, a costa de restarle tiempo a la familia.
Juan parece decirnos también que bien vale seguir cantándole al amor en esta época.
En él, al decir del cantautor Amaury Pérez Vidal, lograba el raro mérito de que el público no solo lo admirara, sino que lo quisiera. Lo adoraban los bailadores, lo respetaban los críticos y lo idolatraban sus colegas, quizás como muestra de una humildad a flor de piel.
Formell no descenderá nunca del escenario. Anda desperdigado por los oídos y los labios, en los romances y las soledades húmedas, en los candiles y penumbras del cubano, ese que «viola» constantemente los derechos de autor y hace suya cualquier canción de Van Van, en una complicidad pocas veces inéditas entre un artista y sus seguidores.
Sigo pensando que Juan Formell no se ha ido. Solo se mudó. Se fue a vivir a la orilla del mar. Allí, cada tarde espera a su muchacha o evita que al negro le toquen la puerta, porque está cocinando.
Desde algún rinconcito, con su bajo, prepara el repertorio del próximo concierto, mientras tararea «Yo soy el poeta de la rumba/ Soy danzón, el eco de mi tambor/ Soy la misión de mi raíz/ La historia de mi solar/ Soy la vida que se va…»