Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Amor sin melanina

Autor:

Darian Bárcena Díaz

 

Antes de conocer esta historia, narrada por mi abuelo materno, me parecía nula la posibilidad de que una madre abandonara a su hijo. Ofrezco disculpas de antemano por algunas imprecisiones u omisiones, pero 80 años acumula el sujeto que contó esta vivencia. Huelga decirlo: esta es una anécdota verídica.

Trabajaba por allá por el año 70 un negro habanero, cuyo nombre no puede recordar quien evoca, en uno de los tantos centros destinados al acopio de caña de azúcar durante aquella epopeya conocida como la Zafra de los Diez Millones.

En la vorágine del surco y el machete, de la carreta y el guarapo, pensar en la familia era el único consuelo de aquel descendiente de africanos que había olvidado las deidades de su lejana tierra natal para «aplatanarse» a este clima, que nunca le resultaba del todo propio.

Hasta que en el crisol de un mediodía, cuando reverberaba el sol en el horizonte, divisó dos efigies y las contempló con la ilusión de un sediento que observa un oasis en el desierto.

Tras frotarse los ojos se convenció de que la realidad o la voluntad —poco le importaba— habían materializado sus deseos. Las siluetas de su mujer y su pequeña hija lo despertaron del letargo y en abrazos se fundieron aquellos tres seres en un instante de reunificación con el poder de desterrar las ausencias.

Sin embargo, algo inquietó al resto de los macheteros. La hija no se parecía en nada a sus progenitores. Era una adolescente rubia de ojos azules, de rostro con facciones regulares y piel tersa. Una broma, pensaron todos… Pero nada de eso.

«¡Estos son mis padres! Para mí no existen otros», sentenció la dueña de aquella dorada cabellera.

Ante la incredulidad del auditorio, el padre reveló las circunstancias de aquella relación filial. Vivían él y su esposa frente a una fábrica. Tenían por costumbre sentarse en el portal a ver la gente en su incesante ir y venir, ante la imposibilidad biológica de concebir sus propios hijos.

Una tarde se apareció una mujer delgada, trémula, con un bebé en los brazos, y le pidió a la pareja que cuidara a la pequeña porque tenía una entrevista de trabajo en la fábrica y temía que si se presentaba con la niña la rechazarían.

Aquellos negros bonachones accedieron y acunaron a la criatura como si fuera propia. Al pasar las horas y ver que la madre no regresaba, la consternación fue en ascenso, pues no tenían idea de cómo alimentarla y ella había comenzado a llorar.

Acudió entonces en su auxilio una vecina bien entrenada para estos menesteres e instruyó a los recién estrenados padres en los modos de preparar la leche, procedimientos para cambiar pañales y cómo dormirla, grosso modo.

La niña fue creciendo a la par del cariño que sentía por aquellos dos seres generosos que la vida le había puesto en el camino, y que se habían consagrado a su crianza y le habían contado la historia de su vida.

Pudiera parecer esta viñeta traída por los pelos, o incluso inverosímil. Pero es cierta en su totalidad. Un poco dura, sí, pero ¿qué mejor muestra de amor de madre que aquella decisión de acunar a una criatura abandonada por su progenitora en medio de circunstancias ignotas? ¿Quién dijo que la maternidad entiende de razas o de rasgos fenotípicos? ¿Quién que se subordina solo a los dictados de la melanina?

Por fortuna, existieron almas generosas que revelan que, aun en medio de este mundo satanizado por el individualismo y la frivolidad, hay personas dispuestas a pegarle una bofetada a la vida, ante tanto empeño por negar la bondad humana.

Por eso me parece inconcebible solo destinar un día en el almanaque para reverenciar a nuestras madres. De ellas deberían ser todos nuestros días, más allá del segundo domingo de cada mayo.

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