Ha pasado más de un lustro y aún miro con dolor la entrada de su casa. ¿Qué sería de esa amiga hoy, y de sus hijas, criadas a puro coraje y voluntad? Con su alegría habitual y su capacidad para adaptarse a los cambios, me la imagino gran emprendedora de día y voraz consumidora de novelones turcos en las noches, lista siempre para sumarse a un fiestón o un hospital, chocha con los nietos que no llegó a conocer.
Pero no. Un tipo ahí creyó que Cary no tenía derecho a vivir si no era a su lado y rompió a puñaladas su inmenso corazón, tras entrar a su casa por la fuerza en pleno día y a la vista de los socios del barrio, y luego de meses de amenazas, persecución y cuanta presión sicológica quepa imaginar.
Sí, en su momento las redes se hicieron eco de este dolor. Sí, los observatorios sumaron otro número a las estadísticas de femicidios en nuestro país. Sí, el caso fue denunciado, llegó a tribunal y la condena fue dura… Pero nada de eso le devolvió a este hogar la vida, y nada de eso me quita del alma el mayor peso: era una muerte que se pudo evitar.
Como todas las que tienen por causa la violencia aupada por razones patriarcales, entre ellas creer que la pasión hace dueños a los hombres sin fecha de caducidad y nadie más puede habitar ese cuerpo, apropiado «románticamente»; o quienes no conciben que ella pueda volver a reír, soñar… ¡respirar! sin su permiso, y de verdad se creen en la obligación de cometer un femicidio ¡por amor! para no mancillar su hombría.
Según el Observatorio de Género de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información, en 2024 se procesaron 76 asesinatos de mujeres de 15 años o más vistos como delitos de género: el 70 por ciento a manos de parejas o exparejas, y tres de cada cuatro víctimas ultimadas en su propia vivienda.
En lo que va de 2025, los casos reportados en las redes sociales pasan de 40, y también en la mayoría el culpable fue un «ex», y el escenario más común el hogar de la asesinada. Así pasó también en años anteriores: incluso aquellos en que parecía que había menos muertes, pero solo porque no salían sus nombres en Facebook ni se hablaba explícitamente de género en la ley, aunque sí fuera un agravante el parentesco o vínculo afectivo para todo tipo de delitos contra la integridad física o sexual, en cualquier circunstancia.
¿Por qué se repite ese patrón? Desde mi ángulo de periodista y jueza (y sobre todo de feminista), porque no basta con endurecer las leyes, nombrar el fenómeno y diseñar nuevos protocolos con mayores recursos, ¡que sí hacen falta, y negarlo sería condenarnos al retroceso!
Más allá de avances en lo formal, nos falta agilidad para hacer funcionar lo que ya existe, y sentido de urgencia para que cada persona en un puesto vinculado con esa cadena valore cada hecho desde la prevención de algo peor, no desde la ligereza del «ni cojas lucha, que esa mañana lo perdona», como he oído en un policlínico, un diálogo entre abogados e incluso familiares de potenciales asesinadas: mujeres que siguen atrapadas en esa violencia estructural, naturalizada como idiosincrasia latina.
Tampoco basta declararnos un país de tolerancia cero a la expresión más trágica y palpable del fenómeno, o sacar del lenguaje jurídico el manido «crimen pasional», si permitimos que sus raíces culturales sigan creciendo impunemente y hasta premiamos con aplauso social (y a veces halago institucional) a quienes juegan con la integridad de las mujeres en una canción, un videoclip, un meme, incluso un refrán que parece inocente, pero no lo es, como el mal gusto de sobrentender «la hora que mataron a Lola», o el resucitado «Calladita te ves más bonita», que mi generación creyó felizmente eliminado del vocabulario laboral y hogareño… pero no.
La iniciativa del Día Naranja, que ya no es solo cada 25 de noviembre, sino los 25 de cada mes, no alcanza para desmontar el entramado de coartadas para perpetuar la violencia simbólica contra mujeres y niñas, antesala de las demás. Necesitamos revisar minuto a minuto cuánto de lo que hacemos o decimos de manera inconsciente alimenta el permiso para ofender, prohibir, controlar y ningunear, porque esos también son crímenes punibles, y por ende denunciables, y porque nuestras palabras, en apariencia inocentes, son los sólidos escalones que emplean algunos para envalentonarse y golpear, apuñalar, disparar, y disponer sin más de nuestras vidas.