Quizá muy pocos aprueben hoy la aseveración de que, en los pequeños asentamientos humanos, bien sean: ciudad, barrio, pueblo, caserío o batey, se concreta la más palpable —aunque sea pequeña— cuota de universalidad asequible a la mayoría.
A pesar del título, este comentario no es precisamente para hablar del disco homónimo de Adalberto Álvarez, el Caballero del Son, aunque es una buena recomendación musical. Más bien es un llamado a la cordura y a la madurez para comprender que los años merecen respeto.
El despertador sonó a las cinco de la mañana un día común en la vida de Ana, una joven soltera que cargaba en hombros la responsabilidad de María, una madre convaleciente, necesitada de su atención constante. Su pequeño apartamento se encontraba extremadamente lejos del centro de la ciudad, donde mantenía dos empleos para llegar a fin de mes con cierto decoro.
Precisar con lujo de detalles cuándo vi el primer dibujo animado o historieta de Elpidio Valdés me es imposible. Solo sé que ya en mis años de círculo infantil tarareaba la balada que le dedicó Silvio Rodríguez al mambí de muñequitos, patriota sin igual.
Ya es casi imposible encontrar la palabra precisa para nombrar los crímenes masivos de gente indefensa en Gaza. Ya no basta decir matanza, ni sirve subrayar masacre, o crímenes de guerra. Genocidio resulta oscura, discutible según normas legales. Tal vez el término bíblico «apocalíptico», evocador del fin de todos los tiempos, ayude a despertar sentidos y sensibilidad.
Fidel combinó la teoría con la práctica revolucionaria y nos legó una obra monumental levantada contra viento y marea. Muchos dicen que quizá uno de los elementos más admirables de su obra fue la construcción de la unidad entre los revolucionarios cubanos, y contribuir también a ella tanto en el Movimiento de Países No Alineados como en todos los foros internacionales, frente a las fuerzas hegemónicas.
Cuando el fatídico 25 de noviembre de 2016, el General de Ejército Raúl Castro Ruz, el hermano de tantas batallas, comunicaba sobre el fallecimiento de Fidel, dejaba en manos de los cubanos y de quienes en el mundo le admiraban el deber supremo de mantenerlo vivo, no con monumentos o vanos recordatorios, sino con acciones, como únicamente puede mantenerse el legado de quien tanto hizo por la humanidad.
La música sobrepasaba los límites y no era necesario un equipo especializado para comprobarlo. La cama vibraba, incluso las almohadas. Era imposible ver la televisión. Mas todo eso habría sido poco o nada importante si la propuesta hubiese tenido calidad. Pero su paciencia tenía límites y no soportaba más continuar escuchando que el sujeto era marca mandarina y que le dolía luego esta o aquella parte del cuerpo.