Las autoridades de Aduana de Miami han vuelto a plasmar en anuncios lumínicos el poder que tiene allí la ultraderecha anticubana, los compromisos establecidos por esta en el status quo y, de paso, pusieron en ridículo el discurso estadounidense acerca de la prensa libre y la libertad de expresión. ¿O es al revés la ecuación?
Se especula a diestra y siniestra sobre quién podrá ser el sucesor de Paul Wolfowitz, renunciante obligado a la presidencia del Banco Mundial (BM) cuando se le enfilaron los cañones por haber dado una promoción con suculento aumento salarial a su compañera sentimental.
He estado pensando si el sentido del deber basta para que los individuos y las colectividades se concilien con la sociedad y sus normas. Me refiero, en particular, a las obligaciones del trabajo, reflejadas en un convenio, a veces tácito, en el que dos partes: el contratado y el contratante, se comprometen a «cumplir con su deber».
Un «Sí al TLC» gigantesco, dibujado en un auto, confirma la estratagema revelada poco antes por la agrupación partidista, y reseñada en artículo del sitio digital Argenpress: funcionarios del Ministerio de Transporte prometieron legalizar a 15 000 choferes de taxis llamados «porteadores» a cambio de que respaldaran el Tratado —y no solo con la promesa de su voto sino, además, haciéndole propaganda. La «solución» libró a los funcionarios de las protestas de los porteadores, quienes se habían manifestado por su certificación y, de paso, dio el banderillazo de arrancada a la campaña publicitaria con vista a una trascendente votación.
Acabo de botar 50 pesos.
Aquel era un mensaje oscuro. Era una ensalada de números y letras, regados a como fuera sobre el papel terso del teletipo de la agencia Prensa Latina, y sin más indicios de pertenencia que no fueran los devaneos de un loco.
Terminé de releer El rumor del oleaje, del japonés Yukio Mishima. La obra literaria, en la cual la naturaleza se convierte en un personaje más, que no solo interactúa con los amantes protagónicos sino que los prohija y desteta de inocencia en su regazo, deviene en tratado sobre el tiempo.
«El traje nuevo del emperador», el archiconocido cuento de Hans Christian Andersen, tiene probablemente más versiones que años de publicado. De hecho el que hoy conocemos tal y como lo escribió el poeta danés parece ser una versión de una fábula incluida, cinco siglos antes de Andersen, en la antología El Conde Lucanor, y ya desde entonces contenía la mejor parábola sobre lo políticamente correcto con la que uno podría tropezarse: el mejor y más afinado diagnóstico sobre la estupidez, la mentira y la infamia gregaria del mundo en que vivimos.
Vive ella en los arrecifes de Palawan, una provincia isleña de Filipinas en la región de Visayas Occidental. Muchas veces recorre Puerto Princesa en la búsqueda de comida para sus hijos; tal vez, algunas migajas que se le hayan escapado a cualquier pescador mientras lanza su tarraya.
Si tú supieras, madre, cuándo he comenzado a quererte; no fue ese día que me precipité en tus brazos: tenía miedo; ni siquiera en aquella ocasión cuando me subí a tus rodillas: tenía hambre. Mi vida era tan pequeñita entre tus brazos. Yo no te conocía. Venimos de demasiado lejos. En ese lugar donde distribuyen las vidas nuevas a los seres humanos me dieron a ti y tú te sorprendiste de tener que querer a una niña con los ojos cerrados.