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Recuerdan asesinato de Fabio Di Celmo

Se cumplen diez años hoy del atentado terrorista organizado por Posada Carriles en el que murió el joven turista italiano

Autor:

Juventud Rebelde

Foto: Roberto Suárez Con nobles planes andaba Fabio Di Celmo —ajeno a odios y peligros— aquella tarde fatal en que un mercenario salvadoreño (Ernesto Cruz León) sembró el pánico y la muerte, con menos de 30 minutos de intervalo, en los hoteles habaneros Tritón, Chateau Miramar y Copacabana.

Y casi un año después del crimen, en una entrevista pública para The New York Times, el terrorista Luis Posada Carriles admitió que era él quien había puesto precio a aquellas bombas:

«Ese italiano estaba en un lugar y en un momento equivocado, pero yo duermo como un bebé», declaró el asesino que hoy anda libre por las calles de Estados Unidos, protegido por el gobierno de Bush, mientras nuestros Cinco Héroes antiterroristas siguen presos en sus cárceles. El criminal aludía de ese modo cínico al fatídico 4 de septiembre de 1997.

Aunque han pasado diez años del atentado terrorista organizado por Posada Carriles y financiado por la mafia de Miami, el padre de Fabio, el empresario italiano Giustino Di Celmo tiene esa herida todavía abierta:

«Todas las noches sueño con él y con la bomba criminal que no le dio tiempo a llamarme, porque su muerte fue casi instantánea», rememora.

«En mi primer viaje a Cuba, a fines de 1992, me hospedé en el hotel Comodoro. Si me hubiese quedado allí, hoy Fabio estaría entre nosotros, pero el destino es inexorable. Al segundo día me trasladé al Copacabana, donde viví por casi cuatro años.

«Al venir Fabio, el Copacabana le gustó muchísimo, porque él era amante del deporte, y en la piscina de mar y de agua dulce, podía practicar el buceo y además tenía la cancha de tenis. Se quedó encantado, y en poco menos de un mes se hizo amigo de todo el personal, desde la más modesta mujer que limpiaba los baños, hasta el gerente. Así era él».

Fabio, el tercero de los hijos de Giustino, nació en Génova, a 800 kilómetros de Roma, el 1ro. de junio de 1965. «Mi hijo —recuerda el padre— ansiaba conocer la Revolución Cubana y yo, además, quería dejarle mi empresa y volver a Italia para estar definitivamente con mi esposa».

Para mi esposa, recuerda, aparte de la violenta muerte de nuestro hijo, fue de mucho impacto que el Comandante Fidel Castro la abrazara en el teatro Karl Marx, en la actividad por el aniversario de la UJC. Allí, en el escenario.

«Lo hizo calurosamente, como si abrazara a una cubana. Solo un hombre como él, con una sensibilidad así, pudo tener esa idea, el tiempo, el corazón y el amor de abrazar a una pequeña mujer desconocida, que vino desde tan lejos. Eso se lo voy a agradecer hasta el último día de mi vida».

Recuento necesario  

Al estallar la bomba, la sorpresa del hecho y el lógico instinto de conservación del ser humano, hizo que todo el mundo allí se protegiera. Carlos Rafael Ortiz contó que reinó el pánico y los nervios dominaron a los presentes. Nadie sabía lo que iba a hacer, pero en cuestión de segundos, surgió la reacción solidaria.

Todos los cristales se hicieron trizas y el falso techo cayó estrepitosamente al piso. Al recobrar la serenidad, varios empleados del hotel fueron para el lobby, y vieron a algunos huéspedes que salían empolvados y sangrantes. En cuanto pudieron ver, descubrieron a una persona tirada en el suelo.

Vino corriendo Leonardo (Leo), el guarapero, un muchacho muy amigo de Fabio también. Al acercarse lo reconocieron: «¡Caballeros, es Fabio!», gritaron al mismo tiempo Carlos y Leo. Enseguida llegó Juanito, un cantinero.

Un grueso fragmento de metal le había penetrado en forma violenta en la parte izquierda del cuello, un poco hacia la región posterior y le había interesado, de modo fatal, la arteria carótida izquierda. Después se supo que el metal incrustado era del cenicero donde el terrorista colocó la bomba, junto a la barra del bar.

Giustino recuerda que él estaba en Italia y regresó el 3 de septiembre, el día antes del atentado, a las 11 de la noche.

«Sentí la explosión desde el cuarto y creí que era una cocina que había explotado. A los diez minutos me llamaron y me dijeron que mi Fabiucho había tenido un accidente. Enseguida pensé que nunca más lo vería vivo, y así fue».

Un odio enemigo antiguo acabó con la vida de este gran amigo joven, aunque, sin quererlo, lo inmortalizó.

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