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Confesiones desde el murmullo

Ciego de Ávila es uno de esos sitios donde la realidad y la fantasía, el pasado y el presente, conviven en la existencia cotidiana de sus habitantes

Autores:

Osviel Castro Medel
Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— ¿Qué tiene esta ciudad que se confiesa desde el murmullo? Ciego de Ávila, Ciego de los Portales. ¿Por qué será que —al igual que todo su mundo— nos habla no en los momentos de mayor bullicio, sino al atardecer, cuando el Sol ya se ocultó, y las últimas luces del día se unen con el fresco de la noche que comienza? ¿Será que a esa hora esta ciudad, con aire español, abre las reminiscencias del campo de donde surgió?

Dicen que esta es una tierra de paso, de la que todo el mundo en algún momento se quiere ir; pero que todos en algún instante anhelan regresar. ¿Qué tiene este pueblo que siempre atrae por más que algunos se quieran apartar de él? Es como si el viejo ciclo de la caña se hubiera deslizado por nuestras venas o por las brisas del aire que respiramos.

Cuentan los mayores que en la zafra de antes, cuando los centrales abrían las moliendas y en los cañaverales se levantaba el canto de los jamaicanos, a cualquier hora del día o de la noche se veían hileras de hombres que avanzaban a pie hacia Ciego de Ávila. Allí estarían hasta que la zafra terminara y el central, con su sirena, dijera adiós hasta el otro año. Los hombres se iban, para volver a soñar con el regreso.

Los pueblos de William Faulkner

Ciego de Ávila se nos muestra como esa región de encuentros que el más callado y fantasioso de nuestros novelistas soñó. En estas llanuras rojas y que a veces parecen interminables, usted encontrará pueblos sacados de una inolvidable novela del escritor norteamericano William Faulkner. Es lo que ocurre con los poblados de Bolivia y Primero de Enero, donde el viajero siente la fuerte impresión de haber llegado a otro mundo y donde sus personas asumen como normal lo inaudito de su paisaje, con esas casas de portales corridos, parques y calles simétricas.

También el asombro aparece en el batey del central Baraguá. Allí la línea del tren divide en dos mitades al pueblo. En el capitalismo, por la parte cercana al camino al mar, los dueños blancos del central construyeron sus casas y mansiones de verano con parques amplios y campos de tenis al estilo británico. Pero al otro lado del ferrocarril lo reservaron para los antillanos que arribaban de Trinidad y Tobago, Saint Kitts y Nevis, Dominica y todo ese arco de islas que bañan al Caribe. Así surgió el Barrio Jamaiquino, la copia más original y criolla de un barrio de Jamaica, donde sus habitantes olvidan el español con la llegada de un extraño para retornar al inglés que escucharon en la cuna de sus abuelos.

Esta provincia tiene uno de los símbolos más mencionados de Cuba, el Gallo de Morón, y también exhibe un Poblado Holandés, donde no viven holandeses. Al triunfar la Revolución, Celia Sánchez, junto con el Comandante Manuel «Piti» Fajardo, dirigió en la isla de Turiguanó la construcción de un asentamiento para los habitantes que vivían olvidados en los canalizos. Con una sensibilidad que nunca debiera olvidarse, Celia propuso levantar las viviendas al estilo nórdico —pero adaptadas a los calores del trópico—, en justo homenaje a los grupos de suecos y holandeses que arribaron con sus baúles en los primeros años de la República, soñando con la quimera de oro que les ofrecía la publicidad, para terminar relegados en las costas y canales plagados de mosquitos.

Paisajes y duendes

Ciego de Ávila, que tuvo bosques de ensueño, parece destinada a pensar y tener las cosas más grandes desde el silencio. No tiene cordilleras de montañas y, sin embargo, sus habitantes enseñan una loma gigantesca, la de Cunagua, que muestra el mismo orgullo de las sierras. No posee los inmensos pantanos de la Ciénaga de Zapata y aún así por los lados de la costa, sobre todo en el lado norte, tiene el Gran Humedal donde todavía se esconde el perro jíbaro. Caminar por este en los meses de seca es atravesar el infinito bosque de mangles, que se aferran a un suelo cuarteado y con musgos secos que aún conservan su color verde, para terminar en una costa de arenas negras y un mar azul oscuro. Es increíble pensar que ese mismo camino seco se convierte en esos pantanos, que se deben recorrer en bote y se pierden ante la vista en los meses de primavera.

Aquí se encuentra el mayor lago natural de Cuba, la Laguna de la Leche, con sus cerca de cien millones de metros cúbicos de agua. Al mirarlo de nuevo, después de algún tiempo de ausencia, la vieja impresión regresa al pensar que uno llegó en verdad a un marco de color pálido y no a un inmenso estanque de agua dulce. Los marinos de antaño, que navegaron por sus embarcaderos para sacar el azúcar en patanas y goletas, cuentan del güije de orejas inclinadas y mirada de brujo que habita en sus riberas. En cambio, los soldados españoles de la Trocha de Júcaro a Morón, cuyos fortines llegaron hasta sus orillas, no hablan del güije, aunque nombraron a ese embalse como la Laguna Blanca. Parecía un nombre feliz de mujer fijado en los mapas; sin embargo, en verdad estaba cargado por el respeto a los misterios más ignotos, cuando en las noches de mayor oscuridad, mientras velaban el trasiego de los mambises, ellos escuchaban en sus aguas el paso de los caimanes.

Pero la provincia muestra también a la única ciudad de Cuba, Ciego de Ávila, con un lago ante sus casas. No surgió por el derrame de los glaciales ni por los sueños de un empresario delirante. La Turbina, que así lo llaman, nació de una inmensa cantera para piedras del ferrocarril, cuando las explosiones y las barrenas del hombre descubrieron los manantiales que lo inundaron en poco tiempo y para siempre. Tantas leyendas se han tejido sobre ese lago, que al menos una se cumple con una pasmosa precisión: la de desbordarse cada 20 años.

El jardín de los laberintos

A esta provincia la rodea un cinturón de cayos, donde el cielo se confunde con el mar. Al sur, en los Jardines de la Reina, los islotes son tantos y tan parecidos que forman un verdadero laberinto. Y así llaman a esa zona: el Laberinto de las Doce Leguas. Sus pescadores, que son hombres a los que les gusta tomar el ron bien caliente, se sumergen en el mar al anochecer, al inicio de la Luna indicada y cuando los brillos del Sol aún se mantienen en las profundidades. Es la única forma de poder contar la historia. La de cómo los peces se aparean y los aguajíes liberan sus huevos en un acto interminable de procreación, mientras los tiburones pasan imperturbables entre los corales.

Aquí un caminante no hallará los teatros de La Habana, pero descubrirá al Teatro Principal, construido con mármoles de Italia y con un pórtico de palacio romano. Tampoco ostenta los cabarés históricos de las estrellas de la capital de Cuba, porque su orgullo está en las cuarterías donde Benny Moré cantó sus mejores canciones, precisamente las que nunca grabó. Dicen que su mundo era al cruzar la línea del Ferrocarril Central, en dirección al barrio Central —el más pobre y posiblemente el más auténtico—, y allí, ante el mostrador de una bodega, cantaba sus boleros y rumbas. En los homenajes que le hacen al Benny se mencionan todos los lugares posibles, pero muy pocos —o casi nadie— hablan de Ciego de Ávila, pese a que aquí todavía pervive su figura delgada, vestido con un traje largo y oscuro, que deambulaba con un sombrero de ala ancha y una guitarra bajo el brazo a la llegada del anochecer.

Quizá en esos paseos solitarios, en los que un hombre busca su lugar en este mundo, Benny empezó a querer a esta tierra, probablemente porque ella le empezó a decir. Porque Ciego te habla desde el murmullo, pero solo al que la conoce y la quiere. Te enseña los misterios de sus montes, la verdad de sus madres de agua y sus canales secretos perdidos en las maniguas de los cayos, y la razón de sus casas estrechas y corridas, solo a quien la ve como el ángel guardián de su vida. Solo entonces se podrá escuchar su voz como un susurro en la lluvia y cuando la noche comienza a acariciar. Es esa ciudad y esa tierra donde uno, finalmente, puede encontrar la novia de ojos negros con la que siempre soñó. Puede que algún día y esta vez para siempre.

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