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«Por favor, no me dejen morir»

Bajo el criterio de que los especialistas de la Salud de nuestro país son forzados a trabajar en condiciones de esclavitud en las misiones médicas en el exterior, el Gobierno de Estados Unidos ubicó recientemente a Cuba en la lista negra de las naciones que fomentan la trata de personas en el mundo. En medio del rechazo a esa acusación, un enfermero cubano recuerda su lucha contra el ébola en África, durante 2014

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

BOLIVIA, Ciego de Ávila.— Caminar en los meses de verano por el batey de Bolivia y sus viejas casas de madera, es percibir una sensación de tranquilidad que emana de la humedad y el calor de esos días del año. El viajero siente la temperatura; mira las viviendas y los parques, la frondosidad de los árboles que bordean unas calles bien trazadas, vuelve a sentir el sudor abundante que empieza a pegar la camisa al cuerpo e irremediablemente en la memoria surgen las escenas de los relatos de William Faulkner sobre los pueblos del sur de Estados Unidos, tan parecidos a este y siempre bañados por un calor que, si no es igual, al menos debe ser bastante cercano al que sentimos ahora.

Pero el interés del visitante —o al menos su inquietud esencial— no se encuentra en las casas con sus portales de corredera y techos a dos aguas, que intentan desafiar el tiempo y la falta de recursos, y que en las fantasías literarias lo transportan a novelas como Absalón, Absalón o Luz de agosto. Al contrario, su propósito se encuentra a un costado del batey, entre los edificios de cuatro plantas, en específico en un apartamento de dos cuartos ubicado en el primer piso. Allí nos recibe Francisco Martínez López con sus padres, Francisco Martínez Peña y Haydée López Enrique. Pachuli, como le dicen desde niño a este joven enfermero, fue uno de los 165 especialistas cubanos de la salud que viajaron a Sierra Leona a enfrentar la epidemia del ébola.

Su historia, como la de los demás, se inició en septiembre de 2014, un viernes por la noche, con una llamada telefónica, mientras miraban las noticias en el televisor. «Recuerdo que tomé el auricular —cuenta Pachuli— y Elier, un funcionario de Colaboración en Salud Provincial, dijo: “Francisco, no sé si usted vio el noticiero. Cuba enviará especialistas para enfrentar el ébola en África y queremos saber si está dispuesto. No es obligatorio que diga sí, esto es voluntario, usted no está obligado a ir… Mire, no se apure: hable con su familia y piénselo. Lo llamamos dentro de diez o 15 minutos para conocer su respuesta. Recuerde, no está obligado: usted puede decir no sin problema de ningún tipo”».

La reunión fue breve. El padre, sentado en su silla de ruedas y enfermo con una diabetes que obligó a la amputación de las dos piernas, dijo con voz recia de viejo militar: «¿Qué tú quieres hacer?». «Viejo, quiero ir», respondió el hijo. La madre le tocó el hombro tres veces. «¿Eso es lo que tú quieres hacer?», preguntó. «Pues pa’ lante». Meses más tarde, Pachuli explicó que la ecuanimidad mayor estaba en sus cuatro hermanos y los demás miembros de la familia. «Ellos —confiesa— me habían dicho que si me proponían alguna misión, dijera que sí y ellos asumían con los viejos. Esa era mi tranquilidad».

Por eso, cuando a los 15 minutos sonó el teléfono, el joven tomó el auricular y dijo: «Sí, yo voy».

No era una ilusión, tampoco un hechizo: Era real

—¿La primera vez que salías de Cuba?

—Esta fue mi primera misión y la primera vez que salía del país.

—Cuando llegaron a Sierra Leona, ¿qué se decía del ébola? ¿Qué detalles daban los habitantes sobre la enfermedad?

—Existía mucha confusión entre los pobladores. En Sierra Leona se practican varias religiones: la cristiana, la musulmana y los ritos africanos. Algunos pobladores decían que la epidemia no era una enfermedad, sino un hechizo por ser infiel y traicionar a los dioses verdaderos. Otros, al sentir los síntomas, creían que era algún padecimiento endémico que ellos rebasaban a menudo, como la malaria, el dengue y el paludismo. La percepción de riesgo dentro de la población era baja, yo diría que hasta conflictiva. Cuando empezaron a aumentar los muertos y caerse gente desmayada, sin importar el credo religioso, entonces el asunto se empezó a tomar en serio y la población se dio cuenta de que el ébola ni era una ilusión ni un hechizo.

—Al ver la cantidad de enfermos y fallecidos, ¿no pensaste en que te habías metido, como se dice en cubano, en un rollo demasiado grande?

—Sí, lo pensé varias veces.

—¿Sentiste miedo?

— Sí.

—¿Pensaste que era mejor volver a Cuba?

—No, en ese momento ya estaba arriba del mulo y le iba a dar los palos para que caminara. Además, sentirlo es algo positivo. En las conferencias nos repitieron: «No dejen de sentir miedo, eso es muy importante».

—Explícame, porque no comprendo. ¿Cómo se entiende eso si ustedes debían actuar con el mayor control sobre los nervios?

—En el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK) los especialistas y médicos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que habían atendido a pacientes de ébola, reiteraron que no debíamos sentir pena alguna ante el miedo. Dijeron que el temor ayuda a despertar los sentidos, te mantiene alerta ante el peligro y los errores. También advirtieron que al principio tendríamos miedo, pero después nos adaptaríamos y veríamos las cosas con normalidad. En Sierra Leona siempre hacíamos matutinos y se recordaban las medidas de cuidado. Esa atención era muy necesaria porque enfrentábamos el Ébola-Zaire, la cepa más fuerte.

—¿Cuál es la diferencia entre el Ébola-Zaire y las otras variantes del virus? ¿Por qué es tan letal?

—Las otras variantes matan; pero tienen una sintomatología menor. En cambio, el Ébola-Zaire desata unos golpes fuertes de vómito y diarrea, pone el ritmo cardíaco a millón y puede provocar sangramiento.

—Si es tan agresivo, ¿por qué unos se salvaban y otros no?

—Eso dependía de muchas causas. Lo principal era la rapidez en la atención médica. Muchos subestimaron los síntomas al comienzo de la epidemia. Pensaron que era una malaria, algún malestar pasajero y terminaron muertos por el ébola.

Un cubano se baña en cloro

—Si estuvieras frente a un aula de estudiantes de Ciencias Médicas y les hablaras de una misión como la del ébola, ¿qué consejos no dejarías de darles?

—Bueno, serían unos cuantos. Recomendaría no subestimar ningún protocolo de seguridad y ser muy rigurosos a la hora de cumplirlos. Hay que tener paciencia, no alterarse a la hora de manipular a un enfermo y, sobre todo, no rasurarse; al menos no hacerlo de manera tan intensa. Esos pases de máquina, de dos y tres veces por la cara, no son recomendables con el virus. Recuerdo el caso de un compañero que, al salir de la sala de confirmados y mientras se bajaba el zíper del traje de protección, se pasó sin querer una uña por debajo de la cara, entre la barbilla y el cuello. Enseguida metió la cabeza bajo la llave de un tanque de agua con hipoclorito y estuvo cinco minutos enjuagándose.

—¿Y una uña podía complicar a una persona con el ébola? ¿Incluso con el traje puesto?

—Si tenías una herida, aunque fuera muy pequeña, el riesgo aumentaba. Por ahí entra el virus sin margen de duda. Es más, si aparecía alguna lesión en el cuerpo, debías informarlo y evitar la entrada al área de confirmados hasta que cicatrizara.

—Pachuli, cuando uno entra a un área de enfermos con ébola, ¿cuál es la imagen que aparece a la vista?

—En las mañanas por lo general el cuadro es más fuerte, porque en la noche aumentan las crisis. Al entrar encontrabas una cantidad tremenda de cuerpos caídos, pacientes en medio de convulsiones, llenos de sudor, bañados en vómitos o heces fecales; aunque para mí lo más impactante era ver a un paciente sangrando por el recto, la boca, los oídos, por todos los orificios naturales del cuerpo, hasta por las encías. Es chocante observar a un ser humano a quien le corre sangre por los ojos en vez de lágrimas. 

—¿Alguien podía salvarse en esas condiciones?

—Era muy complicado. Algunos podían responder al tratamiento; pero la sangre era una señal de que la enfermedad se hallaba en fase crónica.

—Algunos médicos nos han dicho, literalmente, que los «leones» en el enfrentamiento al ébola son los enfermeros, porque ustedes tenían que hacer el trabajo más delicado, como pinchar la vena de un enfermo, incluso en estado de shock. ¿Por qué es tan difícil manipular la vena a un paciente con ébola?

—La deshidratación provoca que las venas pierdan elasticidad y sean más difíciles de detectar, porque no las ves a simple vista. Popularmente dicen que «se perdieron». Entonces se debe usar el tacto; pasar los dedos por la piel y presionar para detectarla. El problema estaba en que con el traje tenías puestos tres pares de guantes en cada mano, y eso limita la sensibilidad de los dedos. En muchos casos las venas no aparecían por ninguna parte y debías pinchar sobre la base del conocimiento porque sabías, por los estudios, que por ahí pasaba una, no porque la habías descubierto. En Sierra Leona yo debí practicar algo que no había hecho antes y solo conocía por la carrera: hacer una intraósea, que consiste en canalizar una vena entre la rodilla y los huesos de la pierna.

—Pero entonces aparece el peligro de que el enfermero reciba un pinchazo con una aguja llena de ébola. ¿Cómo evitar un error en una situación como esa?

—Añádele el calor, que te saca de quicio. Mira, en esos casos lo único que puedes hacer es mantener la calma. Siempre trabajábamos en equipo. Nunca estabas solo en el minuto de pinchar y, si fallabas, el otro decía: «Ten calma, no te apures. Si no puedes, lo hago yo. Ten cuidado». Era una ayuda mutua y siempre había que tener en cuenta que no podías martirizar al paciente con los pinchazos. Ya estaba sufriendo bastante.

—Dicen, además, que estaban más expuestos porque otra función de ustedes era limpiar a los pacientes y el colchón, retirar las sábanas sucias.

—Es cierto; el médico debía diagnosticar y nosotros cumplir sus instrucciones mientras ellos atendían al próximo enfermo; pero en honor a la verdad, debo decir que los doctores también participaban en la limpieza, que es muy desagradable y riesgosa. En ocasiones ellos hacían las funciones de enfermeros y allí todo el mundo estaba expuesto.

Y a pesar de todo…

«Lo imprevisible ocurre —asegura Pachuli—. A pesar de que adoptas todas las medidas de seguridad, pese a mantener la disciplina y tener en cuenta hasta el detalle más mínimo, siempre podrá surgir un hecho que te ponga en tensión. A mí me ocurrió con un golpe de calor, mientras estaba en una sala de confirmados. Imagínese usted, normalmente la temperatura en Sierra Leona es de 36 a 38 grados Celsius y cuando te ponías el traje el calor subía a 40 grados. Yo había entrado a la sala con otro cubano y un enfermero nativo. Siempre lo hacíamos acompañados de uno para que pudiera traducirnos el dialecto que hablaban algunos enfermos. Al poco rato siento unas palpitaciones fuertes y una ansiedad grande. El corazón lo tenía a millón por segundo. Sentía una sensación extraña, como si algo quisiera salir del pecho. «Oigan, me siento mal» —advertí—. «Cálmate, ya vamos a salir» —dijeron—. Y empezaron a llamar por el walky talking. Me aparté, traté de darme ánimos y en ese momento apareció una falta de aire tremenda. Sentí cómo la garganta se apretaba y de pronto vomité. Entre mi boca, la nariz y el nasobuco no quedó ningún espacio para respirar. El vómito tapó los orificios de la nariz, yo quería arrancarme el traje y comencé a mover la cabeza en busca de aire. Los compañeros me aguantaron los brazos y en ese momento eché la cara hacia atrás. Esa fue la salvación. Al girar la cabeza, quedó un espacio libre y por ahí entró un soplo de aire, que me hizo revivir. Eso no lo enseñaron en ninguna preparación. Salió de casualidad, por instinto, porque tenía que salir. Y todavía me pregunto por qué estoy vivo».

Una niña pregunta por su mascota

—Se habla mucho de los peligros del ébola; pero en tu caso, ¿qué es lo que más te impactaba de la misión?

—Bueno, no fue una; fueron varias cosas: ver morir personas, por ejemplo, la conciencia del peligro; pero una de las más impactantes fue el convencimiento de que, en caso de morir, nuestro cuerpo debía quedarse en Sierra Leona. Un cadáver es un reservorio de ébola, todavía existen muchas dudas sobre el comportamiento del virus y la medida se tomaba para evitar cualquier cadena de infección en Cuba.

—Esa idea de no regreso suena un poco fuerte. ¿Cómo se puede aceptar algo así? ¿A ustedes no les resultó chocante?

—Mira, el Ébola-Zaire posee una capacidad de propagación muy alta. Es capaz de diezmar comunidades pequeñas en cuestión de días. Nosotros siempre estuvimos muy conscientes a dónde íbamos, por qué lo hacíamos y de los peligros para Cuba si el virus entraba. No estábamos obligados, no íbamos a enriquecernos, no éramos esclavos a quienes tú coaccionas para ir a un lugar, como quieren decir por ahí. Eso es mentira. Incluso, durante las conferencias de preparación, al hacerse más visible el peligro, varios compañeros pidieron salir de la misión, algo que en todo momento se reiteró. Que uno se podía ir cuando quisiera, y no pasó nada: ellos están ahí trabajando, y no hay por qué señalarlos. 

«La toma de cualquier decisión con nuestra persona siempre ocurrió después de una larga explicación en la que, repito, no hubo imposiciones, y siempre se recordó el carácter no obligatorio de la misión. Y sí, no lo niego, lo tengo que reconocer: es muy chocante saber que si ocurre algo tu cuerpo no estará cerca de los tuyos. Yo lo acepté y no me arrepiento porque más difícil es la posibilidad de que tu país y tu familia estuvieran en riesgo de infectarse. Fue una medida dura, pero tenía que adoptarse».

—La muerte de Reinaldo Villafranca, «Coqui», enfermero de Pinar del Río, ¿cómo se asimiló?

—Eso me tocó de cerca. Coqui pertenecía a nuestro equipo de trabajo. Muchas veces, cuando salíamos de la zona roja, agotados en extremo, avisaban de un paciente que había entrado en shock y era Coqui quien decía: «Quédense aquí, yo voy». Él falleció por una complicación de paludismo. Parece que no tomó todas las pastillas que nos daban para atenuar los efectos de las fiebres palúdicas. Al morir, hicimos el inventario de sus cosas y encontramos tirillas casi completas de la doxiciclina, señal de que no las ingería, y eso pudo hacer más vulnerable su organismo. Después de su entierro nos dimos cuenta de que las reuniones eran menos activas. Él era muy entusiasta, siempre se movía detrás de las actividades, hacía algo para animarlas. Al no estar él, los encuentros del grupo ya no fueron iguales.

—El ébola tiene muchas vivencias tristes; pero en tu caso, ¿cuál es la historia feliz con el virus?

—¿La mía? Cuando salvamos a una niña, que me rogó que no la dejara morir.

—¿Qué edad tenía?

—No lo puedo precisar, entre siete y diez años.

—¿Cómo ocurrió todo?

—A nosotros nos escribían el nombre en los trajes de protección. Un día, tras entrar a la sala de confirmados, empiezo a revisar a los pacientes de las primeras camas, cuando escucho: «Francisco». Me asombré. Por lo general decían doctor, nunca el nombre, y mucho menos el mío, tan clarito. Busco y veo a una niña con un suero, que murmura en inglés: «Por favor…», y más con la mirada que con el brazo, hizo un gesto para que me acercara. «¿Qué tú quieres?», pregunté. Ella me tomó la mano y dijo: «Por favor, no me dejen morir». Aquello me desarmó. Fíjate, cometí un error: no podía permitir que ella me tocara ni que sostuviera mi mano, pero en ese momento no podía retirarla. Solo le dije: «Tranquila, te vas a salvar».

—¿Cuánto tiempo estuvo en el hospital?

—Unas 11 semanas.

—¿Hablaba algo de los suyos? ¿Qué sabía de su familia?

—La mamá había muerto, de los demás familiares no se conocía nada. Ella preguntaba mucho por su mascota, una perrita. Me daba mucha gracia oírla hablar del animalito.

—¿Cómo se llamaba?

— No sé, nunca le pregunté el nombre. Eran muchos pacientes; yo estaba muy atento a ella, la observaba mientras atendía a otros enfermos, preguntaba… Los momentos que teníamos para conversar era cuando la revisaba y le ponía los medicamentos. Lo que sí recuerdo es su sonrisa cuando le dieron el alta. Nunca la voy a olvidar.

Epílogo: La vida no siempre sigue igual

—Cuando llegaste, ¿tuviste aprehensión a la hora de saludar a tu familia? 

—Cuando saludé a los míos, parece que ya me había desintoxicado de la fobia de tocar a alguien. Desapareció en el período de cuarentena que debimos atravesar para confirmar si nuestro organismo no tenía ninguna amenaza. Sin embargo, en casa me di cuenta de que tenía incorporados comportamientos que entraban en conflicto con la vida normal del cubano.

—¿Qué hábitos adquiriste en Sierra Leona y que no estaban antes en ti?

—Allá no podíamos darnos la mano ni hablar a menos de un metro de distancia. El estrechón de manos se transformó en tocarse el lado izquierdo del pecho. También cambió la manera de saludar, ya era Hi, Hello, nunca Buenos días, ¿qué tal? El qué bien, u otra señal de aprobación, se convirtió en un okey.

—De esos hábitos, ¿cuáles todavía permanecen?

—Quedan algunos, como la insistencia por lavarse las manos. Es raro que no permanezca más de un minuto con los brazos enjabonados. Otro cambio es que me he vuelto más casero. Antes de ir al África, escuchaba de una fiesta en el pueblo y salía al momento. En Freetown, por el contrario, permanecía en la habitación del hotel mirando series en la computadora. Esa costumbre la mantengo, salgo poco del cuarto.

—¿Ya no te gustan las fiestas?

—Claro que sí, lo que pasa es que no me da el impulso de antes. Quiero salir, pero algo me detiene; aunque la verdad es que tampoco le doy mucha importancia. Cuando me siento aburrido, salgo del cuarto, me paro en el balcón y miro a mis padres. Los veo contentos; no les digo nada, pero ya para mí eso es suficiente. Y ellos lo saben.

El enfermero junto con su familia, pilar fundamental para el cumplimiento de su misión en África.

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