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En la primera línea

Una cadete tunera reseña su estancia durante 14 días en el Hospital Militar Central Dr. Luis Díaz Soto en calidad de colaboradora en el enfrentamiento contra la COVID-19

Autor:

Juan Morales Agüero

 

MANATÍ, Las Tunas.— La joven cadete manatiense Bárbara Ricardo Saavedra jamás imaginó que, a sus 20 años de edad, transitaría por una experiencia como la que la llevó hasta uno de los principales hospitales habaneros,

Como estudiante del tercer año de la carrera de Medicina Militar en la Universidad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), dio el paso al frente cuando solicitaron voluntarios para ayudar en un centro asistencial donde estaban recluidas numerosas personas reportadas como positivas a la COVID-19.

—¿Cómo se establecieron tus vínculos con la vida militar?

—Fue cuando cursaba el séptimo grado en la Secundaria Básica Dos de Diciembre, aquí en mi municipio. Un día unos oficiales nos visitaron para hacer captaciones para la Escuela Militar Camilo Cienfuegos de la provincia. Hablaron de su perfil de estudio, de sus características, de sus perspectivas… Lo que dijeron me interesó y me sumé al proceso, que incluyó orientación profesional y formación vocacional. Al finalizar el noveno grado se otorgaron dos plazas por escalafón para estudiar el preuniversitario en los Camilitos. Una fue mía.

—¿Cuáles fueron tus impresiones al llegar a ese centro?

-La escuela me encantó por su organización, disciplina, limpieza… Y un claustro de profesores de excelencia. Sus programas de estudio son similares a los de la vida civil, solo que nosotros recibimos también asignaturas militares, como Preparación Militar e Infantería, entre otras.

«Allí hice todo el preuniversitario. Terminé el 12mo. grado con buenos resultados académicos, lo cual me animó a solicitar una de las nueve plazas que llegaron a la escuela para estudiar Medicina Militar en La Habana. Para mi satisfacción, me asignaron una, pues siempre he admirado esta carrera.

—Un cambio extraordinario para ti, seguramente… ¿Fue así?

—Imagínese, era la primera vez que iba a la capital. ¡Quedé fascinada! La Universidad de Ciencias Médicas de las FAR es grande, pero lo es más el hospital Carlos J. Finlay, en cuyas cercanías funciona. Más de una vez me perdí por sus pasillos.

«En esa etapa inicial, la docencia incluye contenidos propios de la carrera y conocimientos básicos para tratar heridos de guerra, tales como reanimación cardio-pulmonar y cómo hacer compresiones y vendajes. En las conferencias recurren mucho las nuevas tecnologías y buena parte de la bibliografía es digital. Contamos, además, con zonas wifi para conectarnos».

—¿Las clases prácticas se realizan en contextos reales?

—¡Sí, en el terreno! Nos evalúan en una pequeña maniobra, con un campamento de campaña dotado de carpas y equipamiento donde nosotros mismos somos los heridos y los sanitarios. Improvisamos camillas con cualquier recurso de la zona, hacemos diferentes tipos de vendajes, de torniquetes, de compresiones… También nos enseñan a proceder correctamente ante diversas situaciones de desastre y a elegir el mejor sitio para la instalación de un hospital sanitario.

—Hablemos de la COVID-19 y de tu experiencia en su combate...

—Cuando comenzó, pensamos que los estudiantes de Medicina Militar serían enviados a sus provincias. Pero —previa consulta de nuestra voluntariedad— se decidió que tomáramos parte en el enfrentamiento de la pandemia en el Hospital Militar Central Dr. Luis Díaz Soto, ayudando a sus trabajadores en diferentes tareas.

«La primera brigada la integraron estudiantes de sexto año. Luego nos tocó el turno a unos 100 cadetes de primero a tercero. En la institución hospitalaria fuimos pantristas, lavanderos, auxiliares de limpieza, repartidores de comida, asistentes de enfermos...».

—¿Tenían idea del peligro que iban a enfrentar allí?

—Nos advirtieron que trabajaríamos durante 14 días de forma alterna en un centro donde estaban ingresadas personas positivas al virus y nos exhortaron a cuidarnos mucho. En cada sala fuimos ubicados tres cadetes. En la mía había 20 enfermos. Comenzábamos a las 7:00 am, hora en que una guagua nos recogía en la villa donde nos alojábamos para llevarnos al hospital. Allí permanecíamos hasta el atardecer. Un miembro del grupo se quedaba luego toda la noche. Nos agotábamos tanto, que el día de descanso nos lo pasábamos durmiendo. Solo nos levantábamos para las cosas elementales.

—¿Todos en los grupos afrontaban los mismos riesgos?

—De cierta forma, el riesgo era común para todos los cadetes. Pero quien más se exponía era el que trabajaba en la llamada zona roja, es decir, dentro de las habitaciones de los enfermos. Mientras el resto del grupo repartía alimentos, limpiaba, organizaba y lavaba, el estudiante que atendía a esos pacientes debía darles la comida, proporcionarles agua cuando tenían sed y, de ser necesario, hasta ayudarlos a bañarse. Lo único que no hacía era administrarles los medicamentos. Esas tareas eran rotatorias. Yo pasé por todas.

-¿Y qué medidas de seguridad adoptaban para ese riesgo?

—¡Todas las que te puedas imaginar! Allí no puedes vestir nada tuyo, sino ropa esterilizada del hospital. El primer día nos lo pusimos todo doble; camisas, pantalones, botas, guantes, nasobucos... Un médico nos dijo que tampoco había que exagerar, porque, de seguir así, haríamos colapsar la lavandería. Los de la zona roja se resguardaban, además, con gafas, careta y un nailon protector. Cuando salían de la sala, se quitaban la ropa y se volvían a vestir. En el hospital todo está esterilizado con hipoclorito.

—¿Cómo evalúas esta experiencia en tu formación profesional?

—Como algo de extraordinaria importancia. Nos potenció el sentido del humanismo y de la solidaridad con las personas que padecen una enfermedad. Incluso, en nuestras rotaciones por las zonas rojas aprendimos a tratarlas y a comprender sus estados de ánimo, según el estadio de su padecimiento. En eso nos ayudaron mucho los médicos.

«En lo profesional aprendimos mucho, en especial el trabajo de la enfermería».

—¿Estuviste allí cuando le dieron el alta a algún paciente?

—¡Sí, cómo no! Se trata de momentos muy emotivos. Recuerdo a una muchacha que había dado positivo dos veces en el PCR. En vísperas de la tercera prueba estaba muy nerviosa. Cuando supo que esta vez era negativa, su alegría fue tan grande que quiso abrazar y besar al médico que le dio la noticia. Empezó a correr por los pasillos, llena de alegría, y cuando se marchó, casi rompió a llorar.

«En las salas existe una libreta donde el paciente escribe algo al irse de alta. Algunos textos, por lo sensibles, pueden figurar en un libro».  

—¿Cómo se organizó el proceso de retirada del hospital?

—Al concluir la tarea, nos llevaron directamente para Villa Mégano, a pasar una cuarentena de 14 días. Después estuvimos otras 14 jornadas en la escuela, donde nos sometieron a pesquisas diarias, e, incluso, a test rápidos.

«Cuando comprobaron que estábamos sanos, fuimos trasladados para la terminal de ferrocarril de La Habana, donde abordamos un tren militar. Al llegar a Las Tunas, hubo también pesquisas en el andén y hasta en el salón. Luego, en guagua para los municipios. Ahora estoy en el mío, junto a mi familia, con la que mantuve comunicación todo el tiempo».

—¿Cómo proseguirá tu carrera militar en el orden académico?

-La COVID-19 fue la causante de que no termináramos el tercer año, pues en marzo dejamos de recibir la docencia prevista para el ciclo. En septiembre nos pondremos al día, y en enero de 2021 se prevé que comencemos el cuarto año. Será un entusiasta rencuentro con mis compañeros de estudio y con mis profesores de esta Universidad, con la que ya tengo gran sentido de pertenencia, y cuya carrera de Medicina Militar tiene el honor de estar acreditada internacionalmente.

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