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¿Cuándo se desnuda un crítico?

Autor:

Rufo Caballero

Cartel de la popular película de Almodóvar donde reúne a tres de sus musas: Penélope Cruz, Carmen Maura y Chus Lempreave. No recuerdo si a André Bazin le gustaba demasiado el cine de Hitchcock. Creo que no; que tenía sus reservas. No me acuerdo de si a Truffaut le entusiasmaba demasiado Un tranvía llamado deseo. Como no recuerdo si a Pauline Kael le importaba mucho el cine negro; por más que intento, no consigo acordarme. Ahora, pudiera escribir algunas cuartillas acerca de las razones que hacen de Bazin, Truffaut y Kael excelentes críticos de cine.

Ni siquiera los temas; nada es tan determinante en un crítico como el proceso del pensamiento, ese templo sumergido que argumenta el criterio. La valoración final nunca es más importante que la riqueza de la interpretación cultural. Solo la inteligencia de la interpretación, la vastedad de la cultura que el análisis moviliza, garantiza la calidad de un crítico. Yo no creo, como Cabrera Infante, que La flor de mi secreto sea una obra maestra. No lo creo; pienso más bien todo lo contrario. Sin embargo, los ardides de la construcción que emprendiera el escritor para fundamentar su juicio hicieron de su crítica un ejercicio cultural fascinante.

Nada resulta excitante como la construcción de ideas que sustenta una opinión. No es el vector del criterio el que define la eficacia de un gesto crítico, sino la espesura y la reciedumbre lógica, el tectonismo que lo sostiene. A menudo esa arquitectura interior de las ideas escapa a los propios críticos, quienes arriban a los juicios que los hacen célebres gracias a estados creativos de trance, de éxtasis bastante similar a la posesión experimentada por otros artistas directamente conectados con el mundo de la emoción. El asentamiento de la cultura hace parecer que el texto se ha escrito solo, sin que el crítico sea capaz de reconocer las maneras interiores, profundas, del discurso.

Más que cuando evalúa o dictamina, el crítico se desnuda cuando procesa, cuando comparte una cadena de razonamientos, cuando descubre la médula de un problema artístico que a veces parece fácil. Para comprender el erótico desnudo de un crítico, tomemos un ejemplo hipotético.

Ken Loach no solo fue aplaudido por el público y la crítica, sino que se llevó a casa el máximo galardón del Festival de Cannes. Desde la última concesión de la Palma de Oro en Cannes, la cinefilia universal no hace sino pendular entre Ken Loach y Pedro Almodóvar. Cuando a todas luces el segundo era el favorito, con su película Volver, el premio fue concedido al filme de Loach, El viento que agita la cebada. Luego de ver ambas películas, nuestro hipotético crítico se sorprende, para variar, perfectamente de acuerdo con el jurado: él también hubiera premiado El viento que agita la cebada. Y ahora, situado contra todos los pronósticos, ¿cómo pudiera argumentar su criterio? ¿Cómo, frente a las decenas de páginas escritas sobre los valores de la cinta de Almodóvar? ¿Cómo, si todo en Cannes estaba preparado para el desagravio al director que, se supuso entonces, debió ganar la Palma de Oro años atrás con Todo sobre mi madre? Nuestro crítico lo tiene todo en contra, y siente que no puede mentir, que no sabe mentir; recuerda que la mayor credencial de su oficio es la credibilidad. ¿Cómo explicarse públicamente? ¿Cómo convencer de lo contrario a las legiones de devotos de Almodóvar, a las filas de resonantes aplausos parisinos?

Podría comenzar nuestro crítico con una fácil objeción: la película de Almodóvar es más de lo mismo. No estaría mal refutar eso; es incluso muy evidente. Ni con mucho Volver es Hable con ella o La mala educación, trabajos donde el director conseguía singulares vueltas de tuerca a sus obsesiones de siempre. Volver es una de esas películas francamente regresivas en el cine de Almodóvar. Como la misma Todo sobre mi madre, donde se reciclaba, a la fecha mejor hecho, el primer Almodóvar, el del Madrid nocturno, el de la movida sexual, el de los travestis y transexuales habitando el metraje al por mayor. Volver regresa a postulados suficientemente claros en Qué he hecho yo para merecer esto: la mujer sufrida, la cofradía femenina que debe enfrentar a los hombres imbéciles, grandes traumas sexuales que provienen del pasado, el valor antropológico de diálogos y situaciones, etc. En Volver, Almodóvar realiza un pastiche de sí mismo, de su vena más grave y abiertamente feminista, que demuestra, por cierto, una sospechosa necesidad de solidaridad ante la magnitud sobrecogedora de la seducción que ejercen los malos y despiadados de la película: los hombres. Nuestro crítico podría explicar todo eso, y aparentemente bastaría.

La historia de El viento que agita la cebada se concentra en las colisiones sentimentales de dos hermanos, que se convierten en enemigos a muerte. Pero en el razonamiento habría, como mínimo, dos errores. El primero: la política del reciclaje no es necesariamente un problema. Que García Márquez resulte mejor o peor escritor no depende de que haya escrito siempre el mismo libro. Fabelo pinta siempre, de alguna manera, la misma pintura. Y eso, lejos de empequeñecerlo, lo hace Fabelo. Si se quiere aspirar a la autoría, la porfía no es precisamente un problema. Segundo inconveniente del razonamiento: de alguna forma, El viento que agita la cebada es también más de lo mismo. Allí, Ken Loach insiste en su cine político, con su dramaturgia usualmente causalista, su riesgo asumido alrededor del panfleto social, la perspicacia con que logra el intimismo brillante de los grandes coros, la destreza en la dirección de actores y no actores.

Por lo tanto, el primer razonamiento es pobre, demasiado inmediato, visiblemente vulnerable. Grueso, engañoso, tranquilizador. La cosa no va por ahí. El crítico tiene que compartir ideas de otra calidad, que permitan recibir como seria su preferencia.

De entrada, el mundo dramático de Volver no puede resistir su esquematismo. Esa idea de la mujer sufrida, la mal pagada y humillada por un imperio de cretinos sobresexuales, luego de algunas décadas de cine feminista muy bien pensado, comienza a tener su escenario propio en el comic. Pero luego, ya no queda claro si Almodóvar se burla del cine que antes jugó al psicoanálisis de bolsillo o si lo suyo es también, del mismo modo, Freud de solapa. Esa idea de la madre que es hermana de su hija, debido a los desmanes del padre violador, parece salida de la historieta que pudieron hojear Imanol Arias y Antonio Banderas en Laberinto de pasiones. Con la ventaja de que allí todo era en broma. Pero, todavía más, el mundo dramático de Volver resulta del forcejeo con el artificio. Se hace obvio, por ejemplo, que el momento en que Raimunda dobla la versión del tema Volver está pensado más para el lucimiento de Penélope Cruz que para satisfacer una real necesidad dramática.

Todo ello sería poco si la dirección no careciera del aliento y la personalidad que le faltan. Desde los primeros minutos se siente una palidez de tono, una incapacidad de sostener el estilo escogido, que termina en escenas despojadas de la singularidad expresiva frecuente en Almodóvar. Por ejemplo, el momento cumbre de la confesión de la madre, cuando Carmen Maura devela el misterio de su vida a Penélope, está rodado como nunca lo haría un autor, y Almodóvar menos que ninguno. Entonces, no es que Volver sea más de lo mismo, sino que, lo mismo o lo distinto, no está bien.

El viento que agita la cebada, entretanto, confirma que Loach tiene en la discreción no una ausencia de estilo o de aliento sino una garantía de sutileza. Justo mientras más se acerca el drama al panfleto, con el subrayado del enfrentamiento de los campesinos irlandeses a la violencia del imperio británico, más se concentra la historia en las colisiones sentimentales de los dos hermanos, que se convierten en enemigos a muerte como se matan los irlandeses todos ante el abismo de la dominación colonial. La solidez de la escritura dramática levanta la tragedia por sobre las circunstancias. Mientras más terrible la historia, más bello y más natural el paisaje, como si el director aludiera breve y tranquilamente a la vida que se extravía en medio de la necedad de la contienda. Los planos acaban en el instante en que podrían empezar a redundar. Loach no solo da una lección de consecuencia con su estilo y su mundo temático, sino que vuelve a hacerlo con precisión caligráfica, con calidad extrema, con intensa sobriedad.

Con estas otras razones explicadas y compartidas, nuestro hipotético crítico pudiera convencer acerca de por qué comparte, contra los pronósticos, la polémica decisión del jurado de Cannes. El crítico se ha desnudado con ideas que, certeras o no, rebasan la elementalidad del más de lo mismo. El crítico no está seguro de la verdad de su juicio; si lo estuviera, su suerte no sería la desnudez sino la locura. Como todo criterio, este es solo una parte del asunto. Tal vez esté profundamente equivocado, y Volver sea muy superior. Pero, en todo caso, la argumentación no se ha vencido con las primeras evidencias, y ha entregado una valoración razonada, con argumentos de relieve.

Este tipo de análisis, que agita las ideas vivas, parciales, no definitivas, pero vivas al fin y al cabo, es cuanto salva el oficio del crítico de la ingratitud y la vulgaridad. La palabra compartida, el estímulo a la inteligencia del Otro, son los dones de que puede ostentar un crítico. Esta es una profesión asediada por los malentendidos. Cuando aplaudes, eres agudo, culto, maravilloso. Cuando señalas dolencias o extravíos, eres miserable, el peor de todos, una vergüenza pública. En medio de los extremos queda, sin embargo, serenamente, la palabra que pudo ser sabia, el aviso responsable, la idea que iluminó un pequeño accidente del camino. En una palabra: la pasión que se debe a la lucidez del pensamiento.

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