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El Tintero presenta hoy un cuento inédito de la narradora María Elena Llana

María Elena Llana (Cienfuegos, 1936) es periodista, narradora y poeta. Entre sus libros se encuentran La Reja (1965), Casas del Vedado (1983), ganador del Premio de la Crítica de ese año; Castillos de Naipes (1998), Ronda en el Malecón y Apenas murmullos (2004). Recientemente Ediciones Unión, en ocasión de su aniversario 70, publicó una muy completa antología de su obra bajo el título Casi todo.

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Juventud Rebelde

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María Elena Llana

Lo sospechaban, lo olían, se daban cuenta de que bajo el mimetismo de sus ropas comunes y su talante apacible, aquel hombre ocultaba esa emanación rancia del otro, del que viene, el que asalta, el que usurpa. En definitiva, del extranjero sin fortuna, del inmigrante a todas luces indocumentado.

Ajeno a tales especulaciones, el hombre se apartó de los que esperaban subir al autobús interprovincial y fue hacia la cafetería.

Tranquilamente empujó la puerta de cristales y entró.

Ni siquiera consumió nada.

Solo iba a mirar.

De tal conducta sospechosa informó después una mujer que vendía algo en un tenderete, bajo una sombrilla que justo acababa de sufrir un desperfecto en el mecanismo de abrir y cerrar, sin duda causado por el mismo malandrín.

Pero eso afloró más tarde, cuando se reconstruyeron los hechos. En aquel momento, el extranjero salió del local, cruzó el andén de la estación de buses con paso desaprensivo y subió al carro tras comprobar, mirando su billete, que era el que le correspondía, mientras los demás se consultaban unos a otros e insistían en preguntar si aquel vehículo iba para donde iba. Todos vieron en su actitud un recóndito deseo de desafiar, de gritarles no los necesito, me importan un pito, porque yo sí sé bien para dónde vamos, ¡ah, si lo hubieran advertido entonces!

Con la misma procaz autosuficiencia, buscó su asiento. Lo ocupaba una señora redonda como un gran polvorón y él se sentó a su lado, sin reclamar el puesto de ventanilla que le pertenecía. Llevaba poco equipaje, apenas un maletín de hule que conservó consigo... como si hubiera salido de la cárcel o acabara de cometer un asalto y aguardara la primera ocasión para deshacerse del arma homicida.

El autobús arrancó.

Al acomodarse mejor y saberse en marcha hacia algún anhelado destino, la sensación de bienestar que lo invadió lo hizo deslizarse hacia el sibaritismo. Sacó un cigarrillo amarillento, el único que le quedaba de los que trajo de su país, y se lo llevó a los labios, pero no lo encendió porque bien sabía que en los lugares civilizados no se permite fumar en interiores y él solo deseaba sentir en su contacto y su olor algo familiar, un refugio en la recién conocida ajenidad del mundo.

La vecina de asiento lo miró como si no creyera lo que estaba viendo y él trató de excusarse quitándoselo de los labios y mostrándole la punta apagada, gesto que solo logró inquietarla, tanto por el aspecto apergaminado del cigarrillo como por ver tenderse hacia ella la cetrina mano que lo sostenía.

La mujer se incorporó tratando de ganar el pasillo pero tenía el acceso bloqueado por aquel sospechoso cuya aviesa cortesía, ¿quién cede un asiento de ventanilla en un trayecto largo?, había sido un ardid para acorralarla.

Una pasajera, que a partir de entonces se ufanaría de su sensibilidad parasicológica, captó la angustiada vibración de la dama y se volvió hacia ellos con expectante curiosidad, pero la mastodonta, incapaz de sostenerse en vilo, había caído de lleno en su asiento y el intruso fingía que dormitaba, siempre con el cigarrillo entre los labios.

Otras personas comenzaron a mirar con acritud y fue entonces que una señora tosió. No solo una vez, sino varias, hasta que pareció faltarle el aire y el esposo y la hija tuvieron que abanicarla primero con la mano y después con sus pañuelos.

Pero aquel monstruo seguía impasible. Y así continuó aun cuando más gargantas y pechos se unieron a la sinfonía pulmonar y otras y otros y todos trataban de ahuyentar un humo que se iba espesando, que se extendía a lo largo del pasillo y se ramificaba, cual blanco espinazo de pescado, hacia un lado y otro, invadiendo los espacios entre los asientos.

El chofer levantó los ojos hacia el retrovisor y ante los signos del caos, estableció rápida comunicación con su base. El otro conductor avanzó esquivando a los hombres más fuertes que se habían puesto de pie para recibir mayor cuota de oxígeno, mientras trataba de contener su propia respiración para no contaminarse con... aquello.

Llegado junto al transgresor le señaló la calcomanía de prohibido fumar con silenciosa e innata autoridad. Por toda respuesta obtuvo un cínico asentimiento junto a la programada excusa de mostrarle el cigarrillo apagado y esbozar una sonrisa que pretendía ser obsequiosa.

El conductor vaciló un instante, más bien una fracción de instante, ante la prueba de inocencia, pero en seguida se dijo que era una coartada pues no podían alterarse así todos los usuarios sin un verdadero motivo y, de pronto, comenzó a sentir su propia falta de aire, por lo cual regresó junto al chofer y miró por el parabrisas hacia el mundo exterior, buscando otros signos apocalípticos, una invasión de beduinos o algo así. La calma ambiental no logró apaciguarlo y con voz ya entrecortada por la raspera en la garganta, urgió a su compañero:

—¡Para, para aquí mismo!

—No —contestó el aludido que se cubría la nariz con un pañuelo atado en la nuca—, estamos cerca de... pero no pudo terminar la frase porque lo acometió el primer acceso de tos y solo atinó a acelerar más.

—¡Nos vamos a matar!, gritó el otro y sus palabras fueron apoyadas por un espeso murmullo cavernoso que brotó del vehículo mientras el chofer, concentrando todas sus fuerzas en mantener la calma y dominar el timón, realizaba el mayor examen de pericia de toda su vida, una doble prueba de autocontrol.

A duras penas llegaron al primer parador con su habitual bomba de gasolina y la iluminada cafetería. Estaba sobre una especie de barranco en el cual habían construido un mirador y donde el aire era muy puro.

Como en la estampida nadie recordó la salida de emergencia, hubo titánicos forcejeos por ganar la puerta principal, obviando la prioridad de mujeres, ancianos y niños, quienes fueron los últimos en salir, ayudados por los paramédicos.

Apenas fue necesario usar las máscaras de oxígeno ya dispuestas pues tan pronto abandonaban la rodante cámara de exterminio, todos se sentían bien, sin duda gracias al benéfico aire del lugar. Los únicos que recibieron este auxilio fueron un anciano cuya nieta no quería ser acusada por la familia de indolencia generacional y una señora entusiasmada con la idea de recibir un servicio gratuito.

Cuando todos estuvieron a salvo, bajó el extranjero tan campante como había subido. No fue difícil colegir que su sadismo le había permitido disfrutar del terror colectivo porque disponía del antídoto para la asfixia tan inhumanamente provocada en un vehículo destinado al uso pacífico.

Además del personal y equipo de emergencias, los agentes esperaban al autobús siniestrado con el carro bomba y la técnica canina, unos pastores alemanes oscuros y lustrosos. Pero los perros demostraron que pese a su militarización seguían siendo perros y, ajenos al prejuicio, entraron y salieron del autocar sin olisquear demasiado.

Después pasaron indiferentes junto al hombre que lo miraba todo un poco desolado, de pie junto a su maletín, en el ghetto de un cauteloso círculo de seguridad.

Aunque ni médicos ni canes detectaron anomalía alguna, ante la exigencia de un pasajero que habló en nombre de la mayoría, el sospechoso tuvo que pasar a la pequeña oficina para ser investigado mientras los demás entraban a los lavabos, refrescaban o se tomaban fotos en el mirador.

Un poco molestos porque un extraño les dijera lo que tenían que hacer, los policías se limitaron a palpar con desgana las ropas de su involuntario rehén, pero el jefe del operativo les bisbiseó algo y tuvieron que continuar la inútil búsqueda hasta que el autobús se marchó con su carga de honrados contribuyentes ya del todo apaciguada.

Entonces, le dijeron que podía irse.

El hombre trató de enseñarles un papel con sellos, que ni se molestaron en mirar, dando por sentado que era un documento falso, y él no tuvo más remedio que recoger su maltratada valijita y salir hacia la gran explanada del parqueo.

Sin la menor idea de lo que su suerte le deparaba en el inmediato devenir, echó a andar hacia la carretera y ganado por la ansiedad recurrió al viejo expediente de sacar el cigarrillo, su ajado talismán contra el abandono, justo cuando pasaba frente a la bomba de gasolina.

El joven servidor abrió los ojos espantado. Y él, recordando las miradas recriminatorias de su vecina de asiento y del conductor, ni siquiera se lo llevó a los labios. Molesto consigo mismo, lo tiró al suelo decidido a liquidar sus atavismos, máxime si se disponía a comenzar una nueva vida.

En ese momento, el empleado gritaba que allí no se podía... pero no pudo terminar la advertencia, paralizado por las llamas que alzaron sus lengüetas rojizas sobre la pulida pista y que ya corrían buscando las bombas de despacho para convertirlas en antorchas. Había tanto terror en el rostro del muchacho que el hombre cayó de rodillas y comenzó a tantear el asfalto buscando el cigarrillo, dispuesto a demostrar una vez más que no estaba encendido.

Un agente que permanecía recostado al patrullero mientras el jefe merendaba, saltó como tocado con electricidad: lo había cogido in fraganti; acababa de ver, con sus propios ojos, la furia y destreza con que lanzó el proyectil. ¡Al fin caía un terrorista en sus manos! Y nada menos que un fanático suicida que, lejos de echar a correr, se inclinaba y tocaba el piso en una de aquellas alardosas oraciones de su raza, dispuesto a inmolarse en el globo de gasolina incendiada, claro preámbulo del ataque nuclear.

Sabiendo que no había tiempo que perder, ordenó que los carros bomba dirigieran sus mangueras sobre la gasolinera en peligro.

Al primer chorro, el casi artesanal cigarrillo se deshizo ante la mano que estaba a punto de alcanzarlo. El tan sospechoso papel dejó escapar la oscura y ya escasa picadura que se dispersó en el naciente charco.

Con su manifiesta indiferencia ante las catástrofes que causaba, el hombre trató de incorporarse pero el torpedo de agua lo obligó a mantenerse doblado y así, en posición de embiste, corrió apretando contra su vientre el maletín hecho un bulto, de manera que un niño, tras las vidrieras de la cafetería, convertida en refugio, soltó un «goool» que le mereció un rapapolvo por no respetar la angustia de las personas mayores.

Alguien del equipo de salvamento gritó «se escapa».

El del chorro ajustó el tiro y lo encentró.

Cayó al suelo.

Varios agentes se abalanzaron sobre él pero el jefe, molesto porque un subordinado le hubiera robado protagonismo, gritó un sonoro «Alto» al tiempo que desenfundaba el arma, dispuesto a someterlo él mismo. En esta ejemplar decisión lo ayudaba mucho la idea de que con tantos cacheos aquel desgraciado no podía ofrecer peligro.

A guisa de legado a sus valientes hombres, les recordó la necesidad de capturar vivos a estos desalmados, única forma de saber quiénes instigaban sus diabólicos actos.

Después, echó a andar sin prisa, remarcando cada paso.

En tan cargada atmósfera, a un agente se le escapó un disparo que hizo blanco en la alarma lumínica del carro patrullero más cercano. Desde el improvisado búnker de la cafetería, se oyó un estridente «bingo» y el niño fue obligado a sentarse en una apartada mesa, privado del espectáculo. Su llanto incontrolable hizo que el padre recriminara a la madre por impulsiva y como se oyera algo sobre el maltrato infantil, ella acabó dando gritos contra el miserable aquel que había venido a dinamitar sus hogares.

Mientras tanto, el jefe del operativo llegaba frente al inculpado y le espetaba la mejor sentencia que logró elaborar entre zancada y zancada.

—Se terminó el juego, enviado del demonio.

Taimado como siempre, el hombre fingió humildad y señaló sus volteados bolsillos, ilustrando lo que trataba de decir con mímica y medias palabras: que no llevaba fósforos ni encendedor, lo único que podía exonerarlo una vez destruida la prueba del cigarrillo apagado.

Lejos de tomarlo en cuenta, el jefe arremetió contra él, ya sin miramientos, le dio un culatazo, lo inutilizó con una llave y le puso las esposas. Después lo entregó a los agentes que lo hicieron caminar a empujones mientras remedaban la jerga en que aún trataba de explicarse.

Pero no tenía escapatoria. Allí, en otro tenderete con sombrilla, había una mujer que lo había visto todo, incluso cuando tiró por el barranco un mechero viejísimo, algo así como una lámpara de Aladino, que hizo paf y se desintegró en el aire.

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