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Los últimos serán los primeros

La recién finalizada edición del festival de cine no solo resultó excepcional en óperas primas, sino que protagonizó uno de los años más prolíficos y cualitativamente elevados de los últimos tiempos

Autor:

Frank Padrón

Las óperas primas que, felizmente, hace algunos años, tienen su propia competencia en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, son a mi juicio el acápite más importante de esa cita de diciembre. Afirmo esto con total convicción por cuanto significan la garantía de continuidad en el cine latinoamericano. Conquisten o no premios, nos hemos topado con verdaderas maravillas, algunas de las cuales parecen obras de veteranos; otras, aún con las lógicas imperfecciones de los primerizos, lucen más de un mérito encomiable.

Escena de la cinta Madeinusa, ópera prima de la realizadora peruana Claudia Llosa. Títulos como La casa de Alice, del brasileño Chico Teixeira; XXY, de Lucía Puenzo (Argentina, propuesta de enero en el cine club Diferente), la peruana Madeinusa, de Claudia Llosa, o Nada y El Benny, de nuestros paisanos Juan Carlos Cremata y Jorge Luis Sánchez, respectivamente, son algunos de ellos.

La recién finalizada edición del festival no solo no resultó excepcional en tal sentido, sino que protagonizó uno de los años más prolíficos y cualitativamente elevados de los últimos tiempos; por lo menos diez títulos, y quizá me quede corto, podían haber alcanzado los preciados corales, algo definido, como bien se sabe, por la irremediable subjetividad de los jueces, aun cuando se pretenda una equidad y una justicia que en materia de artes (tampoco se desconoce) es algo bien relativo.

Individualizando, Parque vía, de Enrique Rivero (México), primer coral, sorprendió gratamente por la manera austera y minimalista de abordar un personaje conmovedor y su historia (que no lo es menos) mediante una puesta en pantalla que aprovecha de forma inteligente y precisa elementos como la deliberada lentitud del tempo, una atmósfera admirablemente conseguida, una edición casi perfecta y una sabia dirección actoral. Película de las que «noquean» con eso que llaman «final inesperado», pero que aun sin él valen por todo lo anterior.

Otra con desenlace efectista (en el mejor sentido) es la colombiana Perro come perro, de Carlos Moreno, premio a la mejor contribución artística, pero también si fuera(n) otro(s) los amarres finales de la historia, esta descuella por una esmerada y atractiva variación sobre el tan concurrido «cine de género» y donde rubros como el montaje y la banda sonora toda (música incluida) aportan mucho.

Mutum, de Brasil, realizada por Sandra Kogurt, vuelve a situarnos ante uno de esos «infiernos grandes» que constituyen pequeños pueblos, esta vez un paraje rural donde una familia llena de chicos protagoniza un nada fácil cotidiano; la mirada infantil, por tanto, rige los rumbos de la cámara, que logra fundir pasajes geográfico y afectivo, relaciones de adultos con niños y entre ellos mismos, de forma cálida y sensible.

La uruguaya Acné, de Federico Veiroj (coproducida con Argentina, España y México) as-ciende unos años en la edad de sus personajes; esta vez son adolescentes, dentro de los cuales el protagonista lucha a brazo partido con los inoportunos granitos que esa etapa sitúa en el rostro de muchos de ellos, eficaz pretexto para indagar en el despertar sexual, las relaciones amistosas y los conflictos generacionales, dentro de un filme quizá algo desaliñado en su factura pero escrutador y sutil.

Filmefobia, del brasileño Kiko Goifman (mención) resulta una de esas curiosas y bien resueltas mixturas intergenéricas donde se representa desde la estética del documental, en torno a esos miedos irracionales que limitan tanto la actividad y la psiquis humanas.

En planos muy semejantes de logros encontramos, comenzando por casa, un título como el muy popular Los Dioses rotos, de nuestro paisano Ernesto Daranas, que rastreando en un mito cultural como el del proxeneta Yarini, indaga con certera agudeza y entereza emotiva las claves de males sociales aún distantes de erradicación; una historia viscontiana con sobresalientes puntos en rubros como la dirección de arte y la música: Quemar las naves, de Francisco Franco-Alba (México); El tinte de la fama, del venezolano Alejandro Bellame, que satiriza la frivolidad y manipulación de los shows televisuales, pero sobre todo nos recuerda que muchos de los dolores y frustraciones de las estrellas (en este caso la emblemática Marilyn) son los de muchachas comunes y corrientes, como algún día lo fuera también ella; Tropa de élite, de José Padilha, el cual, a diferencia de otros filmes que abordan la violencia como espectáculo sin una verdadera indagación en sus raíces sociales (como la sobrestimada Ciudad de Dios, también de Brasil), sí ofrece una reposada y pormenorizada reflexión sobre las causales de los fenómenos que presenta.

Igual es posible hallar, dentro de piezas no del todo cristalizadas, más de un logro parcial que invitan a seguir el rastro de estos noveles cineastas: el tratamiento sonoro en El cielo, la tierra y la lluvia, del chileno José Luis Torres Leiva; también dentro de un interesante «falso documental» como Alicia en el país, de su coterráneo Esteban Larraín, quien además consiguió un trabajo fotográfico (Juan Pablo Urioste) que atrapó el cromatismo y las gamas de ciertas zonas montañosas del Sur...

Y pudiéramos seguir, pero baste con un axioma: la perpetuidad en el cine latinoamericano está garantizada; podemos quedar tranquilos pues talento, lentes inquietos e indagadores, cine motivador y revelador hay de sobra en quienes, dentro de la región, se inician en sus misterios y angustias. Como dice la vieja máxima bíblica, los últimos serán los primeros.

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