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De oficinas, mujeres, hombres y dioses

El Festival de Cine Francés en Cuba sigue atrayendo público por la variedad temática de las propuestas fílmicas, la habilidad para difuminar cada vez más los límites intergenéricos y la invitación a la reflexión

Autor:

Frank Padrón

Entre expectativas que se cumplen o quedan por debajo, el Festival de Cine Francés en Cuba sigue atrayendo público. Un texto fílmico absolutamente logrado es De hombres y de dioses, realizado en 2010 por Xavier Beauvois. Basado en un hecho real, sigue a ocho monjes franceses quienes se establecen en un monasterio en las montañas del Magreb (norte de África), y ofrecen ayuda médica y espiritual a los lugareños musulmanes; sin embargo, un grupo fundamentalista del Islam, que siembra el terror en la región, entrará en conflicto con ellos.

Más que a lo anecdótico, De hombres... invita a una reflexión en torno a la conciencia, a la importancia de las decisiones en situaciones límites en que frecuentemente coloca la vida. A estos religiosos se les presenta una disyuntiva difícil: o preservan su vida abandonando el peligroso sitio, o la arriesgan continuando su misión, consecuentes con su fe, sus principios, su ética...

La obra, de tempo lento, no permite, sin embargo, que el espectador se distraiga un minuto: tan sólida es su armadura dramática, tan elevada la filosofía y la densidad ontológica que la anima, tan bien construidos están los personajes (esos religiosos que, siendo tan unidos, no forman un monolito, sino que obedecen a personalidades bien diversas y hasta contradictorias), y tan esmeradamente conducidos los rumbos de la narración, que gana la atención del público de principio a fin, partiendo, eso sí, de un inteligente guión concebido por el director y Etienne Comar.

Otros valores se localizan en la fotografía (le valió el César a Caroline Champetier), magistral en su combinación de claroscuros y luminosidades de los grandes espacios externos y las intimidades del monasterio; y qué decir de la música, con esos inspiradores himnos entonados por los personajes de modo intra-diegético. También sus actores, no poco reconocidos (Lambert Wilson, Michael Lonsdale, Olivier Rabourdin…), responden, desde sus indudables talentos individuales, a una recia y efectiva dirección.

Realizada en el estilo de un documental, Las oficinas de Dios vuelve a uno de los grandes temas recurrentes en este festival: la mujer. En este caso, se trata de una institución no gubernamental que, liderada en su gran mayoría por expertas, ofrece apoyo gratuito a menores de edad que han quedado embarazadas y deciden, por diversas condiciones, interrumpir ese estado; las consejeras no solo suministran la píldora, sino que entablan profundos y extensos diálogos con las pacientes, enfatizando en un aspecto esencial: la libertad en las relaciones sexuales, muchas veces cortada por padres y amantes.

Muy interesantes y variopintos son los casos que conforman este filme dirigido por otra fémina, Claire Simon, y solo se lamenta que, pese a la representación y los intercambios, no asistamos a un mejor entramado dramatúrgico, a una plataforma conflictual que trascendiera lo que en definitiva hallamos: una alternancia más o menos coherente de historias superpuestas, alternas, que hacen del trayecto una empresa un tanto plana, y donde incluso ciertas subtramas se antojan algo forzadas y desencajadas del corpus narrativo.

Y eso que en sentido general las actuaciones (Nathalie Baye, Isabelle Carré, Nicole García, Rachida Brakni...) son de primera y sostienen de manera brillante el eje conceptual del filme. De cualquier modo, lo aleccionador del discurso, la fuerza de las ideas que mueve, lo apasionante de muchos de estos casos, impiden que el grueso del público abandone las salas que remiten a estas oficinas de sana orientación sexual.

Aunque siempre la ficción predomina, la 14 edición del Festival no ha olvidado el documental, ese género donde más de un cineasta galo (Agnes Vardá, Chris Marker...) ha sentado cátedra. Valga aclarar, sin embargo que, como ocurre en muchas cinematografías, Francia también parece difuminar cada vez más los límites intergenéricos; en varios filmes de la presente selección, lo de documental es apenas una cuestión de estética, algo más enfocado en la connotación literal del término, en cuanto dejar «documentada» una realidad, digamos, artística. Un ejemplo es Fedra, donde Stéphane Metge se volcó al espectáculo teatral homónimo que dirigiera Patrice Chéreau; y El conejo cazador, donde se registra por parte de Guy Seligmann, en un más alejado 1991, una típica pieza del teatro burlesque.

Con Fedra y El conejo cazador enfrentamos a sendas muestras de la escena: una clásica, en la cuerda trágica; la otra dentro de la «comedia del absurdo» contemporánea. Y en ambas hallamos mucho más: cine absoluto e íntegro, por mucho que los referentes sean absolutamente teatrales.

En el clásico de Racine, la re-visión de ese apasionante mito griego devenido a la vez en uno de los personajes femeninos más viscerales y enérgicos de las tablas de todos los tiempos, más allá de Francia, nos permite asistir a la puesta inteligente del también cineasta Chéreau, capaz de llevar a primer plano las pasiones y conflictos de una aparentemente lejana antigüedad helénica, sin embargo, tan contemporáneos y compartidos.

A las brillantes actuaciones de Dominique Blanc (una memorable Fedra), Eric Ruf, Pascal Greggory, Michel Duchaussoy, se suma un espacio magistralmente empleado dentro de esas murallas de piedra que evocan el escenario natural de los hechos, pero el lente de Metge ha permitido que las distancias del teatro se borren empleando una planimetría cinematográfica tan eficaz que casi respiramos las tensiones y pasiones de los personajes, ardientemente transmitidos por los histriones; por ello, más que de documental, estamos ante una re-presentación fílmica del hecho teatral.

Más ligero por su tono, El conejo... no se rezaga en cuanto a mostrar fielmente un ambiente frenético, irracional y disparatado en el remedo de un restaurante donde personajes absurdos protagonizan las más imprevisibles acciones.

El retablo nos permite asistir a un movimiento con sentido coreográfico donde la música, el baile, los movimientos y la gestualidad parecen deformados por una lupa expresionista, y donde las risas de fondo nos remiten a uno de esos enlatados televisivos donde se pretende forzar la reacción de los espectadores.

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