Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Luz profana en San Isidro

Varios estrenos o reposiciones esperan por estos días a los teatrófilos

Autor:

Frank Padrón

Tras algunos años de haber sido estrenada, la nueva puesta de La profana familia llega en una circunstancia puntual: el reciente fallecimiento de quien la escribiera tras un largo período de silencio, el prolífico Nicolás Dorr, por cuanto la subida a las tablas de El Sótano significa el homenaje del Grupo Teatral Nelson Dorr —que lidera su hermano— y el Centro de Teatro de La Habana al Premio Nacional en esta manifestación escénica, aquel mítico y temprano autor de ese clásico, Las pericas, y de tantos otros títulos que enaltecieron nuestra escena.

La profana… sigue a un núcleo: madre viuda y cuatro hijos que representan modalidades de la diversidad sexual; con todos es comprensiva y amorosa, mas, ¿se comportarán ellos igual cuando le plantee cierta novedad en su vida privada? De modo que, a más de la aceptación, la autenticidad y la coexistencia pacífica y respetuosa, la obra discursa en torno al egoísmo, especialmente en quienes han sido beneficiados con esas virtudes y no corresponden cuando a ellos les toca.

Nicolás concibió un relato que fluye, que mezcla la simpatía y ligereza que implica el género en el que se inserta (comedia) con la gravedad y profundidad de los temas en los que se introduce; el otro Dorr, en la faceta directriz, consigue llevar a escena tales virtudes entregando una puesta limpia y cuidadosa.

Sin embargo, tanto la escritura como la representación no han logrado eludir un defecto que lastra un tanto la obra en general: los estereotipos; casi todos los hijos, y en la mayoría de las apariciones, emblematizan los clisés habituales acerca de sus identidades de género, algo que, para colmo, el grueso de las actuaciones acentúa, de modo que con frecuencia se roza la caricatura.

Matizar, tamizar esto para próximas temporadas redundaría en crecimiento y perfeccionamiento de un texto notable y necesario, máxime en momentos como estos.

Una de las obras del teatro latinoamericano más representadas es Luz negra; pertenece a Álvaro Menen Desleal (seudónimo de Álvaro Menéndez Leal, El Salvador, 1931-2000) y fue concebida a inicios de los 60, como se sabe, época convulsa en la que proliferaron en la región los movimientos libertadores y en los que una izquierda unida y sólida logró conquistas importantes; sin embargo, aunque como siempre existe una lectura contextualizada e «históriconcreta», esta luz llega más lejos, al plantear dilemas filosóficos, éticos y ontológicos de cariz universal, en el diálogo de dos cabezas separadas de sus cuerpos, no solo entre ellas sino entre otros visitantes, y con el público.

En la puesta que ha estado en la sala Raquel Revuelta durante varios fines de semana a cargo de Teatro Espacio, su director, Alfredo Reyes, logra armar con apreciable visualidad ese universo escatológico que el texto sugiere; tanto la escenografía como el vestuario o la iluminación calzan la atmósfera distópica y simbolista que la letra implica.

Raysman Leyet y Jaiko Ignacio Puig asumen respectivamente a Goter y Moter, esos dos ¿muertos, sobrevivientes, fantasmas? que en su estado intercambian con cinismo, humor negro y amargura sobre los destinos humanos y sociales; tanto diálogo profundo y motivador, requiere de un fraseo limpio, de intenciones y modulaciones que —fundamentalmente Leyet— no siempre logran emitir; Alfredo como el «tercer personaje» consigue, sobre todo en la piel del ciego, armar un discurso convincente y sólido, tal como requiere el rol.

Se trata de una puesta atendible, que pudiera incluso ser un poco más larga, de modo que conflictos y problemas que se esbozan lograran desarrollarse un poco más.

Nicolás Dorr 

María Elena Soteras montó con su compañía Hubert de Blanck La pasión según San Isidro, escrita por un dramaturgo en la que esta directora y actriz parece haberse especializado: Julio Cid (Cabaiguán-Habana-Madrid).

Un homenaje al bufo y al vernáculo con sus tres figuras típicas (el negrito, la mulata y el gallego) desde una perspectiva contemporánea sin perder la esencia fustigadora, de «crónica social» y humor criollo que les caracteriza desde antaño, realizan el escritor y la responsable de la (a)puesta, que también rinde tributo a grandes de la escena y de ese lugar en específico (Berta Martínez), así como a uno de nuestros mitos teatrales (Yarini, ícono del barrio a que alude el título).

La alternancia de escenas entre ambos registros —la suerte de «animación» que hacen los bufos con momentos de la obra— se resuelve con inteligencia y gracia, eficaz aprovechamiento espacial y correspondencia con los rubros técnico-artísticos (vestuario, escenografía, música…); además, al menos en el elenco visto, se aprecia un parejo nivel no siempre encontrado dentro de ese grupo: Ever Álvarez, Faustino Pérez y Mierena Turiño, ese trío que con gracejo muy criollo conduce las funciones, o Saima de los Ángeles, Leonardo Ruiz, Sonia Costa, Elizabetha Domínguez, Gabriela Álvarez, Alejandro González y Maricela Herrera, son algunos de esos desempeños destacados.

Tres puestas no perfectas pero sí sólidas y sugerentes en la reciente cartelera teatral.

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